Dado el carácter antinatural de la antigualla monárquica
–por la que una familia se transmite la jefatura del Estado- la
propaganda cortesana se ha enroscado en destacar la supuesta utilidad de
la monarquía. Las dinastías se sostienen cuando son útiles y caen
cuando pierden tal condición. Los mismos miembros de la familia Borbón
tienden a hacer referencias a tan melifluo criterio utilitarista, con la
fatal petulancia de tenerse por útiles. Aunque el criterio utilitarista
es, en apariencia, de difícil evaluación, en el caso español la
inutilidad, y el perjuicio, son manifiestos.
El argumento en sí es una inhabilitación de la idea monárquica,
puesto que niega virtualidad a cualquier criterio ideológico serio. La
corona no se sustenta en criterio racional alguno. Ningún motivo existe
para conceder la condición de hereditario y vitalicio al puesto de
primer funcionario de la nación en monopolio a una familia. Todo se
reduce a una supuesta ecuación de coste-beneficio entre el mantenimiento
de tal privilegio y el de su derrocamiento.
Hace tiempo que la herencia de los puestos de mando fue erradicada.
Tal criterio era sumamente irracional. Los hijos llevan siglos sin
heredar, como si de una propiedad se tratara, la magistratura de sus
padres. Nadie aceptaría, por ejemplo, que el hijo del presidente del
Tribunal Supremo estuviera destinado desde el mismo momento de su
concepción a presidir, a su vez, el Alto Tribunal. O que el vástago
primogénito del Jefe del Alto Estado Mayor heredara, por el hecho de
llevar su apellido, tal puesto. Mucho menos sentido tiene que la
Jefatura del Estado pase de padres a hijos.
Puede entenderse con facilidad lo torticero de uno de los argumentos
más caros y persistentes a la aduladora propaganda cortesana, según el
cual la herencia del cargo permite formar para tan altos destinos –y
para tan gozosos disfrutes- al heredero. Además de que lo que la
naturaleza no da, Salamanca no presta, resulta sencillo de entender que,
según ese mendaz criterio, todos los puestos de relevancia deberían ser
transmisibles. El hijo del presidente del Tribunal Supremo podría ser
formado, desde su más tierna infancia, para seguir los pasos de su
progenitor, con los correspondientes doctorados en Derecho y los
subsiguientes másters.
Ningún incentivo tendría para el esfuerzo, pues todo le vendría dado, y resultaría normal -dada la condición humana- que conocida su preeminencia futura se le allanaran los obstáculos y se le minimizaran las dificultades para conseguir de él sus benignos profesores las correspondientes sinecuras y tratos de favor. Sería tal privilegio una grave injusticia frente a los que, mejor dotados o más esforzados, demostraran méritos más acordes a la responsabilidad.
Tales consideraciones, basadas en el estricto sentido común y en la
persistente experiencia, no establecen excepción alguna respecto al
puesto de jefe del Estado. La formación recibida adquiere el aspecto de
una escenificación con cargo al contribuyente. Tras la elección de
esposa por el actual príncipe, un columnista ironizó, con mejor o peor
gusto, que tal decisión mostraba la deficiente formación recibida,
frente a lo que tanto se había insistido. Inmediatamente se hicieron
gestiones –fallidas- para pedir su cabeza, pues la monarquía casa muy
mal con la libertad de expresión y sólo acepta la sumisión plebeya o la
adulación cortesana.
De hecho, nada más contraproducente para una sana educación que la
adquisición desde la cuna del status de funcionario. Ello alejará al
educando del esfuerzo que tan vital es para la maduración, y más aún de
la estricta realidad. Un amigo del actual príncipe –y es preciso hacer
votos para que no pase de ahí- me indicaba que piensa que todos sus
‘súbditos’ son felices, puesto que, desde que se levanta, sólo ve a
gente que le sonríe. Viven en una torre de marfil, con cargo al
Presupuesto, acostumbrados a que sean atendidos sus caprichos de
privilegiado. Ejemplo paralelo puede establecerse con familias pudientes
pero, en este caso, no se trata de carga sobre el contribuyente.
Dependerá de muchos factores que los herederos sean bien formados y
utilicen bien lo que legítimamente ganaron sus padres, haciéndolo
fructificar en beneficio de la sociedad, pero la condición de
funcionario vitalicio desde la concepción y el nacimiento es el peor
escenario posible para una educación sana.
Ocioso y contraproducente resulta plantearse cómo elegir a los
mejores. Nos llevaría, por de pronto, a una discusión en espiral sobre
qué criterios deberíamos seguir para definir qué entendemos por los
mejores. Las cuestiones reales pasan por cuestiones del tipo de cómo
elegir a los menos malos o, mejor aún, cómo limitar su poder, cómo
evitar que abusen de él y cómo impedir males como el despilfarro o el
nepotismo. Sin embargo, resulta difícil concebir una fórmula más
adecuada que la monárquica para seleccionar a los peores y a los más
mediocres. Nadie, en su sano juicio, defendería que la mezcla del
carácter vitalicio y hereditario de un puesto pudiera asegurar un mínimo
de competencia. Tal esquema del heredero forzoso llevaría al
adocenamiento y a la falta de estímulo. Tan evidente es esa degeneración
de la idoneidad que todas las naciones civilizadas ha tiempo
abandonaron tal práctica, como la única excepción de la monarquía, en
las pocas que mantienen tan absurdo modelo.
Es notorio el servilismo que impera en los protocolos monárquicos,
con indignas inclinaciones de cabeza, en el caso de los varones, o de
genuflexa reverencia, en el de las mujeres, y con obligación de
dirigirse a las personas de la familia real mediante títulos como
‘señor’, ‘majestad’ o ‘alteza’, que representan una indignidad plebeya
para quienes las pronuncian y que, si bien pudieron tener sentido en los
tiempos medios, resultan hoy absurdas y periclitadas. Gravemente
dañosas también para quien las recibe, pues se le hace considerar lógica
y natural la más abyecta adulación. Incluso sus gestos de mala
educación se les soportan y ensalzan como rupturas del protocolo y tonos
campechanos. Lejos de la presentación de la formación de los vástagos
regios como exigente, nadie osaría suspenderles. Su paso por las
academias militares no deja de ser una comedia bufa, pues desde el
principio conocen que alcanzarán los más altos grados, por encima de sus
compañeros, sin esfuerzo alguno. La parafernalia monárquica no pasa de
broma, continuamente exaltada por la propaganda cortesana, para ocultar
la evidencia de que de sus vidas se ha eliminado el mínimo esfuerzo
preciso para la maduración de la personalidad. Nada hay de ejemplar en
toda esa ambientación y sí mucho de objetable.
Además, y no como cuestión menor, la condición mistérica y sacral que
en el pasado tuvo la monarquía, y las leyes que exigían los matrimonios
en un pequeño círculo cerrado de familias reales, costumbre altamente
desaconsejable desde el punto de vista genético, ha tenido efectos
pavorosos. Es, en la historia, el caso paradigmático de Carlos II.
Pretencioso y falso resulta pretender que la monarquía o sus personas
simbolizan la unidad del Estado o de la nación, o que confieran a ambos
estabilidad. Cuanto menos se trata de bisutería intelectual y de poesía
barata. La soberanía, y por ende la unidad, reside en todos y cada uno
de los ciudadanos, iguales ante la Ley. Ninguna fórmula produce más
inestabilidad que la monárquica. La historia está llena de guerras por
meras cuestiones dinásticas. Casi todas ellas no respondían a ningún
conflicto social, sino a disputas por el poder dentro de la familia
reinante. En las monarquías constitucionales, el carácter antinatural
del puesto, que ha de conseguir algo tan absurdo como traspasar el
puesto de funcionario número uno a sus herederos, junto con el
sustancial recorte de poder, hace que la monarquía sea el reino de la
obviedad y de la cesión. Es la instalación en la máxima del conde de
Lampedusa: que algo cambie para que todo siga igual; es decir, para que
ellos sigan, disfrutando de la vida plácida y sedentaria del
Presupuesto. Lo que se genera es una falsa estabilidad, en donde se
empantanan los problemas hasta que estallan todos a la vez. Ese es el
peor de los escenarios y es consustancial a la monarquía. Además, ésta,
casi por instinto y siempre por necesidad, ha de ceder en todo, tanto en
lo fundamental como en lo accesorio, con tal de que no se cuestione el
sumo status de privilegio. Y ha de buscar montar la más extensa posible
red clientelar y comprar el mayor número posible de voluntades, en
contra de lo que aducen habitualmente los monárquicos.
Es notorio que en la Europa actual, las naciones con más enconados
conflictos secesionistas –Bélgica, España e Inglaterra- están bajo
monarquías. Éstas lejos de simbolizar la unidad de la nación, representa
un factor de disolución. En el caso de Inglaterra, la disgregación
aparece más larvada y frenada por los efectos moderadores del sistema
mayoritario. Bélgica puede ser considerada una ficción, casi
ingobernable. Y en España, desde la instauración de la nueva monarquía
borbónica –al margen de la legitimidad dinástica y en clara usurpación,
desde la coherencia interna de la institución- el separatismo no ha
hecho otra cosa que tomar alas y extenderse por zonas crecientes de la
geografía nacional. Sin duda, hay otros factores que coadyuvan a ese
encrespamiento de las fuerzas centrífugas en los tres casos (en España,
la nefasta ley electoral y el modelo esperpéntico de las autonomías),
pero los monarcas son incapaces de representar freno alguno. Lejos de
ello, la falsa estabilidad que escenifican desactiva los resortes
morales de la sociedad. Con frecuencia, se observan gestos muy
explícitos de la familia real de contubernio y francachela con los
poderes separatistas, como si nada pasara, y como si tal connivencia
representara algún tipo de lazo nacional.
Por la lógica de toda institución humana, la monarquía tiende a
preservarse ella y se muestra más proclive a mostrarse más cercana a
cuantos pueden cuestionarla y poner en riesgo los puestos de trabajo de
toda la familia, lo que, sin duda, representaría un descalabro
económico. Ese instinto de supervivencia tiende a consagrar como la
principal virtualidad el consenso, que, a la postre, sólo es referido
respecto a la corona.
De hecho, la monarquía es, en teoría, directamente antidemocrática.
No hay principio más fundamental al gobierno del pueblo, por el pueblo y
para el pueblo que la igualdad de todos ante la Ley; el sostenimiento
de la creencia, como hace la Constitución de los Estados Unidos, de que
todos los hombres han sido creados por Dios, iguales en derechos. La
monarquía es el sistema por el que todos los hombres han sido creados
iguales en derechos, menos los de la familia real. Se sitúa, por su
origen, a unos pocos sobre los demás; sus hijos pasan a estar por encima
de los del resto de familias. Monárquico es quien asume e interioriza
su inferioridad. Monárquico es sinónimo de servil.
No sólo los miembros de la familia real pasan a estar dentro del
Presupuesto por el hecho de nacer en la familia gobernante, ni sólo se
exige referirse a ellos con gestos indignos de deferencia por ese mero
hecho, además reciben un trato jurídico de exclusión. El monarca español
es irresponsable ante la Ley, se sitúa al margen del imperio de la Ley.
En hipótesis, puede cometer cualquier delito sin que le sea exigible
responsabilidad alguna ante los tribunales de Justicia. Ese ignominioso
privilegio es corolario de la absurda condición vitalicia del puesto.
Los insufribles discursos regios son una banal colección de lugares
comunes. Ridículo resulta presentar a las personas regias como
ejemplares y aún menos como laboriosas. Incluso sus largas etapas
vacacionales, con su clamorosa ociosidad, son presentadas, contra la
evidencia, como dedicación a las cuestiones de Estado. En los últimos
años, desde Zarzuela se emiten notas de prensa con balances de
actividades, para generar la especie de que se ganan el sueldo con el
sudor de su frente, en las que se incluyen cuestiones tan esforzadas
como su presencia en los palcos de los eventos deportivos.
Hemos visto suficientes aspectos para describir a la monarquía como
básicamente inútil: tiende a la mediocridad eliminando toda competencia;
genera una falsa estabilidad que suele anquilosar a las sociedades,
primero, para llevarlas después al desastre, favorece los elementos
disgregadores de la unidad nacional, al tender por instinto a la cesión,
con tal de que no se cuestione su status de privilegio, y tiende a
eliminar el auténtico debate, sustituyendo el espíritu crítico por la
adulación, y a falsear la representatividad mediante el cajón de sastre
del consenso. Las monarquías no se justifican por su utilidad, pues
todas ellas –las autocráticas y las democráticas- son perfectamente
inútiles.
Tampoco es sostenible que la monarquía sea una fórmula barata. Si las
reflexiones anteriores no sirvieran para mostrar que son altamente
gravosas, bastaría con pensar que la mera supresión de la monarquía, con
la salida de todos su familiares de los presupuestos públicos, ajenos a
todo control, representaría de por sí un ahorro. Sencillamente, la más
alta magistratura del Estado pasaría a ser la presidencia del Gobierno.
De inmediato, se suele intentar desactivar el argumento mostrando al
presidente en ejercicio para promover la repulsa de cuantos se muestran
contrarios a su gestión, pero al tal existe la fórmula de desbancarlo en
tiempo pasado, mientras que el monarca tiene blindado su puesto con la
onerosa condición vitalicia.
Además de inútil, la monarquía es, en realidad, muy cara. Para
sostenerse, siempre ha precisado generar una aristocracia que
participara de su estabilidad en el puesto y de sus privilegios, de
forma que la aristocracia estuviera muy interesada en el mantenimiento
de la monarquía.
La actual reinante en España, a través de la propaganda cortesana, ha
insistido en que tal aristocracia no existe en la actualidad, y que no
se ha producido nada parecido a una corte, salvo en niveles muy
limitados. Esto es notoriamente falso. La instaurada monarquía
borbónica, sin duda, ha marginado a la residual aristocracia de la
sangre, pero ha generado la aristocracia más extensa de la historia de
España, sin precedentes en sus dimensiones. El monarca no es otra cosa
que el jefe de la depredadora casta parasitaria.
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CASA DEL LIBRO: http://www.casadellibro.com/libro-la-monarquia-inutil/9788493703516/1824053