Su origen.
Pedro de Bruys. Enrique de Lausana. Pedro Valdo. Extensión del
movimiento valúense. Vida religiosa de los valdenses. Antigua
literatura valdense.
Su
origen. Durante la Edad
Media, y especialmente en los siglos doce y trece, hallamos un
importante movimiento evangélico que se extiende por Francia, Italia,
España y otros países de Europa. Lo componían numerosas comunidades de
cristianos que, separándose de la iglesia papal, se esforzaban por
restaurar el cristianismo puramente evangélico, y luchaban
heroicamente por la fe que fue dada una vez a los santos. Eran
generalmente conocidos bajo la denominación de valdenses y albigenses,
y a éstos hay que saber distinguir de las sectas que
profesaban las doctrinas de los maniqueos, y que por lo
tanto no pueden ser clasificadas entre los elementos que
representaban el simple y primitivo cristianismo. Muchos
historiadores, de quienes tendríamos motivos de esperar mayor
exactitud, no han sabido hacer diferencia entre sectas y sectas, y
hacen aparecer a los valdenses y albigenses profesando creencias que
nunca profesaron.
El origen de
este movimiento está bastante envuelto en el misterio que rodea a
todos los problemas históricos de aquella época. No ha faltado quien
ha creído que los valdenses remontaban a los tiempos apostólicos,
pero esta teoría es hoy desechada por falta de documentos en qué
apoyarla. Se ha preguntado dónde nació el movimiento, y quién fue el
originador del mismo. Los estudios serios que han ocupado la
actividad indagadora de buenos escritores llevan a la conclusión de
que el movimiento no tuvo origen en un solo país ni es fruto de los
trabajos de un solo hombre. Así como la Reforma, en el siglo xvi, se
levantó simultáneamente en Francia, Alemania, Suiza, etc.; y tuvo por
instrumentos a Farel, Lutero, Zwinglio, etc., obrando
independientemente unos de otros, bajo el impulso del mismo deseo de
Reforma, así también el movimiento valdense nació simultáneamente en
varios países, bajo la acción de diferentes hombres. Entre éstos
figuran principalmente Pedro de Bruys, en Tolosa, en el año 1109;
Enrique de Quny, en Mans, en el año 1116; Amoldo de Brescia, en
Italia, en el año 1135; y Pedro Valdo, en Lyon, en el año 1173.
En espíritu,
el movimiento era el mismo en todas partes, y cuando sus adherentes,
huyendo de la persecución, llegaban a otro país, encontraban hermanos
que los recibían con los brazos abiertos.
El nombre de
valdense aparece por primera vez —sostiene el historiador
valdense Gay— en el año 1180, en el informe sobre una discusión que
tuvo lugar en Narbona, escrito por Bernardo de Fontcaud, titulado
Contra Vallenses et Árlanos. La forma primitiva de este nombre, "vallenses",
excluye la idea de que pueda derivar de Pedro Valdo, y hace más bien
suponer que su inventor lo haya hecho derivar de Vallis, nombre latino
de Lavaur, fortaleza de los evangélicos en aquel tiempo, de
donde habían venido a Narbona, los que tomaron parte en la discusión.
Gay, sin embargo, se inclina a creer que si el nombre vállense,
se convirtió en valúense, fue debido no sólo a la evolución
fonética, sino como un homenaje a Pedro Valdo, el personaje más
importante de la comunidad.
Procuremos
ahora bosquejar la vida y trabajos de los hombres más sobresalientes
del inmenso movimiento.
pedko de bruys.
A fines del siglo xi y a principios del xii, aparece
este intrépido y vehemente misionero, que dirigía a los que se unían
bajo el estandarte del evangelio para protestar y luchar contra los
errores del papismo. Era cura en una pequeña parroquia de los Alpes,
y de ahí se dirigió a otras parroquias, aldeas y ciudades predicando
en forma tal, que llenaba de asombro a todos los que le oían.
Rechazaba la autoridad de la iglesia y de los padres, no reconociendo
como obligatorias más doctrinas y costumbres que las que podían
demostrarse con la Biblia. Se oponía con energía al bautismo de los
párvulos, sosteniendo que no era bautismo lo que se recibía antes de
tener la fe personal qué sólo puede darle significación, y por
consiguiente aquellas personas que se unían al movimiento que
representaba, eran bautizadas sin tener en cuenta si habían recibido
el bautismo en la niñez. Dice Neander: "Los seguidores de Pedro de
Bruys, rehusaban ser llamados anabaptistas, un nombre que les era dado
por la razón mencionada: porque el único bautismo, decían, que podían
mirar como verdadero, era un bautismo unido al conocimiento y a la fe."
Atacaba la
misa y la transustanciación, sosteniendo que el sacrificio de Cristo
no puede repetirse, y que esta doctrina tiene por objeto mantener el
predominio sacerdotal sobre el pueblo. "No creáis —decía— a esos
falsos guías, obispos y sacerdotes; porque os engañan, como en otras
cosas también, en el servicio del altar, cuando falsamente pretenden
que hacen el cuerpo de Cristo y lo presentan a vosotros para la
salvación de vuestras almas."
Luchaba
contra toda forma de idolatría, y mayormente contra la adoración de la
cruz, a la que llamaba leño maldito instrumento del suplicio del Hijo
de Dios, que se debe destruir en todas partes donde uno lo vea. En su
oposición a esta
forma exterior de manifestar los sentimientos
religiosos, los petrobrusianos llegaban a extremos que en nada
favorecían la buena causa que defendían. Los que veían el desprecio
que hacían de la cruz, no siempre tenían preparación suficiente para
comprender que aquel acto no implicaba el rechazo de la obra redentora
del Calvario. Un viernes santo juntaron todas las cruces que pudieron
hallar, y las quemaron delante de una multitud. Con seguridad que esta
protesta contra la superstición de que era objeto la cruz, no pudo
ser entendida por los que presenciaron el acto, y sus autores habrán
sido tenidos por sacrílegos detestables.
Pedía la
demolición de todos los edificios dedicados al culto público. Conviene
recordar que los templos levantados por el romanismo en esta época de
grosera superstición, eran tenidos no como simples edificios
construidos para la comodidad de congregarse, sino como santuarios, a
los que se acudía en busca de gracias que se suponía no podían
hallarse en otra parte. Pedro de Bruys enseñaba que las bendiciones
divinas no están ligadas a un determinado lugar de cultos, que la
oración sincera es tan eficaz en un taller o en un mercado como en un
templo, y que es tan agradable a Dios si sube desde un altar como de
un pesebre. Al atacar la magnificencia de los templos atacaba también
la pompa de las ceremonias, el canto en lengua desconocida y la música
teatral.
Enseñaba que
la Iglesia debe componerse de personas regeneradas que puedan vivir
de acuerdo con la profesión de fe que hacen. No reconocía como
iglesias a esas agrupaciones de personas que llevan el nombre de
Cristo pero que no conocen la eficacia de un vida pura y santa. Nadie
debe pretender ser miembro de una iglesia a menos de ser un verdadero
creyente que vive piadosamente y testifica con su conducta en favor
del poder regenerador del evangelio.
Por no
encontrarlo en el Nuevo Testamento, combatía el culto a los muertos,
lo mismo que las oraciones, ayunos y ofrendas por los mismos,
sosteniendo que "todo depende de la conducta del hombre durante su
vida; esto es lo que decide sobre su destino futuro. Nada que se haga
por él después de su muerte puede serle de beneficio."
Las doctrinas
de Pedro de Bruys, a la base de las cuales estaba el evangelio y el
rechazo de toda tradición humana, han sido resumidos en estos cinco
puntos:
1°. El
bautismo administrado solamente a los adultos creyentes. Bautizaba a
los católicos cuando se convertían.
2º. Acerca de
la eucaristía negaba absolutamente que el sacerdote o cualquier otra
persona pudiese cambiar la hostia en cuerpo de Cristo.
3º. Los
sufragios, oraciones, limosnas, etc., por los muertos, los rechazaba
como de ningún valor.
4°. Era
contrario a la erección de templos, diciendo que la Iglesia se
componía de "piedras vivas", es decir de fieles que procuran hacer la
voluntad de Dios.
5º. La cruz,
instrumento de tortura, en la que Cristo murió, no debe ser adorada,
ni venerada, sino detestada, rota y quemada.
Durante
veinte años, este infatigable soldado de la verdad, no cesó de
predicar viajando por todas partes de la Francia Meridional. Un día
llegó a San Giles, cerca de Nimes, asiento de un rico convento de
frailes. Sin temor a las consecuencias se puso a reunir cruces y con
ellas levantó una hoguera. La multitud enfurecida se apoderó de él y
lo hizo morir, siendo quemado vivo, probablemente en el año 1124. Así
terminó gloriosamente su carrera terrenal, este hombre que no supo lo
que era temor, y quien en días de espantosas tinieblas y tempestades
mantuvo encendido el faro del evangelio para conducir las almas al
puerto de segura salvación.
enrique de cluny.
Se cree que este apóstol evangélico de la Edad Media
era oriundo de Italia, probablemente de los valles del Piamonte. Se
le conoce en la historia bajo el nombre de Enrique de Lausana, por
haber principiado su obra en esta ciudad de la Suiza, en el año 1116,
y también es llamado Enrique de Cluny, porque fue monje de esta
ciudad.
La vida
monacal que abrazó en su juventud no tardó en llenarle de disgusto, al
ver el enorme contraste que ofrecía con la actividad apostólica, y no
pudiendo conformarse a la inacción corruptora, arrojó de sí su manto
de benedictino para
consagrarse a la obra misionera, yendo de ciudad en
ciudad para sembrar la palabra de la verdad evangélica.
Los datos que
poseemos acerca de su persona y obra, lo? hallamos en los escritos de
sus adversarios, de modo que es difícil formarse una idea correcta de
su carácter; pero bastan para saber que era uno de aquellos hombres
que guiados por la lectura del Nuevo Testamento, procuraban predicar
las doctrinas del cristianismo primitivo, atacando con energía las
creencias y ceremonias del papismo. Dice Neander: "Derivó su
conocimiento de las verdades de la fe, del Nuevo Testamento más que
de los escritos de los padres y teólogos de su tiempo. El ideal de los
trabajos apostólicos lo estimulaba, y se esforzaba por imitarlos. Su
corazón estaba inflamado de un vivo celo de amor que lo interesaba en
las necesidades religiosas del pueblo, que se encontraba completamente
descuidado o extraviado por un clero nada digno."
Era hombre
modestísimo y piadoso, a tal punto que sus mismos enemigos se veían
obligados a reconocerlo así, temían más a la influencia de su vida
santa que a las doctrinas que predicaba. Durante unos diez años
recorrió varias provincias predicando con éxito extraordinario. En
todas partes acudían multitudes a escucharle, no sólo por oír su
elocuencia ardiente, sino para recibir luz y consuelo espiritual.
Predicaba abiertamente contra la depravación del clero y también
contra las costumbres licenciosas del pueblo, sin tener en cuenta a
ninguna clase de la sociedad. Sus auditorios estaban compuestos de
hombres y mujeres de todas las condiciones, y era tal el poder
espiritual que acompañaba a sus sermones llamando a la gente al
arrepentimiento que en todas partes muchos resolvían dar las espaldas
al mundo corrompido para empezar una vida nueva de acuerdo con los
sanos preceptos del evangelio.
Acompañado de
dos predicadores italianos, caminaba descalzo en todas las estaciones
del año, llevando un bastón en forma de cruz. Llegó a Mans y consiguió
que el obispo Hildetaert le permitiese predicar en los templos. Sus
sermones produjeron una impresión profunda. Las multitudes acudían a
escucharle. El clero se sintió ofendido ante los dardos que lanzaba
Enrique, y el mismo obispo que lo había recibido afablemente se le
puso en contra. Empezaron a desacreditarlo ante el pueblo, diciendo
que era un lobo vestido de oveja, y que bajo el manto de santidad
ocultaba una refinada hipocresía. Pero Enrique les respondía con
argumentos más eficaces, apelando siempre a la Palabra de Dios para
demostrar la necesidad de reformar las doctrinas y costumbres de los
cristianos.
Cuando se le
prohibió predicar, el pueblo mostró su profundo disgusto, diciendo
que nunca habían oído a un predicador que como él pudiese mover los
más duros corazones y despertar las conciencias adormecidas. Pero
nada pudo hacer cambiar la resolución del obispo, y Enrique tuvo que
salir de la ciudad. Aparece entonces en Poitiers, Perigueux, Burdeos y
Tolosa. Su separación de Roma era cada vez más pronunciada, y la
persecución que se levanta contra su obra y persona le convence de
que toda comunión de la luz con las tinieblas es imposible.
Expuso sus
ideas en un escrito que tuvo una extensa circulación, pero que no ha
llegado hasta nosotros. Los que se adherían a él ya no podían quedar
confundidos con la multitud inconversa. El bautismo de los nuevos
convertidos demuestra que no quedaba ningún vínculo que los uniese al
romanismo. La gente los llamaba apostólicos. Sus misioneros salían a
recorrer las provincias más lejanas, sin poseer nada, y viviendo de
las ofrendas de las personas que simpatizaban con el movimiento.
El éxito de
Enrique en el sur de Francia, alarmó al alto clero, y lo hicieron
encarcelar. Llevado por el arzobispo de Arles al Concilio de Pisa, en
el año 1134, fue condenado como hereje, y encerrado en un convento. No
se sabe cómo, pero consiguió escaparse. Reaparece en el sur de Francia
y se pone de nuevo al frente de la obra, sin amedrentarse de los
adversarios. Durante diez años predica y trabaja activamente en
Tolosa, Albí y otros pueblos vecinos, donde el favor de algnos
pudientes que simpatizaban con la causa le libra de caer en manos de
sus enemigos. Alfonso, conde de Tolosa, le miraba como a un santo, y
tenía en él mucha confianza, y la relativa libertad de que gozaban las
iglesias fundadas por Enrique, hizo que aumentasen considerablemente
en número, habiendo entre los convertidos muchos curas y personas de
influencia social.
El papa mandó
a Albí un legado para interesar a los príncipes en una campaña
inquisitorial contra el movimiento evangélico. Se dice que el pueblo
salió a recibirlo con una procesión de asnos. Cuando se supo en Roma
la manera cómo el legado había sido recibido, y no pudiendo el papa
contar con el apoyo del brazo secular, apeló al gran santo de la época,
Bernardo de Claraval. Cuando éste llegó a Albí entró a conferenciar
con los principales hombres del movimiento. No tenemos más datos sobre
las discusiones que tuvieron lugar, sino los mismos que escribieron
los romanistas, pero a pesar de todo, es fácil ver que los argumentos
rebuscados de las doctrinas humanas, se despedazaban al chocar con la
sólida roca de las doctrinas de la Palabra de Dios. Bernardo no hacía
sino lamentar el fracaso de sus inútiles tentativas. "¡Cuánto mal ha
hecho —decía— y hace todos los días, a la Iglesia de Dios, como lo
hemos sabido y visto nosotros mismos, el hereje Enrique! Los templos
están vacíos, el pueblo sin sacerdotes, los sacerdotes sin honra y
los cristianos sin Cristo. Las iglesias son reputadas sinagogas; se
niega que el santuario de Dios sea santo; los sacramentos no son más
tenidos como sagrados, los días de fiesta privados de toda solemnidad;
los hombres mueren en sus pecados y las almas son llevadas, una tras
otra, ante el tribunal sin estar reconciliadas por medio de la
penitencia, ni munidas de la santa comunión. Se niega la vida a los
niños al negárseles la gracia del bautismo."
Bernardo se
dirigió al conde de Tolosa anunciando que se dirigía a sus dominios
para atacar a Enrique, a quien lo llenaba de nombres insultantes: "Parto
para el país donde este monstruo hace estragos y donde nadie le
resiste. Porque aun cuando su impiedad es conocida en la mayor parte
de las ciudades del reino, encuentra a vuestro lado un asilo, donde
sin temor, y bajo vuestra protección, destruye el rebaño de Cristo".
Cuando
Bernardo vio que sus argumentos y amenazas no lograban convertir a
nadie, procuró ganar algo por medio de la fuerza. Enrique fue
arrestado, y en el año 1148 condenado
por el Concilio de Reinas a prisión perpetua, porque el
arzobispo se negaba a dar su consentimiento para que fuese condenado
a muerte. No se sabe cuánto tiempo permaneció encarcelado, pero como
no se oye más acerca de él, se cree que terminó sus días, como
prisionero de Cristo Jesús, en las tenebrosidades de alguna cárcel
subterránea.
pedro valdo.
Un joven negociante
llamado Pedro, nativo de una localidad llamada Valde, se estableció en
Lyon, Francia, por el año 1152. Entregado por completo a las
especulaciones comerciales, vio prosperar sus negocios, a tal punto
que al cabo de los años era uno de los grandes ricachos de la
comercial ciudad. Era casado, tenía dos hijas, y las atenciones
domésticas y comerciales ocupaban todo su tiempo. En el año 1160, un
amigo íntimo, con quien estaba conversando, cayó muerto
repentinamente, y este incidente produjo en él una impresión tal, que
desde aquel momento, dejando a un lado sus febriles ocupaciones
comerciales, se puso a pensar seriamente en su salvación. El
conocimiento limitado que tenía de las cosas religiosas no lograba
darle aquella paz y seguridad que satisfacen el alma ansiosa. Sus
anhelos se hacían cada vez más intensos, y en busca de luz fue a uno
de los sacerdotes de la ciudad, preguntándole cuál era el camino
seguro para Hegar al cielo. El sacerdote le respondió que había
muchos caminos, pero que el más seguro era el de poner en práctica las
palabras del Señor al joven rico cuando le dijo: "Si quieres ser
perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás
tesoro en el cielo". Se cree que el cura le contestó así con algo de
ironía, sabiendo que Valdo era hombre de gran fortuna, pero
seguramente no esperaba que esas palabras iban a encontrar tanto eco
en el corazón del rico negociante. Valdo creyó oír un mandamiento de
Dios dirigido a él personalmente, y resolvió deshacerse de sus bienes
terrenales empleándolos para aliviar las necesidades de los pobres.
Hizo esto no bajo el impulso de un falso entusiasmo, sino
deliberadamente, con calma y con buen acierto, para que el sacrificio
que se imponía fuese realmente útil a sus semejantes. Dio a su esposa
e hijas lo que necesitaban, y el resto, parte fue distribuyendo entre
los más necesitados de la ciudad, y parte destinaba a emplear
personas que
hiciesen
traducciones y copias de las Sagradas Escrituras. Encargó a dos
eclesiásticos que vertiesen el Nuevo Testamento del latín a la lengua
vulgar. Uno de ellos fue Esteban de Ansa, hombre muy versado en las
cuestiones filológicas, y otro Bernardo Ydros, hábil escribiente que
trasladaba al pergamino lo que su compañero le dictaba. Valdo se puso
a leer con gran interés estos maravillosos escritos que eran agua viva
para su alma sedienta, y pan para su corazón hambriento. Esta lectura
le confirmaba más y más en la noble resolución que había tomado.
Quería imitar a los apóstoles, y vivir no más consagrado a los
negocios de esta vida pasajera, sino para ser rico en aquellas
riquezas que no se corrompen y que los ladrones no hurtan.
No quiso
tampoco poner la luz debajo del almud, sino que mandó hacer muchas
copias del evangelio para que su lectura fuese causa de bendiciones a
otros. El número de personas que tomaban interés en esta lectura era
cada vez mayor, y sin pensar en separarse de la Iglesia de Roma, se
reunían para leer juntos y celebrar cultos espirituales. Se apoderó de
ellos un fuerte espíritu de propaganda y toda la ciudad y sus
alrededores se llenó del conocimiento del evangelio. Sin buscarlo,
vino inevitable el choque con la iglesia papal, dentro de cuyo seno
aun permanecían Valdo y sus adeptos. El contraste entre el
cristianismo del Nuevo Testamento y el de la iglesia papal, era
demasiado pronunciado para que fuera posible un acuerdo. El clero
empezó a mirar con recelo a estos hombres humildes que de dos en dos,
descalzos y pobremente vestidos iban por todas partes predicando la
palabra. El arzobispo Guichard concluyó por citarlos, y creyendo que
de un solo golpe podía sofocar el movimiento, les prohibió predicar.
Valdo entonces apeló al papa, esperando, como más tarde Lutero, que
la justicia de su causa sería reconocida. En Roma compareció junto con
uno de sus colaboradores ante el concilio de Letrán, en marzo de 1179.
El papa Alejandro
III
los trató amablemente y se
interesó en la obra que hacían, tal vez abrigando el pensamiento de
que los pobres de Lyon, como los llamaban, podrían permanecer dentro
del seno de la Iglesia y quedar convertidos en algo parecido a una
orden monástica. Pero los
padres que
componían el concilio les fueron hostiles y rehusaron acordarles la
autorización de predicar. Gualterio Mapes, un fraile franciscano
inglés, que se hallaba presente, escribió un relato acerca de la
petición de estos valdenses: "No tienen —dice— residencia fija. Andan
por todas partes descalzos, de dos en dos, vestidos con ropa de lana,
no poseen bienes; pero como los apóstoles, tienen todas las cosas en
común; siguiendo a aquel que no tuvo dónde reclinar la cabeza". El
concilio nombró una comisión para que examinase el caso. El
franciscano mencionado era miembro de esta comisión. Dice que procuró
saber cuáles eran sus conocimientos y su ortodoxia, y los halló
sumamente ignorantes, y halló extraño que el concilio les prestase
atención. Pero el hecho es que en lugar de examinar a los valdenses
sobre la Palabra de Dios y las doctrinas vitales del cristianismo,
los examinadores les hicieron una serie de preguntas escolásticas
sobre el uso de ciertos términos y frases del lenguaje eclesiástico,
conduciéndolos por las sendas intrincadas de las especulaciones
trinitarias. Los valdenses, felizmente, nunca habían aprendido estas
cosas inútiles, y de ahí la comisión resolvió expedirse aconsejando
que se les prohibiese predicar.
Vueltos a
Lyon, los hermanos tuvieron que resolver qué actitud asumirían, y
hallando que es menester obedecer antes a Dios que a los hombres,
resolvieron seguir predicando aún a despecho de las prohibiciones del
arzobispo y del papa. Convencidos de que nada podían esperar de este
mundo, resolvieron romper definitivamente los vínculos que aun los
ligaban al romanismo, y empezaron aún bajo la persecución, a sentir
los beneficios de la libertad cristiana.
En el año
1181 fue lanzada contra ellos la definitiva excomunión papal, pero
durante algunos años pudieron eludir sus consecuencias, gracias a las
poderosas amistades que tenían en la ciudad, donde Valdo era
generalmente estimado. Pero después de la promulgación del Canon del
Concilio de Verona, en el año 1184, que condenaba a los pobres de
Lyon, se vieron en la necesidad de salir de la ciudad y esparcirse por
toda Europa, lo que hacían sembrando la simiente santa del evangelio
por todas partes, como en siglos anteriores lo había hecho la Iglesia
de Jerusalén al ser perseguida por Heredes.
Pedro Valdo,
huyendo de la intolerancia y del despotismo clerical llegó hasta
Bohemia, donde terminó sus días en el año 1217, después de cincuenta y
siete años de servicios al Señor.
extensión del movimiento valdense.
"Uno se formaría una idea muy errónea —dice Gay— de la
importancia de la separación valdense del siglo xii, si se la
redujese a las dimensiones de una secta oscura trabajando en una
esfera limitada. ¡No! Fue más bien un poderoso movimiento que se
extendió rápidamente y arrancó al papado centenares de miles de
fíeles en toda la Europa. Es así como se explican los temores del
papado y las medidas extremas de represión que inventó para
defenderse".
Los valdenses,
animados de un santo celo misionero llegaron a España y se
establecieron especialmente en las provincias del Norte. El hecho de
que dos concilios y tres reyes se hayan ocupado de expulsarlos,
demuestra que su número tenía que ser considerable. El clero era
impotente para detener el avance, y alarmado, pidió al papa Celestino
III que tomase
medidas en contra del movimiento. El papa entonces mandó un legado, en
el año 1194, quien convocó una asamblea de prelados y nobles, la cual
se reunió en Lérida, asistiendo personalmente el mismo rey Alfonso
II.
Allí se
confirmaron los decretos papales contra los herejes, y se promulgó
otro nuevo concebido en estos términos: "Ordenamos a todo valdense que,
en vista de que están excomulgados de la santa iglesia, enemigos
declarados de este reino, tienen que abandonarlo, e igualmente a los
demás estados de nuestros dominios. En virtud de esta orden,
cualquiera que desde hoy se permita recibir en su casa a los
susodichos valdenses, asistir a sus perniciosos discursos,
proporcionarles alimentos, atraerá por esto la indignación de Dios
todopoderoso y la nuestra; sus bienes serán confiscados sin apelación,
y será castigado como culpable del delito de lesa majestad... Además
cualquier noble o plebeyo que encuentre dentro de nuestros estados a
uno de estos miserables, sepa que si los ultraja, los maltrata y los
persigue, no hará con esto nada que no nos sea agradable".
Este terrible
decreto fue renovado tres años después en el Concilio de Gerona, por
Pedro
II,
quien lo hizo
firmar por todos los gobernadores y jueces del reino. Desde entonces
la persecución se hizo sentir con violencia, y en una sola ejecución,
114 valdenses fueron quemados vivos. Muchos, sin embargo, lograron
esconderse y seguir secretamente la obra de Dios en el reino de León,
en Vizcaya, y en Cataluña. Eran muy estimados por el pueblo a causa de
la vida y costumbres austeras que llevaban, y hasta se menciona al
obispo de Huesca, uno de los más notables prelados de Aragón, como
protector decidido de los perseguidos valdenses.
Pero Roma no
descansaba en su funesta obra de hacer guerra a los santos, y la
persecución se renovaba constantemente, llegando a su más alto
desarrollo allá por el año 1237, en el vizcondado de Cerdeña y
Castellón, y en el distrito de Urgel. Cuarenta y cinco de estos
humildes siervos de la Palabra de Dios fueron arrestados, y quince de
ellos quemados vivos en la hoguera. El odio llegó a tal punto, que
hicieron quemar en la hoguera los cadáveres de muchos sospechosos de
herejía, que habían fallecido en años anteriores, entre los que
figuraban Amoldo, vizconde de Castellón y Ernestina, condesa de Foix.
En Francia el
movimiento era extenso y fuerte. En Tolosa, Beziers, Castres, Lavaur,
Narbona y otras ciudades del mediodía, tanto los nobles como los
plebeyos, eran en su mayoría valdenses o albigenses. El papa Inocencio
III
alarmado, empleó toda clase de medidas para sofocarlos
y detener su avance por Europa. Los emisarios papales nada podían
conseguir ni con sus discusiones ni con sus amenazas. El mismo "santo"
Domingo fue encargado por el papa de suprimir la herejía, y la falta
de éxito les llevó a proclamar la cruzada de la que hablaremos más
adelante. En el Delfinado se establecieron los valdenses al ser
expulsados de Lyon, y en medio de constantes persecuciones supieron
mantenerse unidos y proseguir vigorosamente la obra de amor por la que
exponían sus vidas y sus bienes.
En Alsacia y
Lorena, hubo desde el año 1200, tres grandes centros de actividad
misionera; en Toul, el obispo Eudes ordenaba a sus fieles a que
prendiesen a todos los waldoys y los trajesen encadenados ante
el tribunal episcopal; en Metz,
el barba (pastor) Crespín y sus numerosos
hermanos confundían al obispo Bertrán, quien en vano se esforzaba por
suprimirlos; en Estrasburgo, los inquisidores mantenían siempre
encendido el fuego de la intolerancia contra la propaganda activa que
hacía el barba Juan, el presbítero y más de 500 hermanos que
componían la iglesia mártir de esa ciudad.
En Alemania,
los valdenses sembraban la Palabra de norte a sur y de este a oeste.
Tres siglos después se hallaban los frutos de sus heroicos esfuerzos.
En Bohemia,
donde se supone que el mismo Pedro Valdo terminó su gloriosa carrera,
los resultados de las misiones fueron fecundos. A mediados del siglo
xiii, los cristianos que habían sacudido el yugo del papismo eran tan
numerosos, que el inquisidor Passau nombraba cuarenta y dos
localidades ocupadas por los valdenses.
En Austria
era también muy activa la obra de propaganda, y a principios del siglo
xiv, el inquisidor Krens hacía quemar 130 valdenses. Se cree que el
número de éstos en Austria no bajaba de 80.000.
En Italia los
valdenses estaban diseminados y bien establecidos en todas partes de
la península. Tenían propiedades en los grandes centros y un
ministerio itinerante perfectamente organizado. En Lombardía los
discípulos de Amoldo de Bres-cia se habían unido a los pobres de Lyon,
y bajo la dirección espiritual de Hugo Speroni mantenían viva la
protesta contra la corrupción del romanismo. En Milán poseían una
escuela que era el centro de una gran actividad misionera.
En Calabria
se establecieron muchos valdenses del Pia-monte desde el año 1300, en
las vastas posesiones de Fuscaldo, en Montalto, para cultivar la
tierra, y transformaron en un jardín esa región inculta, construyendo
también algunas villas, como ser San Sixto y Guardia. Habían
conseguido cierta tolerancia, y se les permitía celebrar secretamente
sus cultos con tal de que pagaran los diezmos al clero.
En tres de
los valles del Piamonte —Lucerna, Perusa y San Martín— los valdenses
se establecieron en las primeras décadas del siglo xm. Los documentos
históricos a que se puede recurrir actualmente no autorizan a
sostener que los habitasen antes
de esta época, aunque muchos lo suponen. Es la región
que ocupa el principal lugar en la historia de este pueblo, porque
mientras en otras partes fueron exterminados o perdieron su existencia
como pueblo distinto, en los valles ya mencionados se han conservado
hasta nuestros días. Se supone que se establecieron en los valles
después de la expulsión de Lyon. Encontraron esa región muy poco
habitada y al principio disfrutaron la relativa tranquilidad, pero en
1297 empezaron las persecuciones que a pesar de ser crueles y
constantes no lograron abatir ni dominar al ejército heroico que fue
llamado "el Israel de los Alpes" y que mantuvo el culto de Dios
verdadero en aquellos días de densas tinieblas y groseras
supersticiones.
vida religiosa de los valdenses.
Ahora que hemos bosquejado el origen y desarrollo del movimiento
valdense, nos ocuparemos de las creencias y costumbres de este pueblo
admirable.
Sus trabajos
misioneros eran el fruto de una consagración general de todos los
miembros de las iglesias y se llevaban a cabo planes bien definidos y
sistemáticamente ejecutados. La base de todas las operaciones era el
hospicio o casa valdense; en todas las ciudades donde podían, los
valdenses tenían una casa atendida por un rector, y hermanas que se
ocupaban del trabajo interno, en la que los misioneros itinerantes
encontraban no sólo hospedaje sino un lugar de culto, donde convocaban
a los creyentes del distrito para oír la predicación de los barbas o
pastores. Cuando se sentaban a comer pronunciaban la siguiente
oración: "El Dios que bendijo a los cinco panes de cebada y a los dos
peces para sus discípulos en el desierto, bendiga los alimentos que
están sobre esta mesa y los que serán traídos". Al levantarse de la
mesa decían: "Dios recompense abundantemente a todos los que nos hacen
bien, y que después de darnos lo material, nos dé el pan espiritual. ¡Que
siempre esté con nosotros!"
El inquisidor
de Passau presenta a los colportores valdenses viajando de pueblo en
pueblo, vendiendo mercaderías para ganar entrada en las casas y así
poder anunciar el evangelio, después de preparar sabiamente el terreno.
A las casas ricas entraban ofreciendo joyas. Después de mostrar los
anillos, prendedores, aros y otras prendas, si les preguntaban qué
otras joyas tenían, contestaban: "Sí, tenemos joyas más preciosas que
las que ustedes han visto, se las mostraremos si se comprometen a no
denunciarnos al clero:" Cuando obtenían la promesa formal de que se
mantendría el secreto, proseguían: "Tenemos una piedra preciosa, tan
brillante que por su luz el hombre puede ver a Dios, y tan radiante
que puede encender el amor de Dios en el corazón del que la posee".
Así continuaban hablando hasta presentar el pergamino sobre el que
estaban escritos algunos trozos de la Palabra de Dios.
El culto
entre ellos consistía principalmente en la lectura del Nuevo
Testamento, seguido de explicaciones y exhortaciones. Terminaban
repitiendo de rodillas el Padre Nuestro. La lectura de la Biblia
ocupaba un lugar muy importante en la vida de este pueblo. El
inquisidor antes mencionado pone en sus labios estas palabras: "Entre
nosotros enseñan los hombres y las mujeres, y los alumnos de una
semana ya enseñan a otros Entre lo católicos se encuentra difícilmente
un maestro que pueda repetir de memoria, letra por letra, tres
capítulos de la Biblia; pero entre nosotros, es difícil hallar un
hombre o una mujer que no pueda repetir todo el Nuevo Testamento, en
su idioma nativo".
Las creencias
religiosas de los valdenses, según se desprende de sus escritos y de
los de sus adversarios, han sido estudiadas a fondo y expuestas por
Juan Francisco Gay en su tesis teológica presentada a la Academia de
Lausana, en 1844. De ese estudio resulta que las doctrinas valdenses
eran en el fondo las mismas que profesan las iglesias evangélicas
actualmente. Las Sagradas Escrituras eran para ellos la única regla de
fe y práctica; todo lo que podía demostrarse por medio de ella era
aceptado como divinamente revelado, pero lo que se enseñaba sin esa
base era rechazado como doctrina de hombres e innovaciones peligrosas.
Sostenían que las Escrituras debían ser leídas por todos los creyentes
y no sólo por los que tenían el don de enseñar la doctrina Condenaban
como absurdo el uso de una lengua desconocida en los actos del culto.
La fe verdadera está siempre acompañada de buenas obras, pero no son
las obras las que salvan. El pecador es justificado delante de Dios
solamente por la fe en Cristo Jesús. Lo que se llama "méritos" hechos
por los hombres, no pueden expiar el pecado y dar la salvación. La
misa es una abominación a Dios; Cristo fue ofrecido una sola vez por
los pecados de muchos. Las indulgencias que concede la iglesia romana
no tienen ningún valor. El purgatorio no existe. Todo lo que se hace
por la salvación de los muertos son cosas inútiles. Repetir oraciones
en una lengua desconocida es un acto sin beneficio. Jesucristo es el
único mediador entre Dios y los hombres, según la enseñanza de San
Pablo en su Primera Epístola a Timoteo, y otros pasajes de la Biblia.
En lugar de invocar a los santos debemos imitar sus virtudes. El culto
de los santos y de las imágenes es una idolatría que Dios desaprueba.
Sólo es iglesia verdadera aquella que profesa la doctrina pura, que se
distingue por la santidad de sus miembros, y administra las ordenanzas
del bautismo y de la santa cena en conformidad con la institución
primitiva. La Iglesia de Roma no es la iglesia de Jesucristo; es la
ramera apocalíptica, embriagada con la sangre de los santos, y hay que
salir de ella para escapar de los castigos que sobrevendrán a los que
participan de sus abominaciones. El papa es el hombre de pecado e hijo
de perdición, mencionado en Segunda Tesalonicenses, cap. segundo. La
gracia de Dios se recibe por medio de la fe y no por virtud
sacramental. La consagración sacramental no obra la pretendida
transubstanciación. La adoración de la hostia es un acto idolátrico.
La misa es un sacrilegio que fue inventado para abolir la cena del
Señor. Hay que confesar los pecados a Dios. Las penitencias no son
necesarias; Cristo perdonaba y enviaba en paz a los pecadores sin
imponerles penitencias. Hay que rechazar los ritos papistas del
matrimonio. La extremaunción no fue establecida ni por Cristo ni por
los apóstoles. No hay sacerdotes en las iglesias cristianas del Nuevo
Testamento. Todos los creyentes son profetas y deben asegurarse, por
medio de las Escrituras, de la verdad que predican. Todos los
creyentes son reyes y sacerdotes, espiritualmente hablando, y deben
tomar parte en el gobierno de la iglesia que no reconoce autoridad
clerical despótica.
Basados en el
sermón del monte, interpretado literalmente, condenaban el juramento
civil, el servicio militar, la pena capital y todo derramamiento de
sangre y peleas.
A la pureza
doctrinal unían la santidad de la vida que confundía a sus más
encarnizados enemigos. Oigamos lo que el inquisidor de Passau dice
acerca de ellos: "Uno puede conocerlos por sus costumbres y sus
conversaciones. Ordenados y moderados evitan el orgullo en el vestido,
que son de telas ni viles ni lujosas. No se meten en negocios, a fin
de no verse expuestos a mentir, a jurar ni engañar. Como obreros viven
del trabajo de sus manos. Sus mismos maestros son tejedores o
zapateros. No acumulan riquezas y se contentan de lo necesario. Son
castos, sobre todo los lioneses, y moderados en sus comidas. No
frecuentan las tabernas ni los bailes, porque no aman esa clase de
frivolidades. Procuran no enojarse. Siempre trabajan y, sin embargo,
hallan tiempo para estudiar y enseñar. Se les conoce también por sus
conversaciones que son a la vez sabias y discretas; huyen de la
maledicencia y se abstienen de dichos ociosos y burlones, así como de
la mentira. No juran y ni siquiera dicen es verdad, o ciertamente,
porque para ellos eso equivale a jurar".
¡Admirable
sabiduría de Dios que dispuso que el elogio de sus siervos fuese
escrito por sus mismos verdugos, y es conservado a través de los
siglos, hasta nuestros días!
antigua literatura valdense.
Las bibliotecas públicas de muchas de las grandes
ciudades de Europa poseen preciosos manuscritos sobre pergamino que
contienen escritos valdenses de gran antigüedad. Hay ejemplares
manuscritos del Nuevo Testamento valdense en las bibliotecas de París,
Estrasburgo, Munich, Zurich, Grenoble, Dublín, Cambridge y Ginebra.
Los valdenses
del siglo xin tenían su propio dialecto, al cual, desde su origen,
tradujeron los libros de las Sagradas Escrituras. También escribieron
muchos libros y tratados de los cuales se conservan algunos hasta hoy.
El dialecto que hablaban es semejante al italiano, francés y español,
como se puede ver en la siguiente frase:
La ley velha deffent
solamen perjurar, Ma la novella di al pos tot non jurar".