Lo que en muchas grandes corporaciones se utiliza con el fin de justificar sueldos millonarios, en realidad es una herramienta utilísima para todos aquellos creadores que necesitan darse un empujoncito de imaginación con el fin de poder seguir creando originalmente y sin repetirse.
En tiempos pretéritos, los creadores literarios tras haber publicado su última obra, recibían ingentes cantidades de cartas, de parte de los lectores, donde aquellos daban sus opiniones respecto a lo que el libro, en cuestión, les había parecido y donde también realizaban sus preguntas sobre las cosas que no parecían claras o que podían tener continuidad. Cualquier tipo de sectorización o parcelación de la cultura, impide que esta se desarrolle adecuadamente y pueda ser accesible a todo el mundo; sino que, por el contrario, se convierte en una herramienta de poder esotérico sobre los conciudadanos que, por el motivo que sea, no han podido acceder a esa pretendida cultura.
La cultura debería de ser libre y a disposición de todo el mundo con el fin de propiciar la realimentación que supone el título de este artículo; pero claro, en muchas ocasiones, demasiadas, se denomina como cultura a algo que en sí mismo no es más que un negocio de tintes fundamentalmente económicos. El progreso de la raza humana depende del fácil acceso a la cultura por parte de todo el mundo y la posibilidad de ir modificando los paradigmas establecidos, hasta ajustarse a las necesidades reales de los consumidores últimos.
Cuando se ponen fronteras al campo o se frena el curso de un río, estamos yendo contra corriente y solo se consigue, de forma momentánea, paralizar lo inevitable: Que tarde o temprano las vallas rompan ante el peso del crecimiento de la arboleda y que la presa reviente ante la presión del agua; es decir que el bosque se extienda fuera de las fronteras impuestas y que el río termine siguiendo su cauce natural.
En el mundo capitalista del consumismo existe un afán terrible de cuadrarlo todo. Todo está normalizado y cuadriculado. Se realizan leyes para decidir lo que es correcto y lo que no. Se construyen normas para determinar lo que es de alguien y lo que es solo del Estado. Bueno, en cierto modo todo ello es normal, dado que venimos de una especie de simios muy jerarquizada; pero deberíamos de comprender que algún día deberemos de bajar de los árboles y comportarnos como personas, hombres y mujeres; en definitiva, como ciudadanos.
Es cierto que no es de recibo que quien realiza un trabajo creativo deje de cobrar por ello. Tan malo, como esto último, es que la Entidad que termina comercializando, dicho trabajo, siga cobrando por él tantas veces como lo reedite sin que su creador vea compensación económica alguna; pero no es menos ridículo que por el hecho de haber inventado la rueda, su creador tuviese que tumbarse a la bartola, de por vida, y vivir de los réditos de su descubrimiento, tanto el como sus descendientes. Si esto hubiese sido así, desde el comienzo de los tiempos, probablemente habríamos avanzado bien poco. Está quien tiene la idea y cobra por ello, está quien la desarrolla y cobra por ello, está quien la ejecuta y cobra por ello y está quien la comercializa y que también cobra por ello. Pero hasta aquí hemos llegado, ya que este penúltimo eslabón hasta finalizar en el consumidor es quien viene, de forma reiterada, incumpliendo con su deber de reintegrar los royalties, de forma equitativa, a los eslabones precedentes.
Llegados a este punto, toda la cadena de producción y comercialización termina acusando al consumidor de ser él quien se está cargando el Mercado y la creatividad. Existe un punto perverso de avaricia malintencionada, ya que no se pretende cobrar por un Trabajo bien ejecutado sino también por los derechos ocasionados en el pasado tras haberlo realizado. El comercializador debería de tener la potestad de, a cada nueva edición, venderlo a más bajo precio para que la Cultura pudiera ser accesible a todos los ciudadanos; pero no, quieren ganar más y más. Los creadores, no sin razón, se quejan de ello y, en última instancia, el Editor les dicta que los culpables son los consumidores, que tienen tendencia a delinquir.