I. COMUNIDAD DE ORIGEN Y DE PROPÓSITOS
¿Secta u orden? Según la medida y la voluntad de la «gran» Iglesia medieval, los
valdenses terminaron en secta y los franciscanos en orden. Pero, según su
inspiración originaria y en la primera fase de desarrollo de los respectivos
movimientos, la societas valdense y la fraternitas franciscana no constituyeron
ni una secta ni una orden. Es cíerto que muy pronto se llegó a entenderlas así.
Ya la Crónica de Ursperg, en 1226, opone polémicamente a franciscanos y
dominicos por un lado y a valdenses y humillados por otro, calificando a los
primeros como «órdenes religiosas» y descalificando a los segundos como
«sectas». Merece la pena citar algunas afirmaciones de la Crónica, pese a las
inexactitudes que contienen:
«Hacia 1212, cuando el mundo se dirigía ya al ocaso, dos órdenes religiosas (due
religiones) nacieron en el seno de la Iglesia, cuya juventud se renueva como la
del águila, y fueron confirmadas por la Santa Sede: los frailes menores y los
predicadores.
Sin duda, fueron aprobadas en aquel momento porque todavía hoy existen dos
sectas (due secte), que son los Humillados y los Pobres de Lyon»[1].
A continuación, el cronista establece entre franciscanos y valdenses una
auténtica alternativa: el papa habría aprobado a los primeros no
independientemente de los segundos, sino en su lugar. Es claro que la Crónica
proyecta sobre los orígenes de ambos movimientos la situación existente en la
segunda y tercera décadas del siglo xiii, cuando ya habían cristalizado las
relaciones con Roma..‑para los franciscanos, en el sentido de integración en la
Iglesia como orden monástica; para los valdenses, en el de «anatema perpetuo»
como secta herética.
En realidad, cuanto mejor se conocen las circunstancias y los rasgos del primer
valdismo y del primer franciscanismo, tanto más se tiende a reconocer su
afinidad sustancial. No sólo en el sentido de que Valdés y Francisco proceden de
la misma clase social, responden de manera casi idéntica a la misma vocación y
realizan el mismo proyecto de vida cristiana, sino también en el sentido de que
ellos y sus seguidores ejercen en la Iglesia un tipo de «resistencia» que
se configura no tanto como reivindicación de un derecho cuanto como afirmación y
expresión de un nivel superior de obediencia.
¿Resistenda y rendición en Francisco? ¿Resistencia sin rendición en Valdés? Tal
vez. Pero lo importante es que la actitud de los primeros valdenses y de los
primeros franciscanos se sitúa más allá o más acá de la alternativa «secta u
orden». Los dos movimientos, en su fase inicial, dan vida a un programa
bastante parecido de vida apostólica que, si bien discurre por el cauce de la
más pura ortodoxia doctrinal (lo cual vale al principio también para los
valdenses), constituye de hecho en la cristiandad de la época un polo de
agregación cristiana al menos paralelo al de la Iglesia oficial. Y si no se
quiere hablar de alternativa, se puede hablar en ambos casos de oposición
constructiva.
Es cierto que, sobre todo con Inocencio III, la situación cambia profundamente,
bien por la evolución interna del valdismo, bien porque el papa pudo intuir que
una «orden» franciscana bien integrada en la estructura eclesiástica podía ser
un antídoto providencial frente a la «secta» valdense (y frente a muchas otras)
y constituir el instrumento ideal para un nuevo tipo de lucha contra la herejía:
junto a la pura y simple represión se puede ahora combatir aI hereje en su
propio terreno, emulando los contenidos positivos de su programa y, al mismo
tiempo, impugnando sus rasgos críticos. El nuevo método, que se une al método
represivo, consiste en la imitación del hereje con respecto a la vida apostólica
y en su reprobación con respecto a la falta de obediencia a la jerarquía, hacia
la cual se adoptan actitudes de absoluta lealtad y docilidad.
Pero, al principio, valdenses y franciscanos luchan por la misma causa y con las
mismas armas. Por eso, pese a sus evidentes limitaciones, todavía podemos
recordar la intuición del historiador modernista italiano Ernesto Buonaiuti,
quien establecía un nexo común entre Valdés de Lyon, Francisco de Asís y Joaquín
de Fiore, a los que consideraba como una «tríada de grandes reformadores
evangélicos», artífices de la que él no duda en llamar «la primera
Reforma» (distinta de la segunda, la de Lutero, Zuinglio y Calvino, en el
siglo XVI).
Según Buonaiuti, Valdés, Francisco y Joaquín son figuras «imposibles de
separar», porque representan conjuntamente «el primer anhelo de la
conciencia cristiana que se renueva en la Edad Media para recuperar directa e
inmediatamente los valores específicos del evangelio, del mensaje de Cristo»
[2]. Con distintos matices y también
con distintos resultados, Valdés, Francisco y Joaquín intentan revitalizar la
Iglesia en el evangelio y el espíritu. No piden modificaciones parciales ni
reformas sectoriales, ni reivindican otro derecho particular que el de seguir el
evangelio. Trabajan por un renacimiento cristiano a partir de la palabra y del
espíritu. No intentan crear una nueva orden monástica, ni una «ecclesiola in
Ecclesia», ní una Iglesia alternativa. Lo que les ímporta ante todo no es la
Iglesia, sino el evangelio en la Iglesia.
II «NUDI NUDUM CHRISTUM SEQUENTES»: PROPUESTA DE LOS VALDENSES
Todavía no sabemos con certeza si los valdenses (que comenzaron su actividad
entre 1173 y 1175) fueron anatematizados ya en el Concilio de Verona de 1184 o
más tarde. La condena les vino bastante pronto, pero no inmediatamente, lo cual
prueba la naturaleza sustancialmente ortodoxa del primer movimiento valdense.
Tampoco están totalmente claros los motivos de la excomunión. No obstante,
parece seguro que una razón fundamental fue que los valdenses pretendían
predicar libremente (libere praedicare), a pesar de ser simples laicos. La
fisonomía de la primera societas valdense es la de una comunidad de predicadores
laicos. La célebre descripción que hace de los primeros valdenses Walter Map, un
canónigo de la Curia, tras haber encontrado a algunos de ellos en Roma con
ocasión del III Concilio de Letrán, da la impresión de un grupo de predicadores
itinerantes que intentan reproducir el estilo y los contenidos del apostolado
cristiano primitivo:
«Estos no tienen una morada fija, van de dos en dos con los pies descalzos,
vestidos de lana, sin poseer nada, teniendo todo en común como los apóstoles,
siguiendo desnudos a Cristo desnudo. Empiezan ahora de manera humildísima porque
no tienen fuerza; pero si los admitiéramos, terminaríamos nosotros fuera»[3]
Así, pues, para determinar el tipo de oposición que ejercieron en la Iglesia los
primeros valdenses deberemos decir que se trataba de la oposición de unos laicos
que lo fueron de manera consciente y, además, que su objetivo era la libertad de
predicación. El fenómeno no es único, pero no por eso menos significativo: los
valdenses se sienten llamados por Dios para desempeñar una función cristiana
fundamental como es la predicación, pero sin dejarse encuadrar en la estructura
clerical y monacal de la Iglesia. Son ministros sin ser clérigos ni monjes.
De ahí que, según parece, Valdés extendiera inmediatamente a las mujeres la
facultad de predicar. Sólo en un régimen de monopolio clerical de la predicación
podía quedar excluida la mujer; pero desde el momento en que el laicado es
sujeto ‑y no simple objeto‑ de la predicación, el elemento femenino no puede por
menos de participar. Si el laico tiene derecho a predicar, lo tiene eo ipso la
mujer. No es de extrañar, según esto, que entre los valdenses la predicación
femenina fuera, hasta fines del siglo XIII, «una manifestación masiva: no
excepción, sino regla»
[4]'. Según algunos testimonios, en
ciertos sectores del valdismo del siglo XIII se reconocía a la mujer también el
derecho a presidir la celebración eucarística.
Los valdenses, pues, quieren predicar sin abandonar el estado laical. Por medio
de ellos, el laicado pasa a ser sujeto de la misión, sale de la condición
subalterna de Iglesia discente y se convierte, de manera inesperada, en Iglesia
docente. Este es, con toda probabilidad, el punto en que se registró la ruptura
con la autoridad eclesiástica. El valdismo de los orígenes, perfectamente
ortodoxo en el plano de la doctrina, lo es bastante menos en el de la
determinación de quienes hoy llamaríamos sujetos eclesiales. Con la primera
comunidad valdense, que se configura como una fraternidad cristocrática laica
(sin prepósito, según la voluntad de Valdés, desatendida curiosamente por los
valdenses lombardos), se adelanta un nuevo sujeto eclesial hasta el proscenio de
la historia cristiana de Occidente: un laicado emprendedor, guiado precisamente
por personas pertenecientes a la clase entonces en auge ‑la burguesía
mercantil‑, de la que toman el espíritu de iniciativa y el afán de crear cosas
nuevas, si bien ‑con la conversión‑ rechazan su espíritu capitalista mediante
una opción radical de pobreza evangélica; un laicado dotado de una fuerte
conciencia de su vocación y de un vivo sentido misionero, dispuesto a sacrificar
todo para llevar a cabo la sequela Christi en el sentido literal de la
expresión, como premisa y condición de la obra fundamental de predicación del
evangelio en lengua vulgar (lo que llamaríamos una obra de alfabetización
bíblica), con particular énfasis en las actitudes que Jesús recomienda a sus
discípulos en el Sermón de la Montaña, puesto que sólo ellas acreditan a la
comunidad cristiana como una comunidad cuya «justicia» supera a la de los
escribas y fariseos (cf. Mt 5,20).
Pero, evidentemente, la autoridad eclesiástica tuvo miedo de la iniciativa
valdense, pese a su demostrada ortodoxia doctrinal de los comienzos, y no tardó
en excluirla de Ia comunión de la «gran Iglesia». ¿Qué es lo que temía? ¿Una
desautorización del clero, de la vida monástica, de la Iglesia jerárquica? Al
parecer, los primeros valdenses no albergaban propósitos de ese tipo. De su
iniciativa no se sigue una desautorización, sino un reajuste del clero
(acentuado por la concepción donatista del ministerio, característica del
valdismo lombardo y luego de todo el movimiento). Es un hecho que Valdés y sus
seguidores pronunciaron, con respecto a la autoridad eclesiástica, el definitívo
«oportet Deo obedire magis quam hominibus», demostrando con ello que, como
laicos, poseían una elevada conciencia de su vocación.
Por más que la actitud de los valdenses no fuera al principio polémica ni anti
institucional, la jerarquía debió de advertir en su societas un peligro:
alteraba (quizá sin proponérselo expresamente) la fisonomía tradicional de una
Iglesia casi por completo en manos del clero. La libertad del «simple laico»
adquiere amplios espacios de maniobra en el campo del ministerio profético de la
Iglesia. Se reconoce la autoridad eclesiástica, pero no como última instancia.
La obediencia a Dios no coincide necesariamente con la obediencia a la
jerarquía.
En la conciencia de los valdenses, la exigencia misionera es más fuerte que el
temor a sanciones disciplinares. Por encima de las voluntades subjetivas, el
valdismo contiene «una carga objetivamente subversiva»[5]
que la Iglesia de la época prefirió erradicar del campo de la ortodoxia,
quizá porque aquella confraternidad laica de predicadores itinerantes con la
Biblia en la mano reivindicaba cierta autonomía vocacional frente a la
jerarquía, obligándola así a modificar de algún modo su comprensión de sí y de
su papel en la Iglesia.
Difícilmente la societas valdense habría podido, conservando el puesto central
de la Biblia en el trabajo misionero y manteniendo intacta su fisonomía
originaria, ser integrada en la Iglesia medieval sin consecuencias sensibles
para ésta. En realidad, el derecho de los valdenses a la oposición chocó con el
derecho a excomulgar, más fuerte que aquél y cuyo monopolio estaba en manos de
la jerarquía.
El diálogo entre el valdismo y la «gran Iglesia» duró poco, y el foso de
división que se abrió con la ruptura se ha hecho cada vez más profundo, hasta
terminar en abierta contraposición. Sin embargo, todavía a mediados del siglo
xv, el obispo y mártir valdense Federico Reiser se presenta, ante el tribunal de
la Inquisición con estas palabras: «Federico, por la gracia de Dios obispo de
los fieles que en la Iglesia romana no aceptan la donación de Constantino»[6].
Aquí el valdismo aparece todavía como un movimiento intraeclesial. Pero hacia
mucho que la Iglesia no lo consideraba así. El margen para un ejercido real del
derecho de oposición había resultado, en el caso de los valdenses, demasiado
estrecho.
III «VIVERE SECUNDUM FORMAM SANCTI EVANGELII»: PROPUESTA DE FRANCISCO
También Francisco pertenece al mundo de los nudi nudum Christum sequentes. Así
lo demuestra de manera definitiva la famosa y dramática escena en que él, en
presencia del obispo, de familiares y de una gran muchedumbre, se desnuda por
completo y devuelve a su padre ropas y dinero. Es la ruptura definitiva con su
mundo y con su pasado ‑una especie de despojamiento figurado del hombre viejo
(cf. Col 3,10)‑ y el paso decisivo hacia una nueva forma de vida que expresaba
positivamente la conversión efectuada.
El hecho es que ‑‑como leemos en el Testamento de 1226‑, «una vez que el Señor
me procuró hermanos, nadie me indicaba qué debía hacer, pero el mismo Altísimo
me reveló que debía vivir según la forma del santo evangelio». Este dato es
importante por varios motivos. Ante todo porque Francisco no se plantea el
problema de una «forma de vida» sino una vez que ve reunido en torno a sí
el primer núcleo de «hermanos»: la exigencia es más comunitaria que
personal; la comunidad precede a la regla y no al revés. En realidad, Francisco
busca algo más que una regla; busca una «forma de vida», un modo de ser: qué
forma y qué contenido puede y debe tener la comunidad cristiana. La respuesta le
viene de lo alto. Es muy significativo que, al fin de su vida, Francisco
atribuya su iniciativa directa y exclusivamente a una revelación divina, sin
mediaciones eclesiásticas.
Francisco, pues, tiene conciencia de iniciar algo nuevo no sólo con respecto a
la gran tradición cristiana, sino también con respecto a las distintas formas de
agregación eclesial vigentes en su tiempo. Nace una comunidad nueva, que no es
clerical, ni monacal, ni puramente laical: en ella Francisco recibe a laicos,
como él, y a clérigos, reuniendo a todos en el único y fundamental vínculo de la
fraternitas.
Por último, el programa de la comunidad es «vivir según la forma del santo
evangelio». Como dice la Regla no bulada (1221): «Esta es la vida del
evangelio de Jesucristo que fray Francisco pidió fuera concedida y confirmada
por el papa Inocencio». La comunidad franciscana, como se ve, toma como
regla el evangelio. Tal opción, elemental y radical a un tiempo, absolutamente
ortodoxa a la vez que secretamente revolucionaria, no es polémica con respecto a
la otra forma de vida mencionada en el Testamento: la de los sacerdotes que
«viven según la forma de la santa Iglesia romana». En repetidas ocasiones, casí
con obstinación, Francisco confiesa su inquebrantable «fe» en ellos, «por
razón de su orden» (oponiéndose así a ciertas tendencias y posturas
donatistas presentes en algunos movimientos heterodoxos de la época y quizá en
algunos estratos del pueblo). La opción franciscana se sitúa, pues, entera y
conscientemente dentro de los límites de la Iglesia de Roma, ante la cual (como
ante sus ministros, desde el papa hasta el último sacerdote) Francisco adopta
una actitud de lealtad incondicional.
Sin embargo, dentro de la Iglesia romana con su forma de vida, Francisco elige
una forma distinta: vivir el evangelio, vivir la vida de Cristo. Es evidente que
las dos formas no coinciden: de coincidir, Francisco no habría necesitado una
revelación divina para adoptar la suya; la habría encontrado en la Iglesia. Por
otra parte, no es menos evidente que Francisco no las contrapone mutuamente.
Insiste con igual fuerza en la necesidad de «vivir y hablar de manera
católica» (Regla no bulada, 19) y en la de observar «sencillamente y sin
comentario» la Regla (Testamento), es decir, el evangelio.
El programa de Francisco ‑podríamos decir‑ es católico-evangélico. Quiso ser
plenamente católico en el plano de la fidelidad a la Iglesia y plenamente
evangélico en el plano de la fidelidad a la «vida del evangelio de Jesucristo»[7].
Por eso no deja de ser unilateral y equívoco presentar a Francisco como «eclesialidad
personificada»[8].
Estaría más de acuerdo con la realidad presentarlo como «evangelicidad
personificada».
Precisamente por ser «evangelicidad personificada», Francisco y su
comunidad constituyen un modelo de autenticidad cristiana y una invitación viva
dirigida a la Iglesia y en particular a sus dirigentes. No es de extrañar, en
este sentido, que la Leyenda de Perusa atribuya a Francisco el siguiente
propósito: «Intento ante todo convertir a los prelados con la humildad y el
respeto»[9].
De todos modos, era inevitable que la doble lealtad de Francisco ‑a la Iglesia y
al evangelio‑ suscitara fuertes tensiones en la orden y en la Iglesia y
manifestara contradicciones objetivas, incluso por encima de la voluntad de los
protagonistas.
Así, por ejemplo, la opción radical de pobreza y la mendicidad, que (aunque se
practica sólo en caso de necesidad) constituye la máxima demostración de la
primera, representan una especie de «huelga mística» (Buonaiuti) no sólo frente
al régimen feudal de la Iglesia y de las formas económicas vigentes, sino
también frente a la acumulación de capitales producida por las cooperativas
monásticas a raíz de la reforma cisterciense. Análogamente, el capítulo 16 de la
Regla no bulada, al hablar de los frailes que «van entre sarracenos y otros
infieles», a la vez que confirma la vocación misionera y evangelizadora de la
primera comunidad franciscana, establece objetivamente una propuesta antitética
a la de la cruzada, la cual, como es sabido, era entonces el núcleo central de
la política pontificia. No es una casualidad que en la Regla butada de 1223 este
capítulo aparezca un tanto mutilado y privado de aquellas partes que hacían de
él una altemativa a la política de las cruzadas.
En resumen, la fisonomía originaria de la comunidad franciscana es la de una
fraternidad peculiar
[10], ajena a los modelos clericales y
al espíritu jurídico, basada en el seguimiento incondicional del Cristo «menor»,
humillado, siervo, y, por tanto, presidida por el gran principio evangélico de
la inversión de las jerarquías en el sentido de Mt 20,25‑27 (cf. caps. 4, 5 y 6
de la Regla no bulada). De manera lenta pero inexorable, esta comunidad anómala
en el panorama religioso de la época fue asimilada a la tradición conventual y
clerical de la Iglesia y sometida a sus normas. La primitiva forma evangelii
se atenuó en la forma Ecclesiae.
Un biógrafo anónimo de Gregorio IX escribe, en torno a 1240, que este papa
‑‑cuando era todavía el cardenal Ugolino, «protector» de la orden‑ «dio
forma a aquel movimiento hasta entonces informe»[11].
En realidad, el movimiento no era informe: tenía la forma sancti evangelii. La
Iglesia integró el movimiento en sí misma sin integrarse a sí misma en el
movimiento. En algunas cuestiones neurálgicas remodeló la primitiva forma de
vida franciscana a su imagen y semejanza, en vez de remodelarse a sí misma a
imagen y semejanza de la forma de vida franciscana. Al transformar el movimiento
en orden, la Iglesia lo adoptó, pero también ‑en una medida no fácil de
determinar‑ lo neutralizó; le procuró el crisma eclesial y la continuidad
institucional, pero también se procuró a sí misma seguridad y fomentó su propia
continuidad.
A la luz de las vicisitudes del movimiento valdense y del franciscano, la
pregunta «¿secta u orden?» se convierte en esta otra: ¿hasta qué punto la
Iglesia es un espacio en el que es posible vivir íntegra y libremente el
evangelio entendido como «vida de Jesús en forma comunitaria»?[12].
[Traducción: A. DE LA FUENTE]
P. RICCA
notas
[1]
El texto en J. Gonnet, Le cheminement des
vaudois vers te schisme et I'hérésie
(1174‑1218): «Cahiers de Civilisation Médíévale»
(Universidad de Poitiers; octubre‑noviembre
1976) 315s.
[2]
E. Buonaiuti, Pietre miliari nella storia del
cristianesimo (Modena 1935) 176s
[3]
J.
Gonnet (ed.), Enchiridium Fontium Valdensium
(Torre Pellice 1958)
[4]
G. Koch, La donna nel catarismo e nel
valdismo medievali, en 0. Capitan¡ (ed.),
Medioevo ereticale (Bolonia 1977) 274.
[5]
G. Miccoli, Storia d'Italia II/l (Turín
1974) 653.
[6]
A. Molnár, Storia dei Valdesi I (Turín
1974) 306, n. 10.
[7]
Cf.
K. V. Selge, Rechtsgestalt und Idee der lrühen
Gemeinschalt des Franz von Assisi, en Erneuerung
der einer Kirche (Hom. H. Bornkamm; Gotinga
1966) 28s.
Sobre el problema de los comienzos franciscanos,
ef. el valioso volumen de St. da Campagnola, Le
origini francescane come problema storiografico
(Perusa 11979).
[8]
La expresión, acuñada por el capuchino H. Felder,
es empleada por K. Esser OFM, Die religiöse
Bewegungen des Hochmittelalters und Franziskus
von Assisi, en Hom. Joseph Lortz II (Baden‑Baden
1958) 311.
[9]
Leggenda perugina, n. 115, en Fonti Francescane
(Asís 1978) 1283
[10]
J. Le Goff, Le vocabulaire des catégories
sociales chez saint François d'Assise et ses
biographes du XIII' siècle: Ordres et classes
(París 1973) espec. 101‑107.
[11]
Citado por G. Miccoli, op. cit., 741. Sobre
Francisco y Ugolino como personificación de «dos
mundos distintos», de dos visiones distintas de
la realidad, y sobre el resultado de su
encuentro, cf. el magnífico ensayo de Kurt
Viktor Selge, Franz von Assisi und Hugolino von
Ostia, en San Francesco nella ricerca storica
degli ultimi ottanta anni (Todi 1971) 159‑222.
[12]
Así definía Ubertino da Casale, en 1305, el
franciscanismo. Cf, Fonti Francescane (Citado en
nota 9) 1689.