EL CÓDIGO SECRETO DE LEONARDO DA
VINCI
Es una de las obras de arte más
famosas del mundo, y de las que más han tenido que soportar. El fresco de
Leonardo La Última Cena es todo cuanto queda de la iglesia de Santa María delle
Grazie, cerca de Milán, pues la pared en donde está pintado fue la única que
permaneció en pie al ser bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque
otros muchos artistas admirados como Ghirlandaio y Nicolás Poussin, e incluso
un pintor tan extravagante como Salvador Dalí, han dado sus propias versiones
de tan significativa escena bíblica, es la de Leonardo la que, por algún
motivo, ha cautivado más las imaginaciones. La encontramos reproducida en
múltiples versiones que abarcan ambos extremos del espectro de los gustos,
desde lo sublime hasta lo ridículo.
Algunas imágenes son tan
familiares que nunca se miran bien, y aunque se ofrezcan a la mirada del
espectador abiertas a un escrutinio más detenido, en el plano más profundo y
lleno de sentido siguen siendo libros completamente cerrados. Así ocurre con La
Última Cena de Leonardo... y aunque parezca mentira, con casi todas las demás
obras suyas que han llegado hasta nosotros.
Fue la obra de Leonardo
(1452-1519), ese genio atormentado del Renacimiento italiano, la que nos puso
en la senda que acabó por conducirnos a unos descubrimientos tan estremecedores
en cuanto a sus consecuencias, que al principio nos parecía imposible que les
hubiera pasado desapercibido a generaciones enteras de estudiosos lo que
finalmente resaltó ante nuestra sorprendida mirada, e increíble que una
información tan explosiva hubiese permanecido tanto tiempo esperando
pacientemente a ser descubierta por unos autores como nosotros, ajenos a las
escuelas oficiales de la investigación histórica o religiosa.
Así que vamos a reseguir la
historia por sus pasos contados y regresamos a La Última Cena para mirarla con
otros ojos. No es el momento ahora para situarnos en el contexto conocido de
los postulados de la Historia del arte. Queremos verla tal como la vería un
recién llegado completamente ignorante de esa imagen tan archiconocida. Que las
escamas de los conceptos previos caigan de nuestros ojos y la miremos de
verdad, como si fuese la primera vez en nuestra vida.
El personaje central, por
supuesto, es Jesús, a quien Leonardo menciona bajo el nombre de «el Redentor»
en sus notas de trabajo (pero el lector queda advertido de que no debe dar nada
por sabido, por más obvio que parezca). Está en actitud contemplativa y mira
hacia abajo y un poco hacia su propia izquierda, las manos extendidas al frente
sobre la mesa, como si ofreciese algo al espectador. Como ésta es la Última
Cena en que, según nos enseña el Nuevo Testamento, Jesús instituyó el
sacramento del pan y del vino, de los cuales invita a sus seguidores que coman
y beban diciendo que son su carne y su sangre. Sería razonable buscar algún
cáliz o copa de vino delante de él, abarcado por el ademán de ofrecimiento.
Al fin y al cabo, para los
cristianos esta cena antecede inmediatamente a la pasión de Jesús en el huerto
de Getsemaní, donde reza con fervor rogando «que pase de mí este cáliz» (otra
alusión al paralelismo vino-sangre), y también a su crucifixión, en la que
murió derramando su sangre por la redención de toda la humanidad. Pero no hay
vino delante de Jesús, y apenas unas cantidades simbólicas en toda la mesa.
¿Acaso tienen razón los artistas que dicen ser un gesto vacío el de esas manos
abiertas?
Visto que apenas hay vino, quizá
no sea casualidad que tampoco se hayan partido muchos de los panes que vemos
sobre la mesa. Y puesto que el mismo Jesús identificó el pan con su propio
cuerpo que sería partido en el supremo sacrificio, ¿se nos está comunicando
algún mensaje sutil en cuanto a la verdadera naturaleza de los padecimientos de
Jesús?
Hasta aquí la punta del iceberg
de la heterodoxia representada en este cuadro. En el relato bíblico el joven
Juan, al que llaman «el amado del Señor», se halla tan cerca de Jesús
físicamente que incluso apoya la cabeza sobre el pecho del Maestro. Pero en la
representación de Leonardo no hay tal, la figura no se reclina según indica el
«apunte» bíblico, sino que se aparta del Redentor hacia la derecha de éste con
exageración, o casi diríamos con coquetería; pero aún no hemos terminado con
este personaje. A quien contemplase por primera vez este cuadro podría disculpársele
alguna incertidumbre peculiar en relación con el supuesto Juan.
Pues si bien es cierto que cuando
el artista quería representar la suprema belleza masculina con arreglo a sus
propias predilecciones solía elegir un canon algo afeminado, sin duda lo que
estamos mirando aquí es una mujer. Toda la figura es sorprendentemente
femenina; por más que la pintura sea antigua y esté deteriorada, ahí están
todavía las manos pequeñas y bien formadas, los rasgos del semblante finos y
armoniosos, el pecho femenino sin discusión y el collar de oro. La mujer, pues
estamos seguros de que lo es, viste además ropas que la señalan como alguien
especial. Son el reflejo invertido de la indumentaria del Redentor, ya que
vemos una túnica azul con manto rojo a un lado, y una túnica roja con manto
azul al otro, siempre dentro del mismo corte y estilo. Ningún otro comensal
lleva unas prendas tan similares a las de Jesús, pero también es cierto que no
hay ninguna otra mujer.
Si nos fijamos en la composición
general, lo más destacado es la configuración que describen Jesús y la mujer:
una gran «M» muy abierta, casi como si estando literalmente unidos por la
cadera hubiesen sufrido una separación, o se hubiesen apartado de manera voluntaria.
Que sepamos, ningún estudioso ha dicho nunca que ése fuese un personaje
femenino, ni mencionan la «M» de la composición. Tal como hemos averiguado en
nuestros estudios sobre él, Leonardo fue un excelente psicólogo y le divertía presentar
imágenes altamente heterodoxas a los patronos que le encargaban una pintura
religiosa convencional. Sabía que les podía enseñar la más escandalosa de las
herejías y la contemplarían sin que nada conturbase su ánimo; por lo general
los espectadores sólo vemos lo que teníamos previsto ver.
Si le encargan a uno que pinte
una escena convencional de los Evangelios y lo que uno ofrece guarda un
parecido superficial con esa escena, nadie se fijará en el dudoso simbolismo.
Sin embargo Leonardo debió de tener la esperanza de que otros, tal vez los que
participaban de su inhabitual interpretación del mensaje neo testamentario, o
algún día en algún lugar, unos observadores imparciales pararían mientes en la
imagen de la misteriosa mujer señalada por la «M» y se harían las preguntas
obvias. ¿Quién era la tal «M», y por qué era tan importante? ¿Por qué
arriesgaría Leonardo su reputación, e incluso la vida en aquellos tiempos de
activo funcionamiento de los quemaderos, al incluir dicho personaje en una
escena tan fundamental para los cristianos?
Quienquiera que fuese, su destino
se intuye bastante menos que seguro, porque el canto de una mano amenaza ese
cuello graciosamente inclinado. También el Redentor se ve amenazado por un
índice rígido que apunta hacia arriba, prácticamente delante de su cara. Pero
tanto Jesús como «M» aparecen desentendidos de esos ademanes hostiles,
visiblemente sumergidos en los mundos de sus propios pensamientos, tranquilos y
sosegados cada uno a su manera. Todo indica que se está utilizando un
simbolismo secreto, no sólo para advertir de sus respectivos destinos a Jesús y
a su compañera femenina, sino también para participar (o recordar) al
observador cierta información que no puede publicarse de otro modo, porque
sería demasiado peligroso.
¿Utiliza Leonardo esta pintura
para transmitir alguna creencia secreta que sería poco menos que demencial
compartir con el público de cualquier manera más explícita? ¿Es posible que
dicha creencia lleve un mensaje más allá del círculo inmediato de sus
seguidores, tal vez hasta nosotros mismos, hoy día?
Sigamos contemplando esta
asombrosa obra. A la derecha según el observador vemos un hombre corpulento y
barbudo que se dobla casi en dos para hablar al último discípulo de ese lado de
la mesa. Está totalmente vuelto de espaldas al Redentor. Comúnmente se admite
que este personaje, Tadeo o Judas, es un autorretrato de Leonardo.
Pero los pintores del
Renacimiento nunca pintaron nada por casualidad, ni sólo porque hiciera bonito,
y del profesional que nos ocupa sabemos además que era muy aficionado al double
entendre visual. (Su preocupación por elegir modelo adecuado para cada
discípulo se detecta en la sarcástica proposición de hacer posar al incordiante
prior del convento de Santa María para el retrato de Judas el traidor.) ¿Por
qué se pintó Leonardo a sí mismo dando la espalda a Jesús?
Pero aún hay más. Una mano
anómala apunta con una daga al estómago del discípulo situado detrás del
personaje más próximo a «M». Por mucho trabajo que demos a la imaginación es
imposible que esa mano pertenezca a ninguno de los comensales, ya que ni
forzando la postura ninguno de los circunstantes puede esgrimir la daga en ese
lugar.
Pero lo más asombroso de esa mano
desencarnada es no tanto su presencia, como el hecho de que en todas nuestras
lecturas acerca de Leonardo apenas la hallamos aludida un par de veces, y aun
con una curiosa reticencia a admitir que haya nada extraño. Tal como sucede con
el san Juan que en realidad es una mujer, nada nos parece más obvio ni más
extravagante una vez nos lo indican, pero por lo general estos detalles desaparecen
por completo de la vista y la mente del observador, sencillamente porque son
demasiado extraordinarios y chocantes.
Se nos ha dicho a menudo que
Leonardo era un buen cristiano cuyos cuadros religiosos reflejaban la
profundidad de su fe. Como vamos conociendo, al menos uno de ellos incluye una
imaginería sumamente dudosa desde el punto de vista de la ortodoxia cristiana.
Y nuestras investigaciones ulteriores, como veremos, revelan que nada tan lejos
de la verdad como la idea de que Leonardo fuese un verdadero creyente... si por
tal entendemos que creyera en ninguna forma aceptada o aceptable del
cristianismo.
Ya los rasgos curiosos y anómalos
que hemos hallado en una sola de sus obras parecen querer decirnos que hay una
segunda lectura en esa escena bíblica tan conocida, otro mundo de creencias más
allá del aspecto aceptado de esa imagen congelada en un muro del siglo XV,
cerca de Milán.
Cualquiera que sea el significado
de esas inclusiones heterodoxas, indudablemente son incompatibles con la
doctrina oficial y éste es un punto que conviene resaltar. Aunque en sí no
parecerá nada nuevo a los materialistas racionalistas actuales, que consideran
a Leonardo como el primero que tuvo verdadera mentalidad científica, como un
hombre que no prestaba atención a las supersticiones ni a la religión bajo
ninguna de sus formas, y como la propia antítesis de todo misticismo u
ocultismo. Pero tampoco éstos ven más allá de sus narices.
Porque pintar la Última Cena sin
una cantidad significativa de vino es como pintar el momento culminante de una
coronación y omitir la corona; al dejarse este detalle esencial, o ha fracasado
por completo el artista o da a entender que pinta otra cosa muy distinta de lo
que parece.
A tal extremo que nos lo señala
como un hereje, nada menos: como alguien que sí tenía creencias religiosas,
pero éstas se hallaban en contradicción y quién sabe si en guerra con las de la
ortodoxia cristiana. Y también otras obras de Leonardo, como fuimos
descubriendo, subrayan sus peculiares obsesiones heréticas con ayuda de una
imaginería coherente y meticulosamente aplicada, lo cual seguramente no habría
sucedido si el artista fuese un incrédulo atento sólo a ganarse la vida. Esas
inclusiones y esos símbolos que nadie le había encargado eran mucho, mucho más
que la reacción humorística del escéptico frente a semejante encargo. No era lo
mismo que, digamos, pintar un san Pedro con nariz de payaso. Lo que estamos
viendo en la Última Cena y las demás obras es el código secreto de Leonardo da
Vinci, y creemos que tiene una sorprendente actualidad en relación con el mundo
de hoy.
Se podrá argumentar que, creyera
lo que creyera Leonardo, no sería más que el capricho de un solo hombre, y lo
que es más, de un hombre notoriamente raro, que fue en vida un amasijo de contradicciones.
Tal vez era, como se ha dicho, un solitario, pero sabía organizar y animar las
fiestas como nadie; despreciaba las supersticiones, pero se han encontrado en
sus cuentas anotaciones de honorarios pagados a astrólogos; era vegetariano y
muy cariñoso con los animales, pero su ternura raras veces se extendió a la
raza humana cuando practicaba disecciones de cadáveres obsesionado por estudiar
la anatomía, y asistía a las ejecuciones públicas para observar la agonía de
los condenados; era un pensador profundo pero se complacía inventando
acertijos, adivinanzas pueriles y bromas pesadas.
Ante una personalidad tan
complicada, es fácil pensar que sus opiniones particulares en materia de
religión y filosofía quizá fueron algo o muy excéntricas. Por este motivo nos
hallaríamos tentados a desdeñar sus posibles ideas heréticas como cosa
desprovista de importancia para nosotros. Y si bien se admite generalmente que
Leonardo fue hombre de inmenso talento, la vanidad de nuestro siglo «moderno»
tal vez resta importancia a sus conocimientos. Al fin y al cabo, cuando él
nació apenas acababa de inventarse la imprenta. Un inventor solitario de una
época tan atrasada, ¿puede tener algo que ofrecer a un mundo que se mantiene
continuamente informado navegando por la Red, y que es capaz de comunicarse por
teléfono o fax, en cuestión de segundos, con gentes de otros continentes que ni
siquiera habían sido descubiertos en aquella época?
A esto se puede contestar de dos
maneras. La primera, y usando una paradoja, que Leonardo no fue un genio de los
del montón. Muchos saben que dibujó máquinas voladoras y primitivos tanques
militares, pero algunos de sus inventos fueron tan inconcebibles en la época
que algunos estudiosos un poco inclinados a lo fantástico han llegado a sugerir
si tuvo visiones del futuro. Su dibujo de una bicicleta, por ejemplo, no fue
descubierto sino hacia finales de los años sesenta.
Pero, a diferencia de los
ridículos armatostes que han ido marcando la evolución real de la bicicleta
desde la época victoriana, la bicicleta de Leonardo tenía ya las dos ruedas de
igual tamaño y mecanismo de transmisión por cadena y piñón. Aunque hay una
pregunta más intrigante que el dibujo en sí, y es qué motivos podía tener él
para inventar una bicicleta. Porque la humanidad siempre ha tenido el afán de
volar como las aves, pero no deja de causar extrañeza el deseo de pedalear por
los caminos de entonces, bastante menos que perfectos, en precario equilibrio
sobre dos ruedas (y además no figura en ninguna leyenda clásica, a diferencia
del vuelo). Da Vinci predijo también el teléfono, entre otras muchas
pretensiones futuristas a la fama.
Admitiendo que Leonardo fuese
incluso más genial de lo que conceden los libros de Historia, queda todavía la
cuestión de si supo algo que pudiese ejercer una influencia importante por
significado o por difusión cinco siglos después. Con más motivo podríamos
preguntarnos qué relevancia tienen para nuestro tiempo y lugar las enseñanzas
de un rabí del siglo I, pero prescindamos de eso, porque también es cierto que
algunas ideas son universales y eternas, y la verdad, si se logra descubrirla o
definirla, esencialmente nunca pierde vigencia por más siglos que transcurran.
Sin embargo lo que nos interesó
de Leonardo no fue su filosofía (declarada o tácita) ni su arte. Sino la más
paradójica de sus obras, la que gozando de una fama extraordinaria se conoce
menos: ésa fue la que nos lanzó a una profunda investigación sobre Leonardo.
Como hemos detallado en nuestro libro anterior, fue el Maestro quien
confeccionó el falso Santo Sudario, del que durante mucho tiempo se creyó que
había recibido milagrosamente la impronta con la imagen de Jesús en el momento
de su muerte.
En 1988 la prueba del carbono 14
demostró que la impostura debió de ser obra de un puñado de creyentes fanáticos
de finales de la Edad Media o principios del Renacimiento; no obstante para
nosotros la imagen seguía siendo muy digna de atención, y aun es poco decir.
Predominaba en nuestras mentes el problema de la identidad del impostor, pues
el creador de semejante «reliquia» no podía por menos que ser un genio.
El Santo Sudario, y esto lo
reconocen cuantos han escrito acerca de él, tanto a favor como en contra de su
autenticidad, se comporta como una fotografía. Es decir, que tiene un curioso
aspecto de negativo fotográfico, lo cual significa que no se ven a simple vista
sino unas manchas, y sólo al positivarlo invirtiendo los valores de claro y
oscuro se manifiesta la imagen que contiene. Como no se conoce ninguna obra de
pintor ni calco funerario que presente tal efecto, éste se interpreta por parte
de los partidarios de la autenticidad como la prueba de su origen milagroso. En
cambio nosotros hemos descubierto que la imagen de la Sindone se comporta como
una fotografía precisamente porque lo es.
Pues sí, aunque parezca increíble
de entrada, el Sudario de Turín es una fotografía. Nosotros, con la ayuda de
Keith Prince, hemos reconstruido la técnica original que creemos se utilizó, y
somos los primeros que hemos logrado reproducir características del Sudario
para las cuales hasta ahora nadie había encontrado explicación. Y aunque los
defensores de la hipótesis milagrosa decían que no era factible, lo hicimos con
medios sumamente sencillos. Utilizamos una cámara oscura (en esencia, un cajón
con un agujero de muy pequeño diámetro), una tela impregnada con una capa
fotosensible en la que utilizamos productos que podían conseguirse fácilmente
en el siglo XV, y una larga y paciente exposición.
Aunque eso sí, el asunto de
nuestro experimento fotográfico fue un busto femenino de escayola, muy lejos de
la categoría del modelo original. Pues, aunque la cara que aparece en la
Sindone no sea, como muchos han afirmado, la de Jesús, evidentemente es el
semblante del mismo impostor. En resumen, el sudario de Turín es, entre otras
muchas cosas, una fotografía de quinientos años de antigüedad y el retratado no
es otro sino Leonardo da Vinci.
Ahora bien, y pese a algunas
afirmaciones más bien curiosas en contrario, eso no pudo ser obra de un devoto
creyente cristiano. El Sudario de Turín, una vez positivado, muestra lo que
parece ser el cuerpo martirizado y ensangrentado de Jesús. Vamos a recordar
aquí que ésa no es una sangre vulgar, sino el propio vehículo de la redención
humana. A nuestro modo de ver, nadie que se atreviese a falsificar dicha sangre
podría ser considerado un creyente... como tampoco sería posible tener el
mínimo respeto por la persona de Jesús y suplantar la imagen de éste por la de
uno mismo. Leonardo hizo lo uno y lo otro con meticulosa habilidad y,
sospechamos, con cierto regocijo secreto.
Desde luego, le constaba que la
supuesta imagen de Jesús —pues nadie llegaría a darse cuenta de que se trataba
del propio artista florentino—, estaba destinada a ser venerada por un gran
número de peregrinos, incluso en vida de él mismo. Por lo que sabemos, bien
pudo quedarse a un lado, de incógnito, contemplando el espectáculo: eso
cuadraría muy bien con lo que conocemos de su carácter.
Pero, ¿sería capaz de imaginar
siquiera el número aproximado de peregrinos que se persignarían delante de su
imagen en el decurso de los siglos? ¿Que algunas personas inteligentes se
convertirían al cristianismo después de haber visto ese rostro bello y
atormentado? ¿Pudo prever que la idea vigente en la cultura occidental en
cuanto al aspecto físico de Jesús iba a quedar en buena parte determinada por
la imagen de la Sindone? ¿Que algún día millones de personas de todo el mundo
reverenciarían la imagen de un herético homosexual del siglo XV en lugar de su
Dios amado, y que literalmente Leonardo da Vinci iba a convertirse en la
figuración de Jesucristo?
Nos parece que el Sudario no anda
lejos de haber sido la superchería más ofensiva de la Historia, así como la más
creída. Pero, aunque haya engañado a millones de personas, hay ahí algo más que
un homenaje al arte de la broma de mal gusto. Creemos que Leonardo aprovechó la
oportunidad de crear la reliquia cristiana más impresionante como vehículo para
dos cosas: una técnica innovadora, y la puesta en clave de una creencia
herética.
En aquella época paranoica y
supersticiosa habría sido demasiado peligroso el publicar esa primitiva técnica
fotográfica, y los acontecimientos no tardarían en corroborarlo. Sin duda
Leonardo se divirtió cuando tomaba sus disposiciones para asegurarse de que su
prototipo fuese conservado amorosamente por el mismo clero al que detestaba.
Naturalmente también es posible que esa custodia eclesial se haya producido por
simple coincidencia, como un capricho más del destino en un caso ya de por sí
memorable. Pero nos parece que responde más bien a una pasión de control total
que era peculiar de Leonardo, y en este caso, como vemos, quiso llevarla mucho
más allá de la tumba.
Además de ser un fraude y la obra
de un genio, el Sudario de Turín presenta ciertos símbolos que subrayan las
obsesiones particulares del mismo Leonardo y que también aparecen en otras
obras, éstas más generalmente aceptadas como suyas. Por ejemplo, en la base del
cuello del personaje que estuvo envuelto en el Sudario hay una clara línea de
discontinuidad. Cuando se convierte la imagen completa en un «mapa de contorno»
usando las técnicas computarizadas más modernas, vemos que la línea define la
base de la imagen de la cabeza por delante, a lo cual sigue una indefinición,
digamos, un espacio sin imagen, y luego ésta vuelve a concretarse en la parte
superior del tórax.
Nos parece que ello obedece a dos
causas. La primera es puramente práctica, porque la imagen frontal es un
montaje. El cuerpo es verdaderamente el de un crucificado, y el rostro es el de
Leonardo, así que esa línea de discontinuidad indica, tal vez necesariamente,
el «empalme» de las dos imágenes. Pero en este caso el falsificador era un
maestro del oficio y le habría resultado fácil difuminar o repintar la
reveladora línea de separación. Pero ¿y si en realidad Leonardo no quiso
quitarla? ¿Y si la dejó deliberadamente, como referencia destinada a quienes
tuviesen «ojos para ver»?
Por otra parte, ¿qué concebible
herejía puede transmitir el Sudario de Turín, ni aunque esté en clave? Sin duda
hay un límite para los símbolos que sea posible ocultar en la sencilla y cruda
imagen de un crucificado desnudo... y que además, ha sido analizada por muchos
de los mejores científicos utilizando el instrumental más perfeccionado. Aunque
volveremos sobre esta cuestión a su debido tiempo, adelantemos aquí que es
posible contestar a estas preguntas considerando desde una perspectiva nueva
dos aspectos principales de la imagen.
El primero guarda relación con la
abundancia de sangre que parece haber corrido por los brazos de Jesús, detalle
que contradice a primera vista la ausencia simbólica del vino en la pintura de
la Última Cena, pero que refuerza de hecho ese punto concreto. El segundo se
refiere a la línea de delimitación tan obvia entre la cabeza y el cuerpo, como
si hubiese querido Leonardo aludir a una decapitación... Pero Jesús no fue
decapitado, que sepamos, y la imagen es un montaje. Se nos está diciendo que
consideremos las imágenes de dos personajes diferentes, pero que estuvieron
íntimamente relacionados de alguna manera. Si admitimos esto, no obstante, ¿por
qué se colocaría al decapitado «por encima» del crucificado?
Como veremos, esta pista de la
cabeza cortada en el Sudario de Turín no viene sino a reforzar los símbolos de
otras muchas obras de Leonardo. Hemos observado ya cómo el anómalo personaje
femenino «M» de la Última Cena parece amenazado por una mano que hace el gesto
de cortar su esbelto cuello, y cómo también el mismo Jesús es amenazado por un
índice levantado delante de su rostro en un ademán que parece de advertencia, o
quizás es un recordatorio, o ambas cosas a la vez. En la obra de Leonardo, el
índice levantado es siempre, en todos los casos, una alusión directa a Juan el
Bautista.
Este santo, el supuesto precursor
de Jesús, el que anunció al mundo «éste es el Cordero de Dios», y dijo de sí
mismo que no era digno siquiera de desatarle las sandalias, fue de suprema
importancia para Leonardo, si juzgamos por su omnipresencia en la obra
conservada. Obsesión en sí misma bien curiosa, tratándose de un hombre que,
según nos dicen los racionalistas modernos, nunca tuvo en demasiada estima la
religión. Si los personajes y las tradiciones del cristianismo no significaban
nada para él, difícilmente habría dedicado tanta atención y trabajo a un santo
determinado, como lo hizo con el Bautista.
Una y otra vez vemos en Juan la
influencia dominante de la vida de Leonardo, tanto a nivel consciente, en sus
obras, como en el plano sincrónico de las coincidencias que rodearon esa vida.
Casi como si el Bautista le hubiera seguido a todas partes. Por ejemplo, es el
santo patrono de su estimada ciudad de Florencia, y también le está consagrada
la catedral de Turín donde se expone la reliquia del Santo Sudario. Y la última
pintura de Leonardo, la que se encontró en su cámara mortuoria junto con la
Mona Lisa y nadie reclamó, representaba a Juan el Bautista, lo mismo que la
única escultura suya que ha llegado hasta nosotros (y que ejecutó a medias con
Giovan Francesco Rustici, un notorio ocultista).
Ese dedo índice levantado —que
vamos a llamar «el gesto de Juan»— aparece también en un cuadro de Rafael, La
Academia de Atenas (1509). Aquí es el venerable personaje de Platón quien hace
el ademán, pero teniendo en cuenta las circunstancias la alusión no es tan
misteriosa como cabría suponer. En realidad el modelo que posó como Platón no
fue otro sino el mismo Leonardo y le vemos haciendo un gesto que además de ser
en alguna manera suyo característico, sin duda tenía un profundo significado
para él (y posiblemente también para Rafael y otros de su círculo).
Por si alguien cree que estamos
exagerando la importancia de lo que hemos llamado «el gesto de Juan», veamos
otros ejemplos en la obra de Leonardo.
Aparece en varias pinturas suyas
y, como hemos dicho, siempre tiene el mismo significado. En su Adoración de los
Magos, empezada en 1481 pero nunca terminada, el ademán lo exhibe un espectador
anónimo que está detrás de un promontorio sobre el cual crece un algarrobo.
Cuando uno contempla el cuadro difícilmente se fija en este personaje, ya que
la atención se dirige inevitablemente hacia lo que uno creería es el tema
principal, es decir, corno sugiere el título, la adoración de la Sagrada Familia
por parte de los «sabios de Oriente», o magos.
La Virgen, bella y en actitud
ensimismada, con el niño Jesús sobre la rodilla, no ha recibido color y tiene
un aspecto insípido. Los magos se arrodillan para ofrecer los presentes que le
llevan al niño, mientras se arremolina al fondo una multitud que suponemos ha
acudido también para rendir homenaje a la madre y al niño. Pero, al igual que
la Última Cena, esta pintura sólo superficialmente es cristiana y vale la pena
echarle una ojeada más detenida.
Nadie dirá que los adoradores del
primer término sean ejemplos de salud y belleza. Flacos, casi cadavéricos, las
manos se alzan pero no en gesto de reverencia sino casi como garras de
pesadilla dirigidas hacia la pareja central. Los magos traen sus regalos, pero
sólo dos de los tres legendarios. Vemos que ofrecen incienso y mirra, pero
falta el oro. Para un observador de la época de Leonardo el oro significaba,
además de fortuna inmediata, la realeza, y eso es lo que no se le ofrece a
Jesús.
Cuando miramos detrás de la
Virgen y de los magos vemos un segundo grupo de adoradores. Éstos parecen mucho
más sanos y normales, pero si nos fijamos bien observaremos que no miran a la
Virgen ni al niño para nada. Parece como si la veneración se dirigiese a las
raíces del algarrobo, detrás del cual hay un hombre haciendo «el gesto de
Juan». Y el algarrobo se halla tradicionalmente asociado a... Juan el Bautista.
En el ángulo inferior derecho del
cuadro hay un joven deliberadamente vuelto de espaldas a la Sagrada Familia.
Existe coincidencia en que se trata del mismo Leonardo, pero la explicación que
se propone comúnmente para su actitud es algo floja: que el artista se juzgaba
indigno de mirarla de frente. Pues sabemos que Leonardo no simpatizaba con la
Iglesia; además su autorretrato como Tadeo o Judas en la Última Cena también se
aparta significativamente del Redentor, como viniendo a subrayar una reacción
emocional muy fuerte en cuanto a los personajes centrales del relato cristiano.
Y puesto que Leonardo nunca fue un paradigma de devoción, ni de modestia, no es
verosímil que tal reacción le fuese inspirada por un exceso de humildad ni de
reverencia.
Volviendo al hermoso e
inquietante boceto de La Virgen y el Niño con Santa Ana (1501), que tiene la
fortuna de poseer la londinense National Gallery, de nuevo hallamos elementos
que deberían sorprender al observador —aunque rara vez ocurre— con sus
implicaciones subversivas. El dibujo presenta a la Virgen y el Niño con santa
Ana (la madre de María) y Juan Bautista niño. A lo que parece, el niño Jesús
está bendiciendo a su primo Juan, quien mira hacia arriba con expresión
meditativa, mientras santa Ana contempla fijamente y de cerca el semblante
ensimismado de su hija... y hace el «gesto de Juan», pero con mano curiosamente
grande y masculina.
Ahora bien, ese índice alzado se
eleva por encima de la diminuta mano de Jesús que bendice, como dominándola en
sentido literal y también metafórico. Y aunque la Virgen está sentada en una
postura muy incómoda, casi «a la jineta», como montaban antiguamente las
mujeres, en realidad la postura más extraña es la de Jesús, a quien sostiene la
Virgen casi como empujándole a bendecir, como si le hubiese traído al cuadro
sólo para que lo hiciera pero apenas consiguiera retenerlo allí. Mientras tanto
Juan se apoya tranquilamente contra la rodilla de santa Ana, bastante ajeno al
honor con que se le distingue. ¿Es verosímil que la misma madre de la Virgen
esté recordándole algún secreto relacionado con Juan?
Según la nota que publica la
National Gallery, algunos expertos en arte a los que extraña el aspecto juvenil
de santa Ana y la anómala presencia de Juan el Bautista especulan si la obra no
representa en realidad a María con su prima Isabel... la madre de Juan. Lo cual
parece plausible, y si ellos tienen razón, corrobora el argumento.
La aparente inversión de los
papeles habituales de Jesús y de Juan se ve asimismo en una de las dos
versiones de la Virgen de las Rocas que debemos a Leonardo. Los historiadores
del arte nunca han explicado satisfactoriamente por qué hay dos versiones, una
de las cuales se expone actualmente en la National Gallery de Londres, y la
otra, mucho más interesante para nosotros, en el Louvre de París.
El encargo originario lo hizo una
cofradía llamada de la Inmaculada Concepción, e iba a servir como imagen
central de un tríptico para el altar de la capilla que tenía dicha hermandad en
la iglesia de San Francisco Mayor de Milán (los laterales del tríptico se
encargaron a otros pintores). El contrato, fechado el 25 de abril de 1483, todavía
existe y arroja una interesante luz sobre la obra encargada... y la que
recibieron en realidad los cofrades.
En el documento se especifican
con claridad la forma y las dimensiones de la pintura, lo cual era de rigor
porque el marco del tríptico ya existía. Lo curioso es que las dos versiones
terminadas por Leonardo cumplen la especificación, así que no sabemos por qué
repitió el encargo. Pero podemos aventurar una suposición acerca de esas
interpretaciones divergentes, y no tiene mucho que ver con el perfeccionismo y
sí con la percepción de la potencia explosiva de lo realizado.
En el contrato se especifica
también el tema de la pintura. Se trataba de representar un acontecimiento que
no figura en los Evangelios, pero estaba presente en la leyenda cristiana desde
hacía mucho tiempo. Es el relato de cómo, durante la huida a Egipto, José,
María y el niño Jesús se refugiaron en una cueva del desierto, donde hallaron
al infante Juan Bautista bajo la protección del arcángel Uriel.
La intención de esta leyenda
estriba en solucionar una de las dudas más obvias y más molestas que plantea el
relato del bautismo de Jesús conforme a los Evangelios. ¿Qué necesidad tenía
Jesús de bautizarse si había nacido exento de pecado, y siendo así que ese rito
es una ablución simbólica mediante la cual se limpia uno de sus pecados y se
compromete a vivir santamente en el futuro? ¿Por qué el Hijo de Dios iba a
someterse a un evidente acto de autoridad por parte del Bautista?
La leyenda refiere que durante el
encuentro fortuito entre los dos santos infantes, Jesús le concedió a su primo
Juan autoridad para que le bautizara cuando ambos fuesen mayores. Por varias
razones nos parece una ironía de la Historia que la cofradía confiase tal
asunto precisamente a Leonardo, pero también podemos sospechar que éste quedó
encantado con el encargo... para hacer de él una interpretación exclusivamente
suya, al menos en una de las versiones.
De acuerdo con las costumbres de
la época, los cofrades solicitaban una pintura vistosa y fastuosa, con dorados
de pan de oro y muchos querubines y espíritus de profetas veterotestamentarios
como relleno. Pero lo que recibieron fue bastante distinto, a tal punto que se
estropearon las relaciones entre ellos y el pintor, y todo culminó en un pleito
que se arrastró durante más de veinte años.
Leonardo eligió representar la
escena con el mayor realismo posible y sin personajes ajenos. Él no quería
querubines gordezuelos ni severos profetas bíblicos anunciadores de desgracias.
En efecto casi diríamos que practicó un reduccionismo excesivo en cuanto a las
dramatis personae, ya que no aparece san José para nada aunque el cuadro supuestamente
pinta la huida de la Sagrada Familia a Egipto.
La versión del Louvre, que fue la
primera, presenta a una Virgen con túnica azul que rodea con su brazo protector
a un niño, mientras que el otro infante forma grupo con Uriel. Lo curioso es
que los dos niños parecen idénticos, y más curioso todavía, el que está con el
ángel bendice al otro, y es el niño de María quien se arrodilla sumisamente.
Por eso los historiadores del arte han supuesto que Leonardo, cualesquiera que
fuesen sus motivos, eligió colocar el niño Juan al lado de María. Al fin y al
cabo no hay etiquetas que identifiquen a los personajes, y sin duda el niño con
más autoridad para bendecir era Jesús.
Hay otras interpretaciones de
este cuadro, sin embargo, que no sólo sugieren mensajes subliminales de gran
intensidad y nada ortodoxos, sino además refuerzan los códigos utilizados por
Leonardo en otras obras. Tal vez el parecido de los dos niños sugiere en este
caso la idea de que Leonardo trató de confundir deliberadamente sus identidades,
él sabría por qué. Y si bien María abraza en ademán de protección al niño Juan,
según se admite generalmente, en cambio la derecha se alarga sobre la cabeza de
«Jesús» en un gesto que casi parece de hostilidad, o lo que Serge Bramly, en su
reciente biografía de Leonardo, describe como «evocación de los espolones de un
águila».
Uriel apunta enfrente, al niño de
María, pero la enigmática mirada se dirige hacia el observador, lo cual también
es significativo puesto que se aparta de la Virgen y el niño. Lo más admisible
y fácil sería interpretar el ademán y la postura como un señalamiento de cuál
de ellos es el Mesías, pero hay otras posibles explicaciones.
¿Qué pasa si el niño que está con
María en la versión del Louvre de la Virgen de las Rocas es Jesús, como
parecería lo más lógico, y el otro, el que está con Uriel, es Juan? Recordemos
que en ese caso, Juan bendice a Jesús y éste se somete a la autoridad de aquél.
Uriel, en su función especial como protector de Juan, ni siquiera tiene por qué
mirar a Jesús. Y María, mientras protege a su hijo, alza una mano amenazadora
por encima de la cabeza del infante Juan.
Bastantes centímetros por debajo
de esa palma extendida hallamos la de Uriel que señala; el uno con el otro,
ambos gestos parecen abarcar alguna clave críptica. Como si Leonardo quisiera
indicarnos un objeto, algo significativo, pero invisible, que debería estar en
el espacio comprendido entre ambas. En ese contexto no creemos arbitrario
sugerir que los dedos extendidos de María parecen estar colocando una corona
sobre una cabeza invisible, mientras que el índice estirado de Uriel corta
precisamente el espacio que correspondería al cuello. Esa cabeza virtual flota
por encima del niño que está con Uriel... así que resulta identificado tan
eficazmente como si lo hubiese etiquetado, en definitiva, porque, ¿cuál de los
dos murió decapitado? Entonces, si ése representa en verdad a Juan el Bautista,
él bendice a quien le es superior.
Pero cuando nos dirigimos a la
versión muy posterior de la National Gallery, resulta que aquí faltan todos los
elementos que se necesitaban para establecer esas heréticas deducciones... y
sólo ellos. Los dos niños son de aspecto bastante distinto, y el que está con
María lleva la cruz larga que tradicionalmente se asocia con el Bautista
(aunque bien es cierto que ese detalle pudo añadirlo otro pintor). Aquí la mano
derecha de María también se extiende por encima del otro niño, pero esta vez
sin sugerencia alguna de amenaza. Uriel no señala ni aparta la mirada de la
escena. Todo sucede como si Leonardo nos invitase al juego de «busca las
diferencias» y nos desafiase a sacar de esos detalles anómalos nuestras propias
conclusiones.
Este tipo de escrutinio de las
obras de Leonardo revela una plétora de segundas lecturas, provocativas e inquietantes.
El tema de Juan el Bautista parece repetirse en muchos lugares, a menudo por
medio de ingeniosos símbolos y señas subliminales. Y una y otra vez, él o las
imágenes que le representan se sitúan por encima de la figura de Jesús: incluso
en los símbolos astutamente incluidos en el Sudario de Turín, si no andamos
equivocados.
Tiene un cierto carácter obsesivo
esa insistencia de Leonardo, con el recurso a unas imágenes tan intrincadas,
por no hablar de lo mucho que arriesgaba al presentar públicamente una herejía
aunque que lo hiciese de una manera astuta y subliminal. Como hemos indicado
antes, tal vez la razón de que dejase sin terminar tantas obras suyas no fue el
perfeccionismo, como generalmente se cree, sino la conciencia de lo que podía
pasarle si alguien supiera ver por debajo del tenue barniz de ortodoxia el
contenido auténticamente «blasfemo» de lo que se estaba representando. Aunque
fuese un titán en lo intelectual y en lo físico, quizá no tenía muchas ganas de
atraer sobre sí la atención de las autoridades; con una sola experiencia tuvo
más que suficiente.
Obviamente, no le hacía ninguna
falta poner su propia cabeza en el tajo introduciendo semejantes mensajes
heréticos, en sus pinturas. Excepto si creyese apasionadamente en ellos. Como
ya hemos visto, lejos de ser el ateo materialista que tanto gusta a muchos
modernos, Leonardo fue un creyente profundo, sincero, sólo que su sistema de
creencias era totalmente contrario a lo que entonces constituía y todavía hoy
constituye la «línea general» del cristianismo. Era un seguidor de lo que hoy
llamaríamos «lo oculto».
Esta palabra tiene hoy día, para
muchos, connotaciones inmediatas y nada positivas. Se entiende que quiere decir
magia negra, o frivolidades de unos charlatanes degenerados, o ambas cosas a la
vez. En realidad la palabra «oculto» sólo significa lo que significa, como
cuando los astrónomos hablan de la «ocultación» de un cuerpo celeste por otro,
quedando aquél eclipsado.
En lo tocante a Leonardo se
convendrá en que, si bien algunos elementos de su biografía y creencias tienen
cierto relente a ritos siniestros y prácticas mágicas, lo que buscaba en
realidad y por encima de todo era el conocimiento. Y muchas de las cosas que
buscaba habían sido eficazmente «ocultadas» por la sociedad, y particularmente
por una organización tan ubicua como poderosa. En casi todos los países
europeos de la época, la Iglesia miraba con desconfianza cualquier género de
experimentación científica, y no se conformaba con mirar, sino que empleaba
medidas drásticas para silenciar a quienes se atreviesen a publicar opiniones
no ortodoxas o meramente particulares.
En cambio Florencia, donde nació
y se formó Leonardo, y en cuya corte principió realmente su carrera, era el
centro floreciente de una nueva ola de conocimiento. Y esto, aunque parezca
sorprendente, se debió por entero a haberse convertido la ciudad en refugio de
muy numerosos ocultistas y magos. Los primeros mecenas de Leonardo, la familia
de los Médicis, que eran entonces los amos de Florencia, fomentaban activamente
los estudios ocultistas y pagaban a eruditos para que buscasen determinados
manuscritos perdidos y, caso de ser encontrados, los tradujesen.
La fascinación que sintieron los
hombres del Renacimiento hacia lo arcano era bastante distinta de nuestra
afición a los horóscopos de los periódicos. Aunque hubo áreas de investigación
que hoy día, inevitablemente, nos parecerían ingenuidades o puras
supersticiones, otras muchas supusieron serios intentos de entender el Universo
y el lugar que el hombre ocupa en él.
Sin embargo, los magos pretendían
ir un paso más allá, y descubrir maneras de controlar las fuerzas de la
naturaleza. Desde este punto de vista tal vez no extrañará tanto que Leonardo,
precisamente él, participase activamente en la cultura oculta de su época y
situación. La distinguida historiadora Francés Yates llega al punto de sugerir
que toda la clave del ambicioso genio de Leonardo podría hallarse en las
nociones de la magia contemporánea.
En nuestro libro anterior hemos
detallado las filosofías que predominaban por aquel entonces en el mundo
ocultista de Florencia; resumiendo diremos aquí que los grupos de la época
hacían gran caso de la hermética, cuyo nombre deriva de Hermes Trismegisto,
gran mago egipcio, aunque probablemente legendario, cuyos libros ofrecían un
sistema coherente de magia. Con mucho la parte más importante del pensamiento
hermético era la idea de que el hombre es, en cierta manera, literalmente
divino. Y ese concepto por sí solo resultaba tan peligroso para el dominio de
la Iglesia sobre las mentes y los corazones de su grey, que necesariamente
debía anatemizarlo.
En la vida y la obra de Leonardo
ciertamente se encuentran numerosas demostraciones de principios herméticos. A
primera vista, sin embargo, parece existir una flagrante contradicción entre
profesar elaboradas ideas filosóficas y cosmológicas, y nociones heréticas, y
seguir concediendo tanta importancia a los personajes bíblicos.
(Hay que subrayar que las
creencias heterodoxas de Leonardo y su círculo no eran una mera reacción frente
a una Iglesia crédula y corrupta. Como ha demostrado la Historia, contra la
Iglesia de Roma existió en efecto una reacción fuerte, y nada clandestina, que
fue la Reforma protestante. Pero si Leonardo viviera hoy nos parece que tampoco
le encontraríamos militando en esa especie de Iglesia.)
Existen sin embargo muchas
pruebas de que los herméticos podían ser verdaderos herejes. Un fanático
representante del hermeticismo, Giordano Bruno (1548-1600), proclamó que sus
creencias derivaban de una antigua religión egipcia anterior al cristianismo, y
que eclipsaba a éste en importancia. Una parte de ese mundo oculto floreciente
—pero no tanto que pudiese atreverse, frente a la desaprobación de la Iglesia,
a ser otra cosa sino un movimiento clandestino— eran los alquimistas. Una vez
más, estamos ante un grupo víctima de un prejuicio moderno.
Hoy nos burlamos de ellos y los
tenemos por unos locos que perdieron el tiempo en el vano intento de convertir
los metales viles en oro; en realidad esa imagen era una pantalla útil para los
alquimistas serios, más preocupados por la verdadera experimentación
científica... y sobre todo, por la transformación personal y el consiguiente
dominio total del propio destino. Una vez más, no es difícil creer que un hombre
tan sediento de conocimiento como Leonardo pudo participar en ese movimiento y
tal vez ser incluso uno de sus principales inspiradores.
Aunque no tenemos prueba directa
de esa relación, sabemos que solía tratar con ocultistas fervientes de todas
las tendencias, y nuestros propios estudios sobre la falsificación del Sudario
de Turín sugieren vivamente que esta reproducción fue el resultado directo de
sus propios experimentos «alquímicos» (o mejor dicho, hemos llegado a la
conclusión de que el mismo arte de la fotografía fue, en tiempos, uno de los
grandes secretos alquímicos).
Para simplificar: es muy
improbable que Leonardo desconociera ningún sistema de conocimiento de los
disponibles en su tiempo, pero al mismo tiempo, y dados los riesgos que
implicaba el participar públicamente en ellos, es igualmente improbable que
hubiese consignado por escrito ninguna prueba de su participación. En cambio, y
como hemos visto, los símbolos y las imágenes que utilizó con reiteración en
sus obras supuestamente cristianas no es fácil que hubiesen merecido la
aprobación de las autoridades eclesiásticas, si éstas hubieran llegado a
sospechar la verdadera naturaleza de dichas obras.
Dicho esto, subsiste todavía que
una fascinación por las ideas herméticas no se compadece, en apariencia al
menos, con el género de preocupaciones que atribuyese una gran importancia a
Juan el Bautista... y al significado putativo de la mujer «M». De hecho fue
esta discrepancia lo que nos intrigó tanto que nos obligó a seguir
profundizando en nuestra investigación. Por supuesto podría argumentarse que lo
único que significa tanto dedo índice levantado es que un cierto genio del
Renacimiento estuvo obsesionado por el personaje de Juan el Bautista. Pero ¿no
era posible que existiera un significado más profundo tras la creencia personal
del propio Leonardo? ¿Y si el mensaje que leemos en sus pinturas fuese de
alguna manera realmente cierto?
Desde luego, en los círculos
ocultistas se viene manteniendo desde hace bastante tiempo que el Maestro fue
poseedor de un conocimiento secreto. Cuando empezamos a investigar su
participación en lo del Sudario de Turín escuchamos en esos círculos muchos
rumores en el sentido de que, en efecto, no sólo había intervenido en su
creación, sino que además se sabía que había sido un mago de cierto renombre.
Existe incluso un cartel
decimonónico que sirvió para anunciar el parisién Salón de la Rose + Croix (un
centro de reunión para ocultistas de aficiones artísticas), y representa a
Leonardo como Guardián del Santo Grial, lo cual se entiende, en esos círculos,
como sinónimo de Guardián de los Misterios. También en este caso hay que
reconocer que rumores más licencia artística no suman gran cosa en concepto de
prueba, pero sumados a todas las demás indicaciones que hemos expuesto antes,
ciertamente despertaron nuestra apetencia de saber más acerca del Leonardo
desconocido.
De momento habíamos puesto al
descubierto el motivo principal de la aparente obsesión de Leonardo, es decir,
Juan el Bautista. Si bien era natural que recibiese encargos de pintar o
esculpir a dicho santo de momento que vivía en Florencia, que como hemos dicho
lo tenía por patrono, también es cierto que Leonardo eligió libremente
aceptarlos. Y que el último retrato en que estaba trabajando antes de su
fallecimiento en 1519 —no encargado por nadie, sino emprendido por motivos
propios— era un Juan Bautista. A lo mejor era ésa la imagen que deseaba ver
cuando se hallase en su lecho de muerte. E incluso cuando se le pagaba para que
pintase una escena cristiana ortodoxa, él siempre que podía procuraba destacar
el papel del Bautista en ella.
Como hemos visto, sus imágenes de
Juan están sutilmente alteradas para transmitir un mensaje específico, por más
que fuese captado de modo imperfecto y subliminal. Desde luego pinta a Juan
como alguien importante, pero al fin y al cabo, fue el Precursor, heraldo y
pariente carnal de Jesús, así que no dejaba de ser lógico que se le reconociese
así su papel. Lo que no dice Leonardo es que el Bautista fuese inferior a Jesús
como cualquier otro humano. En su Virgen de las Rocas, el ángel apunta a Juan,
o así puede argumentarse, quien bendice a Jesús, y no lo contrario.
En la Adoración de los Magos, los
personajes normales y de aspecto sano veneran las raíces del algarrobo, el
árbol de Juan, no a los incoloros Virgen y Niño. Y el «gesto de Juan», el
índice extendido de la mano derecha que se levanta frente al rostro de Jesús en
la Última Cena, obviamente no es ningún ademán cariñoso ni solidario, sino que
parece estar diciendo de una manera, por decirlo con suavidad, bastante
amenazadora: «Acuérdate de Juan». Y esa otra obra de Leonardo, la más
desconocida, el Sudario de Turín, contiene el mismo tipo de simbolismo, con la
imagen de una cabeza supuestamente cortada puesta «encima» de un crucificado
clásico. El testimonio abrumador de los indicios es que para Leonardo, al
menos, Juan el Bautista era superior a Jesús.
A todo esto parecerá que Leonardo
fue la voz que clama en el desierto. A fin de cuentas, muchos grandes genios
han sido unos excéntricos, cuando menos. A lo mejor ése fue otro aspecto de su
vida en que anduvo lejos del rebaño, de los convencionalismos de su época, solo
e incomprendido. Pero nosotros también sabíamos, y ello desde el comienzo de
nuestras averiguaciones (hacia finales del decenio de los ochenta), que
recientemente habían aparecido pruebas, aunque de naturaleza muy
controvertible, que le relacionaban con una sociedad secreta poderosa y
siniestra.
Este grupo, que se afirma existió
desde varios siglos antes que Leonardo, incluyó a varios de los individuos y
las familias más influyentes de la Historia europea, y de acuerdo con algunas
fuentes existe todavía. Se dice que entre los promotores de esa organización
figuran no sólo miembros de la aristocracia, sino incluso algunas de las
figuras más eminentes de la vida política y económica actual, que la mantienen
viva en razón de sus propios objetivos particulares.
En nuestros comienzos tal vez
habíamos acariciado la idea de una vida tranquila en las galerías de arte,
dedicados a descifrar pinturas del Renacimiento. No podíamos andar más lejos de
la realidad.
EN LOS MUNDOS SUBTERRÁNEOS I PARTE
Nuestro estudio del «Leonardo
desconocido» estaba destinado a convertirse en un trayecto largo e
increíblemente complicado, más similar a una iniciación, digamos, que al simple
camino desde A hasta B. Durante este recorrido entramos en muchos callejones
sin salida, y nos metimos en mundos subterráneos habitados por gentes que
además de ser aficionadas a juegos siniestros gustan de hacerse agentes de la
desinformación y la confusión.
Con frecuencia nos mirábamos y
nos preguntábamos, aturdidos, cómo era posible que un simple estudio sobre la
vida y la obra de Leonardo da Vinci nos hubiese arrastrado a un mundo cuya
existencia ni siquiera creíamos posible fuera de las más recónditas películas
del gran surrealista francés Jean Cocteau, como su Orphèe, con la descripción
de un submundo accesible sólo gracias a la magia de los espejos, que era
preciso atravesar.
En realidad fue ese mismo
exponente de lo estrafalario, Cocteau, quien acabó por suministrarnos más
pistas y no sólo acerca de las creencias del mismo Leonardo, sino también sobre
la existencia de una tradición clandestina ininterrumpida que había compartido
las mismas preocupaciones. Descubrimos que Cocteau (1889-1963) había tenido que
ver con esa sociedad secreta, por lo visto, y más adelante comentaremos las
pruebas circunstanciales. Pero antes vamos a analizar otra clase de pruebas
mucho más inmediata, la de lo que hemos visto con nuestros propios ojos.
En sorprendente vecindad con las
luces y la agitación de la londinense Leicester Square se alza la recoleta
iglesia de Notre-Dame de France, sita en Leicester Place, bastante cerca de una
heladería de moda, pero notoriamente difícil de encontrar, porque la fachada no
se presenta con el esplendor que uno ha acabado por asociar con los templos
católicos de alguna importancia. Es fácil pasar de largo si uno no se fija, con
lo cual nos pasaría ciertamente desapercibido que su decoración difiere
significativamente de la de casi todas las demás iglesias cristianas.
Construida por primera vez en
1865 en un lugar vagamente vinculado a los caballeros templarios, Notre-Dame de
France quedó casi totalmente destruida por las bombas de los nazis durante el
blitz, y la reconstruyeron hacia finales de los años cincuenta. El visitante
que no se deja engañar por la modestia exterior se encuentra en un recinto
espacioso, alto y luminoso, como es típico en las iglesias católicas de diseño
moderno, o eso parece a primera vista. Prácticamente exenta de la recargada
estatuaria que suelen ostentar otros templos de mayor antigüedad, tiene no
obstante unas pequeñas lápidas con las estaciones del Vía Crucis, y sobre el
altar principal un tapiz que representa una Virgen joven y rubia a la que
veneran unos animales —y que recuerda un poco la estética disneyana más cursi,
pero todavía dentro de lo aceptable como representación de una María
adolescente—, así como algunos santos de escayola en sus capillas a uno y otro
lado.
A mano izquierda del visitante según
se mira hacia el altar mayor hay una capilla donde no se venera ninguna
estatua, pero que tiene un culto de seguidores sui generis. Los visitantes
acuden para admirar y fotografiar un mural muy peculiar que hay allí, obra de
Jean Cocteau, quien lo acabó en 1960. La iglesia expende orgullosamente
tarjetas postales con la reproducción de su propia y justamente famosa obra
maestra.
Pero, al igual que sucede con las
pinturas «cristianas» de Leonardo, ésta, cuando se contempla con atención,
también revela un simbolismo bastante menos que ortodoxo. Y la comparación con
la obra de Leonardo no es casual en modo alguno. Incluso teniendo en cuenta el
salto cronológico de 500 años, ¿no podríamos decir que él y Cocteau han
colaborado de alguna manera a través de los siglos?
Antes de volver nuestra atención
hacia la curiosidad de Cocteau, echemos una ojeada genérica al templo de
Notre-Dame de France. Aunque no sea un caso único, desde luego es inusual que
una iglesia católica tenga planta circular, que además aquí queda subrayada por
varios detalles más.
Por ejemplo, hay una curiosa
cúpula con luz central, decorada con un dibujo de anillos concéntricos que
podría interpretarse, sin forzar demasiado la interpretación, como una
telaraña. Y los muros tienen tanto en el interior como en el exterior un motivo
de cruces de brazos iguales alternadas con más círculos.
La iglesia de posguerra, aunque
nueva, tiene a orgullo el haber incorporado en su construcción una losa
procedente de la catedral de Chartres, la joya más espléndida en la corona de
la arquitectura gótica... y como aún nos tocaría descubrir luego, foco de
determinados grupos cuyas creencias religiosas no han sido ni de lejos tan
ortodoxas como querrían hacernos creer los libros de Historia.
Se podrá objetar que no hay nada
especialmente profundo ni siniestro en la inclusión de dicha piedra: al fin y
al cabo, durante la guerra esa iglesia fue lugar de encuentro de representantes
de la Francia Libre, y un pedazo de Chartres debió de constituir para ellos,
seguramente, símbolo conmovedor de todo cuanto la patria representa. Sin
embargo, nuestra investigación iba a demostrar que había mucho más que eso.
Todos los días entran en
Notre-Dame de France muchas personas, tanto londinenses como forasteras, para
rezar y asistir a los oficios religiosos. O mejor dicho, parece ser una de las
iglesias más ocupadas de Londres, y además sirve de cómodo refugio a muchos
indigentes de las calles, que son acogidos allí con gran caridad. Pero es el
mural de Cocteau el imán que atrae a la mayoría de los visitantes que acuden a
ella como parte del circuito turístico de Londres, si bien algunos optan por
quedarse un rato para disfrutar de ese oasis de calma en medio de la agitación
y el estrépito de la capital.
En principio el fresco tal vez
decepciona, porque al igual que otras muchas obras de Cocteau parece apenas
abocetado con algunos colores sobre una superficie lisa de enlucido. Representa
la Crucifixión: alrededor de la víctima los espantados soldados romanos, las
mujeres afligidas, los discípulos. Tiene desde luego todos los ingredientes de
una escena clásica de la Crucifixión, pero tal como sucede con la Última Cena
de Leonardo, vale la pena echar una ojeada más detenida, más crítica y tal vez
podríamos decir, con mayor esfuerzo del sentido común.
El personaje central, la víctima
de la más horrible forma de suplicio a muerte, bien podría ser Jesús, pero
también es cierto que no podemos estar seguros porque sólo se le ve de las
rodillas abajo.
La parte superior del cuerpo no
se muestra. Y al pie de la cruz hay una rosa enorme de color púrpura.
En primer término vemos un
personaje que no es romano ni discípulo, uno que se ha vuelto de espaldas a la
cruz y parece seriamente trastornado por la escena que acaba de ver.
En verdad debió de ser un
acontecimiento consternante, como siempre lo es la muerte de un hombre en tales
circunstancias; y hallarse presente mientras todo un Dios encarnado derramaba
su sangre sería sin duda terrible, indescriptiblemente traumático. Pero la
expresión de ese personaje no es la del filántropo entristecido, ni la del
seguidor confundido por la pérdida de su maestro.
A fuer de sinceros hay que decir
que la ceja fruncida, la mirada de soslayo, componen la mueca de un testigo
desengañado, incluso con un algo de repugnancia. La reacción es la de alguien
ni remotamente inclinado a doblar la rodilla para rendir culto, sino que
manifiesta su opinión de igual a igual.
¿Quién es ese que así expresa su
desaprobación al hallarse presente en el acontecimiento más sagrado de la
cristiandad? No es otro sino el mismo Cocteau. Y si recordamos que Leonardo se
pintó a sí mismo apartando la mirada de la Sagrada Familia en la Adoración de
los Magos, y de Jesús en la Última Cena, podremos decir que hay, al menos, un
parecido familiar entre todas esas pinturas. Pero cuando averiguamos que, según
aseguran algunos, ambos artistas fueron miembros de la alta jerarquía de una
misma sociedad secreta herética, ¡imposible resistirse a continuar la
investigación!
Sobre la escena brilla un sol
negro que difunde sus rayos oscuros por el cielo en derredor. Delante de él hay
un personaje de pie, posiblemente un hombre, cuyos ojos salientes vueltos hacia
arriba, y vistos de perfil contra el horizonte, presentan un notable parecido
con unos pechos erguidos. Cuatro soldados romanos adoptan posturas épicas
alrededor de la cruz, con las jabalinas colocadas en ángulos extraños y, a lo
que parece, significativos. Uno de ellos lleva escudo, el cual muestra la
enseña de un halcón estilizado. A los pies de dos de ellos hay un paño sobre el
cual se han echado unos dados. La suma total de los puntos que muestran es
cincuenta y ocho.
Un joven de aspecto
insignificante se halla con las manos unidas al pie de la cruz; su mirada algo
inexpresiva se vuelve vagamente hacia una de las dos mujeres representadas en
la escena. Éstas a su vez parecen unidas por un amplio contorno en «M» justo
debajo del hombre cuyos ojos parecen pechos. La de más edad, abrumada por el
dolor, mira hacia abajo y diríamos que derrama lágrimas de sangre; la otra está
literalmente más distante, y aunque se encuentra cerca de la cruz toda ella
parece alejarse. La figura en «M» muy abierta se repite en el frontis del
altar, situado justo delante del mural.
La última figura de la escena, al
extremo derecho, es un hombre de edad indeterminada. Está de perfil y el único
ojo visible se ha dibujado con la inconfundible forma de un pez.
Algunos comentaristas han
señalado que los ángulos de las lanzas definen la figura de un pentagrama, lo
cual de ser cierto constituiría un detalle nada ortodoxo en una escena
cristiana tan tradicional. Pero esto, aunque intrigante, no entra en nuestro
estudio actual. Como hemos visto, es verdad que hay algunos vínculos aparentes,
por más que superficiales, entre los mensajes subliminales de las obras
religiosas de Leonardo y de Cocteau, y lo que requiere nuestra atención es el
uso común de ciertos símbolos.
Los nombres de Leonardo da Vinci
y Jean Cocteau figuran en la lista de Grandes Maestres de la que pretende ser
una de las sociedades secretas más antiguas y más influyentes de Europa, el
Prieuré de Sion o Priorato de Sión. Muy controvertida, su misma existencia ha
sido puesta en duda algunas veces; en consecuencia han sido ridiculizadas sus
supuestas actividades y su repercusión, ignorada.
Al principio nosotros también
participábamos de este tipo de reacción, pero cuando proseguimos nuestras
investigaciones echamos de ver que desde luego la cuestión no era tan sencilla.
En el mundo de habla inglesa el
Priorato de Sión llamó por primera vez la atención no antes de 1982, cuando su
existencia fue dada a conocer por el muy vendido libro The Holy Blood and the
Holy Grail, de Michael Baigent, Richard Leigh y Henry Lincoln; en el país de
origen, Francia, la opinión pública empezó a saber algo desde comienzos de los
años sesenta.
Se trata de una orden
simili-masónica o de caballería con ciertas ambiciones políticas y, a lo que
parece, una influencia considerable entre bambalinas. Dicho esto, es
considerablemente difícil formular una opinión definida acerca del Priorato,
quizá porque toda la institución tiene en sí cierto carácter quimérico. Sin
embargo, no tenía nada de ilusorio la información que nos facilitó un portavoz
del Priorato a quien conocimos hacia comienzos de 1991 en una reunión
resultante de una serie de cartas bastante extrañas que nos enviaron después de
una tertulia radiofónica sobre el Sudario de Turín.
Hemos contado ya en nuestro libro
anterior cómo se produjo esa cita ligeramente surrealista; bastará decir aquí
que un tal «Giovanni», a quien nunca hemos conocido sino bajo dicho seudónimo,
italiano y sedicente alto jerarca del Priorato de Sión, había realizado un
meticuloso seguimiento de nuestras personas prácticamente desde el comienzo de
la investigación acerca de Leonardo y del Sudario.
Por razones que él conocería,
finalmente decidió hablarnos de algunos de los intereses de aquella
organización, y tal vez incluso conseguir que desempeñáramos algún papel en sus
proyectos. Esa información acabó figurando en gran parte —después de una
verificación por nuestra parte, a veces no poco tortuosa— en nuestro libro
sobre el Santo Sudario, pero otro volumen de información comparable quedó fuera
de la obra por no guardar ninguna relación con ella.
Pese a las implicaciones muchas
veces sorprendentes, o escandalosas, de las revelaciones de Giovanni, nos vimos
obligados a tomárnoslas en serio casi todas, sencillamente porque las
averiguaciones realizadas por nosotros independientemente las corroboraban. Por
ejemplo la imagen del Sudario de Turín se comporta como una fotografía porque
lo es, conforme hemos logrado demostrar. Y si como él afirmaba, la información
de Giovanni verdaderamente procedía de los archivos del Priorato, entonces
teníamos desde luego un motivo para atender sus puntos de vista... quizá con
una dosis de saludable escepticismo, pero no desde la descalificación previa
como muchos de sus detractores.
Desde nuestra primera incursión
en el mundo secreto de Leonardo comprendimos a no tardar que si la misteriosa
sociedad realmente había sido parte integrante de su existencia, quedaban
explicados los móviles de una gran parte de sus actos. Y si en efecto hubiese
formado parte de una poderosa red clandestina, del tipo que fuese, posiblemente
también tuvieron que ver algo con ella sus influyentes mecenas, como Lorenzo de
Médicis y Francisco I de Francia. Sí parece que hubo una organización en la
sombra detrás de las obsesiones de Leonardo, pero ¿sería realmente el Priorato
de Sión como afirman algunos?
Si las pretensiones del Priorato
son ciertas, era ya una organización venerable cuando reclutó a Leonardo entre
sus filas. Pero cualquiera que fuese su antigüedad, debió de ejercer un
atractivo poderoso, tal vez extraordinario, para el joven artista y para
algunos de sus colegas del Renacimiento, no menos incrédulos que él. Tal vez
ofrecía, como la moderna masonería, no menos ventajas materiales y sociales,
como facilitar la carrera del joven artista en las principales cortes europeas
de la época.
Pero eso no explicaría la
evidente profundidad de las creencias del propio Leonardo, por extrañas que nos
parezcan. Si participó en algo, ese algo interesó a su espíritu tanto como a
sus conveniencias materiales.
La influencia reservada del
Priorato de Sión se debe al menos en parte a la sugerencia de que sus miembros
son y han sido siempre los custodios de un secreto tan trascendental, que si
alguna vez llegase a hacerse público sacudiría los mismos cimientos de la
Iglesia y del Estado. El Priorato de Sión, llamado a veces la Orden de Sión o
la Orden de Nuestra Señora de Sión, entre otros títulos secundarios, retrotrae
su fundación al año 1099, durante la primera Cruzada, e incluso entonces sólo
fue cuestión de formalizar un grupo cuya guarda de un conocimiento explosivo
databa de mucho antes.
Decían hallarse en el origen de
los templarios, esa curiosa orden medieval, de caballeros mitad monjes mitad
soldados, de siniestra reputación. El Priorato y los templarios llegaron a ser,
dicen, prácticamente la misma organización, presidida por un mismo Gran
Maestre, hasta que sufrieron un cisma y emprendieron caminos separados en 1188.
El Priorato continuó bajo el
caudillaje de una serie de Grandes Maestres entre los que figuraron algunos de
los nombres más ilustres de la Historia, como sir Isaac Newton, Sandro Filipepi
(más conocido como Boticelli), Robert Fludd, el filósofo ocultista inglés... y,
naturalmente, Leonardo da Vinci, de quien se dice que presidió el Priorato
durante los últimos nueve años de su vida.
Entre sus líderes más recientes
se cita a Victor Hugo, Claude Debussy, y al pintor, escritor, comediógrafo y
cineasta Jean Cocteau. Y aunque no fuesen Grandes Maestres, el Priorato cuenta
entre sus seguidores a otras luminarias de todas las épocas, como Juana de Arco,
Nostradamus (Michel de Notre Dame) e incluso el papa Juan XXIII.
Aparte de dichas celebridades, la
historia del Priorato de Sión comprende supuestamente a varias de las
principales familias reales y aristocráticas de Europa, durante muchas
generaciones. Citemos los d’Anjou, los Habsburgo, los Sinclair y los
Montgomery.
La finalidad declarada del
Priorato consiste en proteger a los descendientes de la antigua dinastía real
de los merovingios, que reinaron en lo que hoy es Francia desde el siglo V
hasta el asesinato de Dagoberto II a finales del siglo VII.
Por el contrario, los críticos
dicen que el Priorato de Sión no existe sino desde los años cincuenta y está
formado por un puñado de mitomaníacos sin auténtica influencia, unos
monárquicos afectados por ilimitadas manías de grandeza.
Tenemos, pues, a un lado las
pretensiones del propio Priorato en cuanto a su pedigrí y raison d’être, al
otro las afirmaciones de sus detractores. Enfrentados a este abismo
aparentemente insalvable, hay que confesar que albergábamos grandes dudas en
cuanto a proseguir la investigación por esa línea. En cualquier caso, nos
dábamos cuenta de que si bien toda valoración acerca del Priorato se
descomponía lógicamente en dos partes —la cuestión de su existencia en tiempos
recientes y la de sus pretensiones históricas—, el asunto era complicado y nada
de lo relacionado con esa organización aparece nunca con claridad.
A los escépticos, la primera
vinculación dudosa o contradicción aparente los lleva a denunciar todo el
cotarro como un absurdo flagrante de principio a fin. Pero convendría recordar
que nos las tenemos con unos fabricantes de mitos, a los que con frecuencia
importa más transmitir ideas poderosas e incluso escandalosas por medio de
imágenes arquetípicas, que comunicar la verdad escueta.
La existencia moderna del
Priorato es indudable. En nuestro trato con Giovanni nos persuadimos de que él
al menos no era un embaucador al uso, y se podía confiar en sus informaciones.
No sólo nos proporcionó datos preciosos en cuanto al Sudario de Turín, sino
también otros detalles sobre diversos individuos actualmente comprometidos con
el Priorato y otras organizaciones esotéricas, tal vez aliadas de éste, tanto
en el Reino Unido como en el resto de Europa.
Por ejemplo, citó como miembro de
la organización a un asesor literario que había colaborado con uno de nosotros
hacia los años setenta. A primera vista lo que nos decía Giovanni acerca de
dicho sujeto nos pareció una maquinación por parte de aquél, y no poco
maliciosa, hasta que al cabo de unos meses sucedió algo muy extraño.
Por una sorprendente
coincidencia, pues estamos seguros de que no fue otra cosa, ese mismo asesor literario
asistió en noviembre de 1991 a un banquete que daba una amiga nuestra en un
restaurante elegido por ella, pero que no estaba cerca de su casa de Home
Counties, sino a dos pasos de la de uno de nosotros. Por eso nos quedamos
asombrados al ver que una de las personas citadas por Giovanni se presentaba
entre los invitados, como quien dice en nuestra propia puerta. Seguimos en
contacto después y nos invitó a su casa de Surrey. Él y su esposa son muy
sociables y no fue ningún sacrificio para nosotros el relacionarnos con ellos,
aunque poco a poco fue desvelándose un hecho: él era miembro del Priorato de
Sión.
Nuestras relaciones durante ese
período culminaron en una invitación para asistir a una celebración después de
las Navidades en la citada casa de campo. El acontecimiento fue fastuoso, pero
cordial, y todos los invitados además de mostrarse encantadores y cosmopolitas
evidenciaron un extraordinario interés hacia nuestro trabajo sobre Leonardo y
el Santo Sudario.
Un interés un tanto insólito,
podríamos decir ahora retrospectivamente. Fue muy halagador pero un poco
inquietante, habida cuenta de que todos ellos eran banqueros de categoría
internacional.
Sabíamos ya que nuestro anfitrión
era miembro de alguna organización de tipo masónico. Resultó que pese a su
sempiterna jovialidad, algunas veces algo estruendosa, era también un ocultista
practicante. Esto nos consta en parte porque nos lo dijo él mismo. La jugada
obviamente nos pareció deliberada; estaba claro que deseaba que supiéramos algo
en cuanto a las aficiones ocultas suyas y de su círculo... pero ¿el qué
exactamente? Cualesquiera que fuesen sus propósitos secretos, acabábamos de
enterarnos de que el Priorato tenía un nutrido seguimiento de cultos e
influyentes hombres y mujeres en el mundo de habla inglesa.
Giovanni había citado entre los
miembros del Priorato a cierto director de una editorial londinense, también
conocido nuestro. Aunque no pudimos verificar su pertenencia a dicha
organización, sí descubrirnos que su afición a lo oculto iba más allá de los
ocasionales artículos y libros que él mismo escribía sobre el tema bajo
diversos seudónimos.
Además había desempeñado un papel
significativo en la publicidad de The Holy Blood and the Holy Grail cuando este
libro fue publicado en 1982. (Y seguramente no será casualidad que tenga una
segunda residencia muy cerca de cierta población francesa que desempeña, como
veremos luego, destacado papel en el drama que rodea el Priorato de Sión.)
El hecho que aquí nos importa,
resultante de nuestras relaciones con esas personas, es que el moderno Priorato
de Sión no es, como dicen los críticos, la elucubración de un puñado de
franceses movidos por quimeras monárquicas. En virtud de nuestras experiencias
y contactos recientes, en nuestra mente no queda ninguna duda de que el
Priorato existe ahora de verdad.
En cuanto a los antecedentes
históricos que pretende, eso es otra cuestión.
Hay que convenir en que los
críticos del Priorato tienen un buen argumento cuando afirman que la primera
referencia documentada se retrotrae a fecha tan reciente como el 25 de junio de
1956. Resulta que según la ley francesa todas las asociaciones deben
obligatoriamente registrarse, por paradójico que eso parezca cuando hablarnos
de sociedades «secretas». Lo que declaró el Priorato ante el registro como
finalidad suya fue que se proponía facilitar «estudios y socorro mutuo a los
asociados», aserto que, además de positivamente pickwickiano con su tono de
banal altruismo, es un modelo de disimulo.
En la ocasión manifestaba una
sola actividad, consistente en publicar un periódico titulado Circuit y que,
según la terminología del mismo Priorato, debía servir «para información y
defensa de los derechos y libertades de los inquilinos de viviendas de renta
limitada» (foyers habitation â logement modéré en Francia). En el registro
figuraron cuatro funcionarios de la asociación, el más interesante de los
cuales —y ahora el más conocido— era un tal Pierre Plantard, director además de
Circuit.
Desde esa anodina declaración,
sin embargo, el Priorato de Sión ha sido dado a conocer a un público mucho más
amplio. No sólo se han dado a la imprenta sus estatutos, incluida la firma de
quien supuestamente fue Gran Maestre, Jean Cocteau (aunque esto, como es
natural, también puede ser una falsificación), sino que el Priorato ha
aparecido en varios libros, empezando en 1962 con Les Templiers sont parmi
nous, de Gérard de Sède, que incluía una entrevista con Pierre Plantard.
En el mundo de habla inglesa la
fama del Priorato aún tendría que esperar veinte años más. En 1982 apareció en
las librerías el fenomenal superventas de Michael Baigent, Richard Leigh y
Henry Lincoln The Holy Blood and the Holy Grail, y la controversia subsiguiente
hizo del Priorato un tema de moda en las conversaciones y debates para un público
mucho más amplio. Lo que este libro afirmaba en cuanto a la organización y
deducía de sus supuestos objetivos, lo comentaremos aquí más adelante.
De lo publicado hasta la fecha
resalta la figura de Pierre Plantard como personaje llamativo que domina a la
perfección el arte de los políticos, consistente en mirar cara a cara al
entrevistador mientras responden a la pregunta con una contestación distinta de
lo que se les ha pedido. Nacido en 1920, asomó por primera vez a la vida
pública en 1942, durante la ocupación alemana de Francia, cuando publicó un
periódico titulado Vaincre pour une jeune chevalerie, notablemente acrítico
frente al opresor nazi, o mejor dicho publicado con la aprobación del mismo.
Éste era oficialmente el órgano
de la Orden Alpha-Galates, una sociedad cuasimasónica y caballeresca con sede
en París, de la cual Plantard se hizo Gran Maestre a su temprana edad de
veintidós años. Publicaba sus editoriales, al principio, con la firma de
«Pierre de France», luego «Pierre de France-Plantard» y por último,
sencillamente, «Pierre Plantard».
Esta obsesión con lo que él
afirmaba ser la grafía correcta de su apellido se manifestó de nuevo cuando
adoptó el título más sonoro de «Pierre Plantard de Saint-Clair», que es el
nombre bajo el cual aparece en The Holy Blood and the Holy Grail, y el que usó
mientras fue Gran Maestre del Priorato de Sión entre 1981 y 1984 (actualmente
Vaincre es el título del boletín interno del Priorato, el cual publica Pierre
Plantard de Saint-Clair con la colaboración de su hijo Thomas).
Así pues, quien trabajó en
tiempos como delineante de un instalador de radiadores y supuestamente tuvo a
veces dificultades para pagar el alquiler, ejerció, sin embargo, una
considerable influencia en la Historia de Europa, pues fue Pierre Plantard de
Saint-Clair, bajo el seudónimo de «Captain Way», la eminencia gris de los
Comités de Salvación Pública que prepararon el retorno al poder del general
Charles de Gaulle en 1958.
Consideremos ahora la naturaleza
esencialmente paradójica del Priorato de Sión. Ante todo, ¿de dónde sale en
realidad la información pública acerca de esa organización, y qué crédito
merece? Como se ha escrito en The Holy Blood and the Holy Grail, la fuente
primaria es una colección de sólo siete enigmáticos documentos conservados en
la Bibliothèque Nationale de París y conocidos bajo el nombre de Dossiers
secrets.
A la primera inspección los tales
expedientes secretos no son más que un cajón de sastre lleno de genealogías y
textos históricos, con algunas obras alegóricas más recientes que se atribuyen
a autores anónimos, o que escriben bajo obvios seudónimos, o que no tienen nada
que ver con lo que se les atribuye. Muchas de estas alusiones se refieren a la
supuesta obsesión merovingia de la asociación y se centran en el famoso
misterio de Rennes-le-Château, la remota aldea languedociana que fue el punto
de partida de la Investigación de Baigent, Leigh y Lincoln (sobre lo cual
volveremos más adelante). Sin embargo, también emergen otros temas principales
que son mucho más significativos para nosotros y que trataremos en seguida. El
primer artículo de los expedientes secretos fue depositado en 1964, aunque esté
fechado en 1956. El último fue depositado en 1967.
Razonablemente podríamos hacer
caso omiso de buena parte del contenido de los expedientes o tomárnoslos como
una especie de chanza. Es la reacción inmediata, pero hay que precaverse contra
ella, porque nuestra experiencia del Priorato de Sión y de su modus operandi
nos indica que les agrada la desinformación deliberada y detallada. Detrás de
una cortina de humo compuesta de absurdos, tergiversaciones y ocultaciones, hay
un designio muy serio y muy perseverante.
Desde luego lo que ni en un
millón de años habría fascinado ni motivado por mucho tiempo a unos genios tan
grandes como Leonardo e lsaac Newton es el supuesto afán de restaurar el
desaparecido linaje de los merovingios a una posición de poder, cualquiera que
sea, en la Francia moderna.
A tenor de las pruebas, que se
hallan en los expedientes secretos, la demostración de la supervivencia de la
dinastía más allá de Dagoberto II, por no mencionar la de la prolongación clara
e inequívoca de dicho linaje hasta finales del siglo XX, es frágil en el mejor
de los casos, y novelesca para quien considere el asunto con predisposición
menos favorable.
Al fin y al cabo, cualquiera que
haya intentado reseguir su propio árbol genealógico dos o tres generaciones
atrás sabe hasta qué punto la empresa se vuelve pronto difícil y problemática.
Cuesta imaginar que hombres de la categoría de Isaac Newton y Leonardo quedasen
demasiado impresionados por la proposición de una sociedad británica, digamos,
que los invitase a colaborar en la restauración de los descendientes de Haroldo
II el Confesor (muerto por los hombres de Guillermo el Conquistador en 1066).
En cuanto al moderno Priorato de
Sión, la empresa de restaurar la dinastía merovingia se intuye bastante
dificultosa. No sólo está el problema de persuadir a la Francia republicana de
la conveniencia de retornar a la monarquía que rechazó hace más de un siglo; si
eso fuese posible, y si se lograse demostrar la continuidad de la línea de
sucesión merovingia, queda todavía que ese linaje en particular no puede
sustentar ninguna pretensión, porque en tiempos de los merovingios aún no
existía siquiera un Reino de Francia. Como ha dicho escuetamente el autor
francés Jean Robin, «Dagoberto fue [...] rey en Francia, pero en modo alguno
rey de Francia».
*
EN LOS MUNDOS SUBTERRANEOS II PARTE
Los Dossiers secrets serán un
absurdo total, pero da qué pensar la medida del esfuerzo y de los recursos que
se dedican a ellos y a sustentar sus pretensiones. Incluso el escritor francés
Gérard de Sède, que llenó muchas páginas alineando argumento tras argumento
para pulverizar la causa merovingia aducida en los expedientes, ha acabado por
admitir que se invirtió en ellos una cantidad de erudición y de recursos y
estudios académicos fuera de toda proporción con la supuesta finalidad. Aunque
irritado por «ese mito delirante», sin embargo saca la conclusión de que detrás
de todo eso hay un misterio auténtico. Un rasgo muy curioso de los dossiers es
la constante implicación que se insinúa entre líneas, a saber, que los autores
tuvieron acceso a archivos oficiales de la administración y la policía.
Por citar sólo dos ejemplos de
entre muchos: en 1967 se agregó a los dossiers un cuaderno intitulado Le
serpent rouge, atribuido a tres autores, Pierre Feugère, Louis Saint-Maxen y
Gaston de Koker, y fechado el 17 de enero de 1967, aunque el resguardo del
depósito en la Bibliothèque Nationale lleva fecha del 15 de febrero. Este
extraordinario texto de trece páginas, generalmente alabado como ejemplo de
talento poético, utiliza también simbolismos astrológicos, alegóricos y
alquímicos. Pero resulta que estamos ante un asunto siniestro, porque los tres
autores fueron hallados ahorcados con menos de veinticuatro horas de
diferencia, entre el 6 y el 7 de marzo de aquel mismo año.
Va sobreentendido que las muertes
fueron consecuencia de su colaboración como autores de Le serpent rouge. Pero
otras investigaciones ulteriores han demostrado que la obra fue añadida al
depósito de los dossiers el 20 de marzo, es decir, después de que aquéllos
fuesen hallados muertos, y que se falsificó deliberadamente el resguardo
antedatándolo a febrero.
Sin embargo, hay en esa extraña
historia algo todavía más chocante, y es que los tres supuestos autores no
tenían en realidad ninguna relación con ese panfleto, ni con el Priorato de
Sión si a eso viene... Por lo visto, alguien había aprovechado la ocasión de
aquellas tres muertes extrañamente coincidentes en el tiempo, y la puso al
servicio de sus propios y sin duda no menos extraños fines.
Pero ¿por qué? Tal como ha
señalado De Sède, solo transcurrieron trece días entre las tres muertes y el
depósito del cuaderno en la Bibliothèque Nationale; de manera que alguien
trabajó muy rápido, tanto es, así que da a entender que ese verdadero autor o autores
estaba(n) en el secreto de las investigaciones policiales.
Y Frank Marie, un escritor y
detective privado, ha demostrado de modo concluyente que la máquina de escribir
utilizada para elaborar Le serpent rouge volvió a serlo en la confección de
otros documentos posteriores de los expedientes secretos.
Está luego el caso de los falsos
documentos del Lloyds Bank. Unos supuestos pergaminos del siglo XVII hallados
por un cura francés a finales del siglo pasado, y que supuestamente demostraban
la continuidad del linaje merovingio, fueron comprados por un caballero inglés
en 1955 y depositados en una caja de una sucursal londinense del Lloyds Bank.
Aunque en realidad nadie ha visto esos documentos, se supo que existían cartas
que confirmaban el hecho de estar depositados, firmadas por tres destacados
hombres de negocios británicos, todos los cuales habían estado relacionados
anteriormente con los servicios secretos de su país.
Sin embargo, en el curso de su
investigación para The Messianic Legacy (la continuación de The Holy Blood and
the Holy Grail), Baigent, Leigh y Lincoln consiguieron demostrar que las cartas
eran falsificaciones... pero incorporaban en su confección partes de documentos
auténticos que exhibían las firmas auténticas, y copias de los certificados de
nacimiento de los tres hombres de negocios.
Sin embargo el punto más
significativo y de más largo alcance es que el falsificador, quienquiera que
fuese, debió de obtener esas partes de unos papeles auténticos en los archivos
de la administración francesa y por vías que implican seriamente a los
servicios secretos franceses.
Una vez más nos quedamos con una
fuerte sensación de extrañeza. La realización de tan complicada estratagema
debió de suponer una enorme cantidad de tiempo, esfuerzo y tal vez incluso
riesgo personal. Pero al mismo tiempo, y en última instancia, no se le ve
finalidad alguna. Aunque en este sentido el asunto no hace más que seguir la
vieja tradición de los servicios de inteligencia, donde casi nada es lo que
aparenta y los casos más sencillos a primera vista quizá no sean más que
operaciones de desinformación.
Hay buenas razones para recurrir
a paradojas, no obstante, e incluso a contrasentidos de lo más chocante. Lo
absurdo tiende a fijarse en la memoria; una argumentación ilógica que se nos
presenta como la demostración escrupulosa de una realidad ejerce sobre nuestra
mente inconsciente un efecto singularmente poderoso. Al fin y al cabo, ésa es
la parte de nuestro ser donde se originan nuestros sueños, los cuales funcionan
con el mismo tipo de paradojas y errores de ilación lógica. Y esa mente
inconsciente es la motivadora, la creadora, que una vez «enganchada» sigue
operando durante años por más subliminal que haya sido el mensaje, hasta
estrujar la última partícula de significado simbólico de lo que no era en
apariencia más que una parrafada de jerga sin sentido.
Los escépticos, que tan listos se
creen, muchas veces son sorprendentemente ingenuos, y eso proviene de que lo
ven todo blanco o negro, verdadero o falso, que es precisamente como les
conviene a determinados grupos que lo vean. Por ejemplo, ¿qué mejor sistema
para llamar la atención, por una parte, pero excluyendo por otra a los
entrometidos indeseables o al ocasional curioso despistado, sino presentar a la
opinión pública una información intrigante en apariencia, pero al mismo tiempo
virtualmente absurda?
Todo sucede como si la mera
aproximación a la realidad del Priorato constituyese en realidad una especie de
iniciación: si ésta no estaba destinada para ti, la cortina de humo te alejará
eficazmente de cualquier investigación más profunda. Pero si lo estaba por
alguna razón, no tardarás en recibir esa orientación adicional, o en descubrir
tú mismo por medio de una serie de sospechosas coincidencias esas informaciones
adicionales acerca de la organización, gracias a lo cual todo viene a encajar
repentinamente.
En nuestra opinión sería un gran
error desdeñar los Dossiers secrets sólo porque su mensaje explícito sea
demostrablemente implausible. El mucho trabajo que se han tomado en su
elaboración es un claro indicio de que tienen algo que ofrecer. Cierto que no
sería la primera vez que un desequilibrado víctima de una obsesión dedica toda
su vida a una tarea ímproba y totalmente inútil, de manera que el número de
horas dedicado al trabajo no implica de por sí que los resultados sean
merecedores de nuestra atención y respeto.
Pero cuando nos las tenemos que
ver con un grupo que evidentemente está desarrollando un complicado plan, esto
considerado en conjunto con todos los demás indicios y pistas (como se verá con
claridad más adelante), evidencia sin duda que algo pasa. O intentan decirnos
algo, o intentan ocultarnos algo... y sin embargo, siguen dejando caer
insinuaciones de que se trata de un asunto de importancia.
Así pues, ¿qué partido tomamos en
cuanto a las pretensiones históricas del priorato? ¿Se retrotraen
verdaderamente sus orígenes al siglo XI, que ya es, y ha contado en sus filas
con todos los nombres ilustres que dicen los expedientes secretos? En primer
lugar se puede aducir que siempre es difícil demostrar la existencia actual o
histórica de una sociedad secreta.
Por definición, cuanto más éxito
haya tenido en permanecer secreta más arduo será corroborar su existencia. No
obstante, si se logra demostrar la aparición reiterada de los mismos intereses,
temas y propósitos entre los que se afirma pertenecieron a ese grupo en
distintas épocas, sería plausible e incluso sensato postular que tal grupo ha
podido existir en realidad.
Por implausible que parezca la
nómina de los Grandes Maestres del Priorato (según viene dada en los Dossiers
secrets), el estudio de Baigent, Leigh y Lincoln estableció que no es una lista
arbitraria. Hay, en efecto, convincentes relaciones entre varios Grandes
Maestres sucesivos. Además de conocerse entre sí, y de estar estrechamente
emparentados en algunos casos, esas luminarias compartieron ciertos intereses y
preocupaciones.
Sabernos que muchos de ellos
estuvieron asociados con movimientos esotéricos y con otras sociedades secretas
como los francmasones, los rosacruces y la Compagnie du Saint-Sacrement, todas
las cuales tienen algunos objetivos comunes. Hay, por ejemplo, un tema
claramente hermético que discurre a través de sus publicaciones conocidas, una
emoción auténtica suscitada por la perspectiva de que el ser humano llegue a
convertirse en casi divino dada la extensión constante de las fronteras del
conocimiento.
Por otra parte nuestras
averiguaciones independientes, expuestas en nuestro libro anterior, han
confirmado que los individuos y las familias que en el decurso de los siglos
supuestamente intervinieron en los asuntos del Priorato son los mismos
mantenedores de lo que podríamos llamar el Gran Engaño del Santo Sudario.
Como ya hemos visto, tanto
Leonardo como Cocteau utilizaron simbolismos heterodoxos en sus obras
pictóricas supuestamente cristianas. Pese a la diferencia de 500 años, la
imaginería que el uno y el otro utilizan nos los representa como notablemente
constantes en lo suyo. Y en efecto, otros escritores y artistas plásticos de
los relacionados con el Priorato han incluido también motivos semejantes en su
producción. Lo cual comunica bastante fuerza a la hipótesis de que tomaron
parte en algún tipo de movimiento organizado en la clandestinidad, y que ya
debía de hallarse bien establecido en la época de Leonardo. Y puesto que se ha
afirmado que tanto éste como Cocteau fueron Grandes Maestres, si aceptamos sus
preocupaciones comunes como un indicio más parece razonable deducir que fueron
miembros destacados del Priorato de Sión, o por lo menos de algún grupo
bastante parecido.
Es irrefutable el conjunto de
pruebas que reúnen Baigent, Leigh y Lincoln en The Holy Blood and the Holy
Grail en cuanto a la existencia histórica del Priorato. Y en 1966 todavía
publicaron más pruebas, algunas de ellas debidas a otros estudiosos, en una
nueva edición revisada y puesta al día del mismo libro (el cual es lectura
obligada para quienquiera que se interese por este misterio).
Lo que demuestran las pruebas en
cuestión es que existió una sociedad secreta, en funcionamiento desde el siglo
XII, pero ¿es el moderno Priorato de Sión su legítimo heredero? Ciertamente, y
aunque no es forzoso que uno y otro grupo estén vinculados como se pretende, el
moderno Priorato da muestras de un conocimiento íntimo de la sociedad
histórica. A fin de cuentas, han sido sus miembros actuales quienes nos dieron
a conocer por primera vez la existencia del Priorato en el pasado.
Ahora bien, ni siquiera la
posesión de los archivos del Priorato antiguo implica necesariamente la
autenticidad de sus continuadores. El artista francés Alain Féral, quien como
pupilo de Cocteau colaboró con él y le conocía muy bien, en una conversación
reciente nos ha negado empecinadamente que su mentor hubiese sido Gran Maestre
del Priorato de Sión. Por lo menos, aseguró, en el sentido de que Cocteau no
tuvo nada que ver con la organización que luego ha tenido por Gran Maestre a
Pierre Plantard de Saint-Clair. No obstante Féral realizó sus propias
indagaciones en relación con determinados aspectos de la historia del Priorato
de Sión, en particular los relativos a la aldea languedociana de
Rennes-le-Château, y opina que los citados como Grandes Maestres en la lista de
los Dossiers secrets hasta Cocteau inclusive sí estuvieron vinculados por una tradición
clandestina auténtica.
En esta fase de nuestra
investigación decidimos no hacer caso de las ambiciones políticas que se
atribuye el Priorato moderno, para pasar a fijarnos en sus aspectos históricos,
aunque bien podía ser que éstos arrojasen alguna luz sobre aquéllas.
Los registros secretos, si
prescindimos de la mitomanía merovingia, conceden gran relevancia al Santo
Grial, a la tribu de Benjamín y a María Magdalena, personaje del Nuevo
Testamento.
Por ejemplo, en Le serpent rouge
figura la declaración siguiente:
“De aquellos a quienes deseo
liberar ascienden a mí los aromas del perfume que impregna el sepulcro. A quien
antiguamente llamaban algunos ISIS, la reina de los benéficos manantiales,
VENID A MÍ TODOS LOS AFLIGIDOS Y LOS DESAMPARADOS, QUE YO OS CONSOLARÉ, y
otros; MAGDALENA, la de la vasija famosa colmada de bálsamo reparador. Los
iniciados conocen su verdadero nombre: NOTRE DAME DES CROSS."
Este breve pasaje es intrigante
entre otras cosas porque las últimas palabras, Notre Dame des Cross, no tienen
ningún sentido (excepto si «Cross» fuese un apellido, aunque tampoco en este
caso resultan muy inteligibles). Des es un plural que puede significar «de los»
o «de las», pero cross ni siquiera es una palabra francesa, aunque naturalmente
significa «cruz» en inglés, así, en singular. Luego está la peculiar confusión
entre Isis y María Magdalena; a fin de cuentas la primera fue una diosa y la
segunda una «mujer caída», y son personajes de distintas culturas y sin ninguna
relación obvia entre sí.
Se diría, en efecto, que hay una
dificultad de entrada para poner en relación unos temas tan diversos en
apariencia como la Magdalena, el Santo Grial, la tribu de Benjamín —y no
digamos ya la diosa egipcia Isis— con el linaje merovingio. Los Dossiers
secrets explican que los francos sicambrios, de quienes descendían los
merovingios, eran de origen judío, o más exactamente eran la tribu perdida de
Benjamín, que emigró a Grecia y luego a la Germania, donde se convirtieron en
sicambrios.
Sin embargo los autores de The
Holy Blood and the Holy Grail complicaron el panorama todavía más. Según ellos
la importancia del linaje merovingio no era fantasía de un puñado de
monárquicos excéntricos. Con esta afirmación trasladaban todo el asunto a otro
terreno completamente distinto, y tal que desde luego captó la imaginación de
los millones de entusiastas lectores del libro. Decían que Jesús se había
casado con María Magdalena y que esa unión tuvo descendencia. Jesús sobrevivió
a la cruz, pero su mujer salió del país sin él, y se llevó los niños a una
colonia judía afincada en lo que hoy es el sur de Francia. Fueron los
descendientes de éstos quienes llegaron a ser caudillos de los sicambrios, y
así se creó el linaje real de los merovingios.
Con esta hipótesis la mayoría de
los temas del Priorato parece que encajan, pero arroja otros problemas
fundamentales por su cuenta. Como hemos visto, es imposible que ninguna línea
sucesoria, no importa de quién descienda, sobreviva en la forma «pura» que
sería necesaria para sustentar semejante campaña.
Es innegable que hay buenas
razones para propugnar que Jesús estuvo casado con María Magdalena —o por lo
menos tuvo algún tipo de relación íntima con ella—, sobre lo cual volveremos
luego con más detalle, e incluso que sobrevivió a la Crucifixión. En realidad,
y aunque muchos crean lo contrario, no fue necesario esperar a la obra de
Baigent, Leigh y Lincoln para que alguien propusiera esos dos asertos, que
habían sido discutidos entre numerosos académicos muchos años antes de la
publicación de The Holy Blood and the Holy Grail.
Las premisas subyacentes en su
argumentación tropiezan no obstante con una dificultad principal, y nuestros
autores tenían muy claro que así era, por lo cual evitaron escrupulosamente
llamar la atención sobre ella. Para ellos, los merovingios son importantes
porque eran descendientes de Jesús. Pero si éste sobrevivió a la cruz, sería
imposible decir que murió por la redención de nuestros pecados, ni que
resucitó. Según eso, no fue divino, ni era el Hijo de Dios. Siendo así, ¿para
qué íbamos a fijarnos en sus supuestos descendientes?, cabría preguntar.
En ese grupo de descendientes tan
traído y llevado figura, según se cree, nada menos que el mismo Pierre Plantard
de Saint-Clair. Pese al lenguaje hiperbólico que utilizan algunos comentaristas
cuando se refieren a esa hipótesis, cumple observar que él nunca ha pretendido
ser descendiente de Jesús. Nunca se subrayará lo bastante que lo que confiere a
la idea del linaje merovingio su pretendida importancia no es la idea cristiana
de que Jesús fue Dios encarnado, con lo cual sus descendientes habrían sido
divinos de alguna manera.
El fundamento de toda la creencia
es que como Jesús era del linaje de David y por tanto rey legítimo de
Jerusalén, ese título recae automáticamente en su familia futura, aunque sólo
sea en el plano teórico por ahora. El poder que se reclama para la conexión
merovingia no es divino, sino político.
Baigent, Leigh y Lincoln
obviamente construyen su teoría sobre afirmaciones encontradas en los Dossiers
secrets, pero en nuestra opinión fueron algo selectivos en cuanto a cuáles de
las pretensiones elegían citar como pruebas. Por ejemplo, los Dossiers dicen
que los reyes merovingios, desde su fundador Meroveo hasta Clodoveo (quien se
convirtió al cristianismo), eran «reyes paganos del culto a Diana». Sin duda
habría sido difícil compaginar esto con la idea de que fuesen descendientes de
Jesús o de una tribu judía.
Otro ejemplo de esta curiosa
selectividad por parte de Baigent, Leigh y Lincoln es el del «documento
Montgomery». Se trata, según ellos, de un «relato que apareció» en el archivo
particular de la familia Montgomery y les fue comunicado por un miembro de
ésta. Su fecha originaria no se conoce con seguridad, pero la versión que ellos
vieron databa del siglo XIX. Si lo valoraron fue porque, en esencia, respaldaba
las teorías aducidas en The Holy Blood and the Holy Grail, aunque naturalmente
no se podía pretender que fuese una prueba de ellas. Pero al menos establecía
que una de aquellas ideas —la de que Jesús estuvo casado con María Magdalena—
era conocida por lo menos un siglo antes de que ellos emprendieran su
investigación.
El documento Montgomery cuenta la
historia de Yeshua ben Joseph (Jesús hijo de José), casado con Miriam (María)
de Betania (personaje bíblico que muchos creen ser la misma persona que María
Magdalena). A consecuencia de una insurrección contra los romanos, María fue
detenida y si le devolvieron la libertad fue sólo porque estaba embarazada.
Entonces huyó de Palestina hasta recalar en la Galia (en lo que hoy es
Francia), donde dio a luz una hija.
Aunque se comprende fácilmente
por qué Baigent, Leigh y Lincoln traen a colación el documento Montgomery en
apoyo de su hipótesis, es extraño que, no profundizasen más en ciertos aspectos
del relato. En esta crónica se describe a María de Betania como «sacerdotisa de
un culto femenino»; lo mismo que la afirmación de que los merovingios adoraban
a la diosa Diana, ésta introduce en la historia un matiz claramente pagano,
difícilmente conciliable con la noción de que el principal interés del Priorato
tenga que ver con la continuidad del linaje del rey judío David, el cual
incluye a Jesús, como se sabe.
Es interesante observar que el
moderno Priorato se ha abstenido de confirmar ni desmentir la hipótesis de The
Holy Blood and the Holy Grail... y eso reaviva nuestras sospechas. ¿Será
posible que el Priorato de Sión esté jugando al escondite con nosotros?
Una cosa que empezábamos a ver
muy evidente era que la ambición motivadora del Priorato no podía ser el poder
puramente político que postulan Baigent, Leigh y Lincoln. Una y otra vez los
Dossiers citan personas, sean los propios Grandes Maestres u otras vinculadas
con el Priorato, que no fueron primordialmente políticos, sino ocultistas.
Por ejemplo Nicolás Flamel, gran
maestre desde 1398 hasta 1418, fue maestro alquimista; Robert Fludd (1595-1637)
era rosacruz; y más cerca de nuestra época, Charles Nodier (gran maestre de
1801 a 1844), uno de los más influyentes promotores de la renovación moderna
del ocultismo, Incluso sir Isaac Newton (gran maestre de 1691 a 1727), hoy más
conocido como científico y matemático, fue también devoto alquimista y
hermético, que poseía ejemplares de los manifiestos rosacruces y llenó los
márgenes de anotaciones de su puño y letra.
Y también está Leonardo da Vinci,
naturalmente, otro genio totalmente mal entendido por los modernos,
pareciéndoles que un intelecto tan agudo no podía ser si no producto de una
mentalidad materialista. En realidad, y tal como hemos visto, extraía sus
obsesiones de otras fuentes completamente distintas, y hacen de él un candidato
idóneo más a la nómina de los Grandes Maestres del Priorato.
Sorprende que, si bien reconocen
los intereses ocultos de muchos de estos personajes, Baigent, Leigh y Lincoln
no parezcan darse plena cuenta de lo que significaban tales obsesiones. Al fin
y al cabo, en muchos de esos casos lo oculto no era una afición ocasional, sino
la verdadera empresa principal de sus vidas. Y nuestra propia experiencia
indica que los individuos relacionados con el moderno Priorato también son
ocultistas asiduos.
Así pues, ¿qué secreto
concebiremos que fuese capaz de retener durante tanto tiempo la atención de las
mejores cabezas ocultistas del mundo, una vez, reconocido que la implausible
historia de los merovingios era una cortina de humo? Por más persuasivos e
innovadores que hayan sido los autores de The Holy Blood and the Holy Grail, su
explicación de los móviles y los objetivos del Priorato no acaba de darnos
satisfacción. Ocurre algo ahí, pero dado el esfuerzo que se le viene dedicando
desde hace siglos es muy poco probable que se trate únicamente de la
legitimidad de la monarquía francesa. Lo que sea debe implicar un peligro tan
grande para el statu quo que incluso ahora, pese al Siglo de las Luces y a todo
lo que ha sobrevenido después, hay que tenerlo en secreto, cuidadosamente
vigilado por una red clandestina de iniciados.
Casi desde el principio de
nuestro estudio sobre Leonardo y el Sudario de Turín tuvimos la invencible
sensación de que había en efecto un secreto, celosamente guardado por un
reducido grupo de elegidos. Conforme avanzaba nuestra investigación no podíamos
desprendernos de la sospecha de que los temas que íbamos detectando en la
biografía y la obra de Leonardo tenían un estrecho paralelismo con los que
descubríamos en el material difundido por el Priorato. Sin duda valía la pena
verificar las insinuaciones de que esos mismos temas estaban entretejidos
asimismo en la obra de Jean Cocteau.
Ya hemos descrito el mural de ese
artista en la iglesia de Notre Dame de France en Londres. Pero ¿qué relación
tendría ese imaginario de sorprendente originalidad con una obra muy anterior,
como la de Leonardo, y con un movimiento supuestamente esotérico e incluso
herético?
La semejanza más obvia con las obras
de Da Vinci es que el artista se autorretrata dando la espalda a la cruz. Como
ya hemos mencionado, Leonardo se pintó de esa manera a sí mismo, por lo menos
dos veces: en la Adoración de los Magos y en la Última Cena. Considerando la
expresión que pone Cocteau en su propio rostro, que es, cuando menos, de
profundo rechazo de toda la escena, no sería descabellado tratar de
parangonarla con la violencia que expresa Leonardo al apartarse de la Sagrada
Familia en la Adoración.
En el mural de Cocteau el crucificado
sólo se ve de rodillas abajo, lo cual implica cierta sospecha acerca de su
verdadera identidad. La curiosa ausencia global de vino que hemos visto en la
Última Cena también parece implicar un serio interrogante en cuanto a la
naturaleza del sacrificio de Jesús. El artista moderno va más allá y no
representa a Jesús en absoluto. Es también muy similar la utilización de la
envolvente en «M».
En la obra de Cocteau ésta enlaza
a las dos mujeres afligidas, que suponemos ser la Virgen María y María Magdalena.
Y de nuevo se da a entender que ésta se aleja del personaje de Jesús. Mientras
la madre baja la mirada y llora, la mujer más joven le vuelve la espalda. En la
Última Cena de Leonardo la «M» une a Jesús con ese «San Juan» tan
sospechosamente femenino... y esa mujer «M» se aparta de él tan lejos corno
puede, aunque al mismo tiempo parece que están unidos.
Otros simbolismos que se aprecian
en el mural de Cocteau, una vez conocemos las preocupaciones del Priorato de
Sión, se evidencian conectados con éste de una manera bastante explícita. Por
ejemplo, la suma de los puntos que dan los dados arrojados por los soldados es
cincuenta y ocho, y ése es el número esotérico del Priorato.
La rosa de color púrpura y
llamativo tamaño al pie de la cruz es una alusión nada oculta al movimiento
rosacruz, el cual se vincula estrechamente al Priorato y desde luego también a
Leonardo, como luego veremos.
También hemos dicho ya que los
miembros del Priorato no creen que Jesús muriese en la cruz, y algunas de sus
facciones opinan que fue un sustituto el que sufrió el suplicio en principio
destinado a aquél. Si nos atenemos exclusivamente a las imágenes del mural,
casi parece que Cocteau también pensaba así. Por ejemplo, no sólo no se ve el
semblante de la víctima, sino que además se incluye un personaje inhabitual en
las representaciones de la Crucifixión. Es el hombre del lado derecho, puesto
de perfil, cuyo ojo presenta inconfundiblemente la figura de un pez, siendo
ésta seguramente una alusión al nombre en clave que daban a «Cristo» los
cristianos de las catacumbas.
¿Quién representa ser ese hombre
con el ojo de pez? Atendida la noción del Priorato, según la cual no era Cristo
el clavado en la cruz, ¿no sería posible que ese personaje añadido fuese el
mismo Jesús? ¿Creeremos que el sedicente Mesías se quedó a contemplar la
tortura y muerte de un figurante? Si eso fuese cierto, es fácil imaginar sus
emociones.
Volvamos a la mujer «M» que
aparece tanto en la pintura de Leonardo como en la de Cocteau, y que
seguramente es María Magdalena en ambos casos. Teniendo en cuenta ahora que
según las creencias del Priorato estaba casada con Jesús, eso explicaría su
presencia en la Última Cena, sentada a la derecha de su esposo, así como el
hecho de vestir prendas que son reflejo invertido de las de él, de quien es «la
otra mitad».
Es cierto que una tradición no
muy conocida de los tiempos medievales y Comienzos del Renacimiento asegura que
la Magdalena estuvo presente en la Última Cena. Pero Leonardo hizo saber que el
personaje sentado a la derecha de Jesús en su versión era san Juan,
¿Qué motivos tendría para tal engaño? ¿Fue quizás una manera de conferir un
poco más de potencia subliminal a sus imágenes? Al fin y al cabo, si el autor
nos dice que ha pintado un hombre y nuestro cerebro nos dice que es una mujer,
la confusión hará que sigamos debatiendo el asunto en el plano inconsciente
durante mucho tiempo.
Nuestro misterioso informador
Giovanni nos dejó, como para atormentarnos, una pregunta: « ¿Por qué los
Grandes Maestres se llamaron siempre Juan?». Al principio nos pareció que sería
una especie de alusión no muy disimulada al seudónimo elegido por él mismo, y
que quizá quería dar a entender que su lugar en la jerarquía no era de los más
ínfimos. En realidad quería llamar la atención sobre otro asunto mucho más
significativo.
Aunque los Grandes Maestres
adoptan en la organización el sobrenombre de Nautonnier o «timonel», también
reciben el nombre de Jean, «Juan», o si son mujeres, Jeanne, «Juana». Por
ejemplo, Leonardo aparece en sus listas como Jean IX. Vale la pena mencionar
que aun tratándose de una orden de caballería tan antigua, el Priorato asegura
haber practicado siempre la igualdad de oportunidades en su sociedad secreta, y
cuatro de sus Grandes Maestres han sido mujeres. (En la actualidad una de las
secciones francesas del Priorato está al mando de una mujer.)
Sin embargo esa política es
totalmente coherente con la verdadera naturaleza y los objetivos de Priorato
según hemos llegado a entenderlos.
Los títulos que usa el Priorato
en su organización jerárquica dan una idea de sus preocupaciones. De acuerdo
con los estatutos, por debajo del Nautonnier hay un grado compuesto por tres
iniciados que reciben el nombre de Prince Noachite de Notre Dame, y debajo de
éste otro de nueve individuos que son Croisé de Saint Jean, es decir «cruzados
de San Juan» (aunque éstos aparecen rebajados a constable en las versiones más
recientes de dichos estatutos).
La escala tiene seis grados más,
pero el organismo director está formado por los tres principales, que totalizan
los trece miembros de mayor categoría. Dicho organismo tiene el nombre de
Archikyria, en el que reconocemos el tratamiento de respeto griego kyria
equivalente al moderno «Señora». Pero más concretamente, en el mundo
helenístico de los últimos siglos a.C. era un epíteto de la diosa Isis.
El primer Gran Maestre de la
sociedad fue, conviene mencionarlo, un Juan verdadero: Jean de Gisors,
aristócrata francés del siglo XII. Pero el acertijo está en que el nombre de
adopción dentro del Priorato fue «Jean II». De ahí las cogitaciones de los
autores de The Holy Blood and the Holy Grail:
Una cuestión principal fue,
naturalmente, ¿qué Juan? ¿Juan el Bautista? ¿Juan el evangelista, el «discípulo
predilecto» del Cuarto Evangelio? ¿O Juan el Divino, el autor del Apocalipsis?
Parece que debió de ser uno de
esos tres [...] Así pues, ¿quién fue Juan I?
Otro «Juan» relacionado con el
asunto y que da mucho que pensar es el mencionado en un libro de 1982,
Rennes-le-Château: capitale secrète de l’histoire de France, por Jean-Pierre
Deloux y Jaeques Brétigny. Se sabe que ambos autores estaban íntimamente
relacionados con Pierre Plantard de Saint-Clair —por ejemplo, en los años
ochenta formaban parte del entourage de éste, cuando fueron a verle Baigent,
Leigh y Lincoln—, y desde luego él colaboró en el libro, y no poco. Es pura
propaganda del Priorato, en realidad, y explica cómo se formó la sociedad.
(Deloux y Brétigny también
escribieron artículos sobre el Priorato de Sión en la revista L’Inexpliqué, un
papel esotérico según algunos fundado y financiado por el Priorato.)
Según esta narración, la
intención principal había sido formar un «gobierno secreto» cuya cabeza visible
sería Godofredo de Bouillon, uno de los caudillos de la Primera Cruzada. En
Tierra Santa, Godofredo se encontró con una organización llamada la Iglesia de
Juan y el resultado fue que formó «un magno designio», y «puso su espada al
servicio de la Iglesia de Juan, esa Iglesia esotérica e iniciática que representaba
la Tradición: aquélla basada en la primacía del Espíritu». De ese magno
designio nacieron tanto el Priorato de Sión —esa organización que siempre pone
a sus grandes maestres el nombre de «Juan»— como los caballeros templarios.
Y tal como dice Pierre Plantard
de Saint-Clair a través de Deloux y Brétigny:
Así, a comienzos del siglo XII
aparecían reunidos los medios espirituales y temporales que iban a permitir la
realización del sueño sublime de Godofredo de Bouillon; la Orden del Temple
sería la espada de la Iglesia de Juan y el portaestandarte de la primera
dinastía, y las armas obedecerían al espíritu de Sión.
El resultado de este ferviente
«juanismo» iba a ser un «renacimiento espiritual» que «trastornaría toda la
Cristiandad». Pese a su evidente importancia para el Priorato, este énfasis
alrededor de «Juan» seguía envuelto en la más extraordinaria oscuridad: al
principio de esta investigación ni siquiera sabíamos qué Juan era el así
reverenciado. Pero ¿a qué razones obedece tanta oscuridad? ¿Por qué no dicen de
una vez a qué Juan se refieren? ¿Y por qué el reverenciar a cualquiera de los
santos Juanes, por enfervorizadamente que sea, iba a constituir una amenaza
para los propios fundamentos de la cristiandad?
Al menos es posible aventurar una
suposición en cuanto a qué Juan tiene en mente el Priorato, si la obsesión de
Leonardo por el Bautista vale como indicio. Pero como hemos visto, la idea que
el Priorato tiene de la misión de Jesús dista de ser ortodoxa, y no parecería
lógica tanta reverencia hacia el hombre que supuestamente no fue más que el
precursor del Mesías, a menos que el Priorato, como Leonardo, reverenciase a
Juan el Bautista por encima de Jesús mismo.
Ésa no es una idea baladí.
Porque, de existir alguna razón para creer que el Bautista era superior a
Jesús, entonces las consecuencias sí serían inconcebiblemente traumáticas para
la Iglesia. E incluso si la opinión del «juanismo» se fundara en un equívoco,
son indudables los efectos que ejercería esa creencia si se diese a conocer más
ampliamente. Sería casi como la herejía definitiva... y los Dossiers secrets
insisten reiteradamente sobre el carácter anticlerical de los descendientes de
los merovingios y cómo fomentaron positivamente la herejía. Parece como si el
Priorato quisiera transmitir la idea de que la herejía es buena cosa, por
alguna razón concreta que él sabe.
Comprendimos que la supuesta
herejía del Bautista tendría repercusiones asombrosas, y que si queríamos
averiguar más acerca del Priorato iba a ser necesario que encarásemos la cuestión
de Juan el Bautista. Aunque al principio no estábamos seguros de encontrar
ningún indicio que corroborase tal herejía.
En ese momento los únicos
indicios que teníamos en cuanto a las creencias del Priorato sobre el Bautista
eran la manifiesta obsesión de Leonardo con el personaje, y el hecho de que
aquél llamase «Juanes» a sus grandes maestres. A decir verdad no teníamos
ninguna esperanza sería de hallar nada más consistente. Pero andando el tiempo
descubrimos pruebas mucho más sólidas de que el Priorato era, efectivamente,
parte de una tradición juanista de ese género.
Con o sin pruebas que lo
confirmasen, era posible que muchas generaciones de miembros del Priorato
albergasen esa creencia herética, pero ¿significa eso que ésta fuese parte del
gran secreto que supuestamente poseen y guardan con tanta tenacidad?
El otro personaje del Nuevo
Testamento que tiene una significación inmensa para el Priorato es, como hemos
visto reiteradamente, María Magdalena. Los autores de The Holy Blood and the
Holy Grail explican que esa importancia reside concreta y exclusivamente en el
(supuesto) hecho de estar casada con Jesús y ser la madre de sus hijos.
Pero considerando la admiración
menos que moderada que la figura de Jesús inspira al Priorato, esa explicación
parece bastante floja. Se diría que esa organización le atribuye a la Magdalena
una importancia a título propio, en lo cual el papel de Jesús resulta casi
irrelevante. Como en el relato del «documento Montgomery», donde su función se
limita a ser el padre de la criatura y después de eso no vuelve a intervenir
para nada en los acontecimientos. Casi nos sentimos inducidos a proponer que
incluso sin Jesús, esa mujer tiene algo que le confiere una significación
suprema.
En una fase ulterior de nuestra
investigación logramos ponernos en contacto con Pierre Plantard de Saint-Clair
y formularle algunas preguntas sobre el interés del Priorato hacia María
Magdalena. Recibimos una respuesta de Gino Sandri, el secretario de Plantard,
un italiano residente en París, y dicha contestación, aunque breve y concisa,
es un ejemplo de la famosa capacidad de intriga del Priorato.
Decía que tal vez estaría en
condiciones de prestarnos alguna ayuda pero « ¿quizá tienen ustedes ya
información acerca de ese tema?». Evidentemente «apuntaba» a algo que sabía de
nosotros, pero decidimos tomárnoslo como un cumplido indirecto. Parecía dar a
entender que ya teníamos toda la información que pudiéramos necesitar, a falta
de sacar las deducciones oportunas, pero que esto último nos correspondía a
nosotros. Otro detalle malicioso de la carta de Sandri: aunque matasellada el
día 28 de julio, la había fechado el 24 de junio, día de San Juan Bautista.
Para cualquier observador ajeno a
la cuestión, la existencia de una relación más o menos esotérica entre María
Magdalena y Juan el Bautista es puro trabajo de imaginación, porque ni siquiera
consta que se conocieran, según los textos conocidos de los Evangelios. Sin
embargo, tenemos ahí lo que parece un secreto muy antiguo que los asocia
inequívocamente, y los venera a ambos. ¿Hay algo en esos personajes del siglo I
que dé pie a esa tradición tan duradera, por más que «herética»? ¿Es posible
que representen algo, si no hay más, capaz de inquietar mucho a la Iglesia?
Como se entenderá fácilmente,
apenas sabíamos por dónde empezar. Pero todas las veces que empezábamos a
bucear en esa historia de la Magdalena nos veíamos conducidos a tierras mucho
más cercanas que las de Israel, por su significado en relación con el asunto.
En particular el Priorato hace mucho caso de la leyenda que la vincula al
Mediodía francés. Nos pareció necesario ir allá, aunque sólo fuese para
descubrir que dicha historia había sido una confabulación medieval destinada,
como el Sudario de Turín, a atraer una lucrativa corriente de peregrinos.
Sin embargo, desde el comienzo
vimos también que había algo especialmente interesante en la asociación del
enigmático personaje teotestamentario con ese lugar concreto de la geografía.
Algo muy superior a las simples consideraciones mercenarias. Así que nos
dispusimos a investigar el secreto de la Magdalena en su propio terreno.
*
Cortesía de la Soror: Mª del Pilar de Martín Arenas