sábado, 10 de enero de 2015

El Código Secreto de Leonardo y Mundos subterráneos I y II (Recopilatorio de Historia Oculta)



EL CÓDIGO SECRETO DE LEONARDO DA VINCI

Es una de las obras de arte más famosas del mundo, y de las que más han tenido que soportar. El fresco de Leonardo La Última Cena es todo cuanto queda de la iglesia de Santa María delle Grazie, cerca de Milán, pues la pared en donde está pintado fue la única que permaneció en pie al ser bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque otros muchos artistas admirados como Ghirlandaio y Nicolás Poussin, e incluso un pintor tan extravagante como Salvador Dalí, han dado sus propias versiones de tan significativa escena bíblica, es la de Leonardo la que, por algún motivo, ha cautivado más las imaginaciones. La encontramos reproducida en múltiples versiones que abarcan ambos extremos del espectro de los gustos, desde lo sublime hasta lo ridículo.

Algunas imágenes son tan familiares que nunca se miran bien, y aunque se ofrezcan a la mirada del espectador abiertas a un escrutinio más detenido, en el plano más profundo y lleno de sentido siguen siendo libros completamente cerrados. Así ocurre con La Última Cena de Leonardo... y aunque parezca mentira, con casi todas las demás obras suyas que han llegado hasta nosotros.


Fue la obra de Leonardo (1452-1519), ese genio atormentado del Renacimiento italiano, la que nos puso en la senda que acabó por conducirnos a unos descubrimientos tan estremecedores en cuanto a sus consecuencias, que al principio nos parecía imposible que les hubiera pasado desapercibido a generaciones enteras de estudiosos lo que finalmente resaltó ante nuestra sorprendida mirada, e increíble que una información tan explosiva hubiese permanecido tanto tiempo esperando pacientemente a ser descubierta por unos autores como nosotros, ajenos a las escuelas oficiales de la investigación histórica o religiosa.

Así que vamos a reseguir la historia por sus pasos contados y regresamos a La Última Cena para mirarla con otros ojos. No es el momento ahora para situarnos en el contexto conocido de los postulados de la Historia del arte. Queremos verla tal como la vería un recién llegado completamente ignorante de esa imagen tan archiconocida. Que las escamas de los conceptos previos caigan de nuestros ojos y la miremos de verdad, como si fuese la primera vez en nuestra vida.

El personaje central, por supuesto, es Jesús, a quien Leonardo menciona bajo el nombre de «el Redentor» en sus notas de trabajo (pero el lector queda advertido de que no debe dar nada por sabido, por más obvio que parezca). Está en actitud contemplativa y mira hacia abajo y un poco hacia su propia izquierda, las manos extendidas al frente sobre la mesa, como si ofreciese algo al espectador. Como ésta es la Última Cena en que, según nos enseña el Nuevo Testamento, Jesús instituyó el sacramento del pan y del vino, de los cuales invita a sus seguidores que coman y beban diciendo que son su carne y su sangre. Sería razonable buscar algún cáliz o copa de vino delante de él, abarcado por el ademán de ofrecimiento.

Al fin y al cabo, para los cristianos esta cena antecede inmediatamente a la pasión de Jesús en el huerto de Getsemaní, donde reza con fervor rogando «que pase de mí este cáliz» (otra alusión al paralelismo vino-sangre), y también a su crucifixión, en la que murió derramando su sangre por la redención de toda la humanidad. Pero no hay vino delante de Jesús, y apenas unas cantidades simbólicas en toda la mesa. ¿Acaso tienen razón los artistas que dicen ser un gesto vacío el de esas manos abiertas?

Visto que apenas hay vino, quizá no sea casualidad que tampoco se hayan partido muchos de los panes que vemos sobre la mesa. Y puesto que el mismo Jesús identificó el pan con su propio cuerpo que sería partido en el supremo sacrificio, ¿se nos está comunicando algún mensaje sutil en cuanto a la verdadera naturaleza de los padecimientos de Jesús?

Hasta aquí la punta del iceberg de la heterodoxia representada en este cuadro. En el relato bíblico el joven Juan, al que llaman «el amado del Señor», se halla tan cerca de Jesús físicamente que incluso apoya la cabeza sobre el pecho del Maestro. Pero en la representación de Leonardo no hay tal, la figura no se reclina según indica el «apunte» bíblico, sino que se aparta del Redentor hacia la derecha de éste con exageración, o casi diríamos con coquetería; pero aún no hemos terminado con este personaje. A quien contemplase por primera vez este cuadro podría disculpársele alguna incertidumbre peculiar en relación con el supuesto Juan.

Pues si bien es cierto que cuando el artista quería representar la suprema belleza masculina con arreglo a sus propias predilecciones solía elegir un canon algo afeminado, sin duda lo que estamos mirando aquí es una mujer. Toda la figura es sorprendentemente femenina; por más que la pintura sea antigua y esté deteriorada, ahí están todavía las manos pequeñas y bien formadas, los rasgos del semblante finos y armoniosos, el pecho femenino sin discusión y el collar de oro. La mujer, pues estamos seguros de que lo es, viste además ropas que la señalan como alguien especial. Son el reflejo invertido de la indumentaria del Redentor, ya que vemos una túnica azul con manto rojo a un lado, y una túnica roja con manto azul al otro, siempre dentro del mismo corte y estilo. Ningún otro comensal lleva unas prendas tan similares a las de Jesús, pero también es cierto que no hay ninguna otra mujer.

Si nos fijamos en la composición general, lo más destacado es la configuración que describen Jesús y la mujer: una gran «M» muy abierta, casi como si estando literalmente unidos por la cadera hubiesen sufrido una separación, o se hubiesen apartado de manera voluntaria. Que sepamos, ningún estudioso ha dicho nunca que ése fuese un personaje femenino, ni mencionan la «M» de la composición. Tal como hemos averiguado en nuestros estudios sobre él, Leonardo fue un excelente psicólogo y le divertía presentar imágenes altamente heterodoxas a los patronos que le encargaban una pintura religiosa convencional. Sabía que les podía enseñar la más escandalosa de las herejías y la contemplarían sin que nada conturbase su ánimo; por lo general los espectadores sólo vemos lo que teníamos previsto ver.

Si le encargan a uno que pinte una escena convencional de los Evangelios y lo que uno ofrece guarda un parecido superficial con esa escena, nadie se fijará en el dudoso simbolismo. Sin embargo Leonardo debió de tener la esperanza de que otros, tal vez los que participaban de su inhabitual interpretación del mensaje neo testamentario, o algún día en algún lugar, unos observadores imparciales pararían mientes en la imagen de la misteriosa mujer señalada por la «M» y se harían las preguntas obvias. ¿Quién era la tal «M», y por qué era tan importante? ¿Por qué arriesgaría Leonardo su reputación, e incluso la vida en aquellos tiempos de activo funcionamiento de los quemaderos, al incluir dicho personaje en una escena tan fundamental para los cristianos?

Quienquiera que fuese, su destino se intuye bastante menos que seguro, porque el canto de una mano amenaza ese cuello graciosamente inclinado. También el Redentor se ve amenazado por un índice rígido que apunta hacia arriba, prácticamente delante de su cara. Pero tanto Jesús como «M» aparecen desentendidos de esos ademanes hostiles, visiblemente sumergidos en los mundos de sus propios pensamientos, tranquilos y sosegados cada uno a su manera. Todo indica que se está utilizando un simbolismo secreto, no sólo para advertir de sus respectivos destinos a Jesús y a su compañera femenina, sino también para participar (o recordar) al observador cierta información que no puede publicarse de otro modo, porque sería demasiado peligroso.

¿Utiliza Leonardo esta pintura para transmitir alguna creencia secreta que sería poco menos que demencial compartir con el público de cualquier manera más explícita? ¿Es posible que dicha creencia lleve un mensaje más allá del círculo inmediato de sus seguidores, tal vez hasta nosotros mismos, hoy día?

Sigamos contemplando esta asombrosa obra. A la derecha según el observador vemos un hombre corpulento y barbudo que se dobla casi en dos para hablar al último discípulo de ese lado de la mesa. Está totalmente vuelto de espaldas al Redentor. Comúnmente se admite que este personaje, Tadeo o Judas, es un autorretrato de Leonardo.

Pero los pintores del Renacimiento nunca pintaron nada por casualidad, ni sólo porque hiciera bonito, y del profesional que nos ocupa sabemos además que era muy aficionado al double entendre visual. (Su preocupación por elegir modelo adecuado para cada discípulo se detecta en la sarcástica proposición de hacer posar al incordiante prior del convento de Santa María para el retrato de Judas el traidor.) ¿Por qué se pintó Leonardo a sí mismo dando la espalda a Jesús?

Pero aún hay más. Una mano anómala apunta con una daga al estómago del discípulo situado detrás del personaje más próximo a «M». Por mucho trabajo que demos a la imaginación es imposible que esa mano pertenezca a ninguno de los comensales, ya que ni forzando la postura ninguno de los circunstantes puede esgrimir la daga en ese lugar.

Pero lo más asombroso de esa mano desencarnada es no tanto su presencia, como el hecho de que en todas nuestras lecturas acerca de Leonardo apenas la hallamos aludida un par de veces, y aun con una curiosa reticencia a admitir que haya nada extraño. Tal como sucede con el san Juan que en realidad es una mujer, nada nos parece más obvio ni más extravagante una vez nos lo indican, pero por lo general estos detalles desaparecen por completo de la vista y la mente del observador, sencillamente porque son demasiado extraordinarios y chocantes.


Se nos ha dicho a menudo que Leonardo era un buen cristiano cuyos cuadros religiosos reflejaban la profundidad de su fe. Como vamos conociendo, al menos uno de ellos incluye una imaginería sumamente dudosa desde el punto de vista de la ortodoxia cristiana. Y nuestras investigaciones ulteriores, como veremos, revelan que nada tan lejos de la verdad como la idea de que Leonardo fuese un verdadero creyente... si por tal entendemos que creyera en ninguna forma aceptada o aceptable del cristianismo.

Ya los rasgos curiosos y anómalos que hemos hallado en una sola de sus obras parecen querer decirnos que hay una segunda lectura en esa escena bíblica tan conocida, otro mundo de creencias más allá del aspecto aceptado de esa imagen congelada en un muro del siglo XV, cerca de Milán.

Cualquiera que sea el significado de esas inclusiones heterodoxas, indudablemente son incompatibles con la doctrina oficial y éste es un punto que conviene resaltar. Aunque en sí no parecerá nada nuevo a los materialistas racionalistas actuales, que consideran a Leonardo como el primero que tuvo verdadera mentalidad científica, como un hombre que no prestaba atención a las supersticiones ni a la religión bajo ninguna de sus formas, y como la propia antítesis de todo misticismo u ocultismo. Pero tampoco éstos ven más allá de sus narices.

Porque pintar la Última Cena sin una cantidad significativa de vino es como pintar el momento culminante de una coronación y omitir la corona; al dejarse este detalle esencial, o ha fracasado por completo el artista o da a entender que pinta otra cosa muy distinta de lo que parece.

A tal extremo que nos lo señala como un hereje, nada menos: como alguien que sí tenía creencias religiosas, pero éstas se hallaban en contradicción y quién sabe si en guerra con las de la ortodoxia cristiana. Y también otras obras de Leonardo, como fuimos descubriendo, subrayan sus peculiares obsesiones heréticas con ayuda de una imaginería coherente y meticulosamente aplicada, lo cual seguramente no habría sucedido si el artista fuese un incrédulo atento sólo a ganarse la vida. Esas inclusiones y esos símbolos que nadie le había encargado eran mucho, mucho más que la reacción humorística del escéptico frente a semejante encargo. No era lo mismo que, digamos, pintar un san Pedro con nariz de payaso. Lo que estamos viendo en la Última Cena y las demás obras es el código secreto de Leonardo da Vinci, y creemos que tiene una sorprendente actualidad en relación con el mundo de hoy.

Se podrá argumentar que, creyera lo que creyera Leonardo, no sería más que el capricho de un solo hombre, y lo que es más, de un hombre notoriamente raro, que fue en vida un amasijo de contradicciones. Tal vez era, como se ha dicho, un solitario, pero sabía organizar y animar las fiestas como nadie; despreciaba las supersticiones, pero se han encontrado en sus cuentas anotaciones de honorarios pagados a astrólogos; era vegetariano y muy cariñoso con los animales, pero su ternura raras veces se extendió a la raza humana cuando practicaba disecciones de cadáveres obsesionado por estudiar la anatomía, y asistía a las ejecuciones públicas para observar la agonía de los condenados; era un pensador profundo pero se complacía inventando acertijos, adivinanzas pueriles y bromas pesadas.

Ante una personalidad tan complicada, es fácil pensar que sus opiniones particulares en materia de religión y filosofía quizá fueron algo o muy excéntricas. Por este motivo nos hallaríamos tentados a desdeñar sus posibles ideas heréticas como cosa desprovista de importancia para nosotros. Y si bien se admite generalmente que Leonardo fue hombre de inmenso talento, la vanidad de nuestro siglo «moderno» tal vez resta importancia a sus conocimientos. Al fin y al cabo, cuando él nació apenas acababa de inventarse la imprenta. Un inventor solitario de una época tan atrasada, ¿puede tener algo que ofrecer a un mundo que se mantiene continuamente informado navegando por la Red, y que es capaz de comunicarse por teléfono o fax, en cuestión de segundos, con gentes de otros continentes que ni siquiera habían sido descubiertos en aquella época?

A esto se puede contestar de dos maneras. La primera, y usando una paradoja, que Leonardo no fue un genio de los del montón. Muchos saben que dibujó máquinas voladoras y primitivos tanques militares, pero algunos de sus inventos fueron tan inconcebibles en la época que algunos estudiosos un poco inclinados a lo fantástico han llegado a sugerir si tuvo visiones del futuro. Su dibujo de una bicicleta, por ejemplo, no fue descubierto sino hacia finales de los años sesenta.

Pero, a diferencia de los ridículos armatostes que han ido marcando la evolución real de la bicicleta desde la época victoriana, la bicicleta de Leonardo tenía ya las dos ruedas de igual tamaño y mecanismo de transmisión por cadena y piñón. Aunque hay una pregunta más intrigante que el dibujo en sí, y es qué motivos podía tener él para inventar una bicicleta. Porque la humanidad siempre ha tenido el afán de volar como las aves, pero no deja de causar extrañeza el deseo de pedalear por los caminos de entonces, bastante menos que perfectos, en precario equilibrio sobre dos ruedas (y además no figura en ninguna leyenda clásica, a diferencia del vuelo). Da Vinci predijo también el teléfono, entre otras muchas pretensiones futuristas a la fama.

Admitiendo que Leonardo fuese incluso más genial de lo que conceden los libros de Historia, queda todavía la cuestión de si supo algo que pudiese ejercer una influencia importante por significado o por difusión cinco siglos después. Con más motivo podríamos preguntarnos qué relevancia tienen para nuestro tiempo y lugar las enseñanzas de un rabí del siglo I, pero prescindamos de eso, porque también es cierto que algunas ideas son universales y eternas, y la verdad, si se logra descubrirla o definirla, esencialmente nunca pierde vigencia por más siglos que transcurran.

Sin embargo lo que nos interesó de Leonardo no fue su filosofía (declarada o tácita) ni su arte. Sino la más paradójica de sus obras, la que gozando de una fama extraordinaria se conoce menos: ésa fue la que nos lanzó a una profunda investigación sobre Leonardo. Como hemos detallado en nuestro libro anterior, fue el Maestro quien confeccionó el falso Santo Sudario, del que durante mucho tiempo se creyó que había recibido milagrosamente la impronta con la imagen de Jesús en el momento de su muerte.

En 1988 la prueba del carbono 14 demostró que la impostura debió de ser obra de un puñado de creyentes fanáticos de finales de la Edad Media o principios del Renacimiento; no obstante para nosotros la imagen seguía siendo muy digna de atención, y aun es poco decir. Predominaba en nuestras mentes el problema de la identidad del impostor, pues el creador de semejante «reliquia» no podía por menos que ser un genio.

El Santo Sudario, y esto lo reconocen cuantos han escrito acerca de él, tanto a favor como en contra de su autenticidad, se comporta como una fotografía. Es decir, que tiene un curioso aspecto de negativo fotográfico, lo cual significa que no se ven a simple vista sino unas manchas, y sólo al positivarlo invirtiendo los valores de claro y oscuro se manifiesta la imagen que contiene. Como no se conoce ninguna obra de pintor ni calco funerario que presente tal efecto, éste se interpreta por parte de los partidarios de la autenticidad como la prueba de su origen milagroso. En cambio nosotros hemos descubierto que la imagen de la Sindone se comporta como una fotografía precisamente porque lo es.

Pues sí, aunque parezca increíble de entrada, el Sudario de Turín es una fotografía. Nosotros, con la ayuda de Keith Prince, hemos reconstruido la técnica original que creemos se utilizó, y somos los primeros que hemos logrado reproducir características del Sudario para las cuales hasta ahora nadie había encontrado explicación. Y aunque los defensores de la hipótesis milagrosa decían que no era factible, lo hicimos con medios sumamente sencillos. Utilizamos una cámara oscura (en esencia, un cajón con un agujero de muy pequeño diámetro), una tela impregnada con una capa fotosensible en la que utilizamos productos que podían conseguirse fácilmente en el siglo XV, y una larga y paciente exposición.

Aunque eso sí, el asunto de nuestro experimento fotográfico fue un busto femenino de escayola, muy lejos de la categoría del modelo original. Pues, aunque la cara que aparece en la Sindone no sea, como muchos han afirmado, la de Jesús, evidentemente es el semblante del mismo impostor. En resumen, el sudario de Turín es, entre otras muchas cosas, una fotografía de quinientos años de antigüedad y el retratado no es otro sino Leonardo da Vinci.

Ahora bien, y pese a algunas afirmaciones más bien curiosas en contrario, eso no pudo ser obra de un devoto creyente cristiano. El Sudario de Turín, una vez positivado, muestra lo que parece ser el cuerpo martirizado y ensangrentado de Jesús. Vamos a recordar aquí que ésa no es una sangre vulgar, sino el propio vehículo de la redención humana. A nuestro modo de ver, nadie que se atreviese a falsificar dicha sangre podría ser considerado un creyente... como tampoco sería posible tener el mínimo respeto por la persona de Jesús y suplantar la imagen de éste por la de uno mismo. Leonardo hizo lo uno y lo otro con meticulosa habilidad y, sospechamos, con cierto regocijo secreto.

Desde luego, le constaba que la supuesta imagen de Jesús —pues nadie llegaría a darse cuenta de que se trataba del propio artista florentino—, estaba destinada a ser venerada por un gran número de peregrinos, incluso en vida de él mismo. Por lo que sabemos, bien pudo quedarse a un lado, de incógnito, contemplando el espectáculo: eso cuadraría muy bien con lo que conocemos de su carácter.

Pero, ¿sería capaz de imaginar siquiera el número aproximado de peregrinos que se persignarían delante de su imagen en el decurso de los siglos? ¿Que algunas personas inteligentes se convertirían al cristianismo después de haber visto ese rostro bello y atormentado? ¿Pudo prever que la idea vigente en la cultura occidental en cuanto al aspecto físico de Jesús iba a quedar en buena parte determinada por la imagen de la Sindone? ¿Que algún día millones de personas de todo el mundo reverenciarían la imagen de un herético homosexual del siglo XV en lugar de su Dios amado, y que literalmente Leonardo da Vinci iba a convertirse en la figuración de Jesucristo?

Nos parece que el Sudario no anda lejos de haber sido la superchería más ofensiva de la Historia, así como la más creída. Pero, aunque haya engañado a millones de personas, hay ahí algo más que un homenaje al arte de la broma de mal gusto. Creemos que Leonardo aprovechó la oportunidad de crear la reliquia cristiana más impresionante como vehículo para dos cosas: una técnica innovadora, y la puesta en clave de una creencia herética.

En aquella época paranoica y supersticiosa habría sido demasiado peligroso el publicar esa primitiva técnica fotográfica, y los acontecimientos no tardarían en corroborarlo. Sin duda Leonardo se divirtió cuando tomaba sus disposiciones para asegurarse de que su prototipo fuese conservado amorosamente por el mismo clero al que detestaba. Naturalmente también es posible que esa custodia eclesial se haya producido por simple coincidencia, como un capricho más del destino en un caso ya de por sí memorable. Pero nos parece que responde más bien a una pasión de control total que era peculiar de Leonardo, y en este caso, como vemos, quiso llevarla mucho más allá de la tumba.

Además de ser un fraude y la obra de un genio, el Sudario de Turín presenta ciertos símbolos que subrayan las obsesiones particulares del mismo Leonardo y que también aparecen en otras obras, éstas más generalmente aceptadas como suyas. Por ejemplo, en la base del cuello del personaje que estuvo envuelto en el Sudario hay una clara línea de discontinuidad. Cuando se convierte la imagen completa en un «mapa de contorno» usando las técnicas computarizadas más modernas, vemos que la línea define la base de la imagen de la cabeza por delante, a lo cual sigue una indefinición, digamos, un espacio sin imagen, y luego ésta vuelve a concretarse en la parte superior del tórax.

Nos parece que ello obedece a dos causas. La primera es puramente práctica, porque la imagen frontal es un montaje. El cuerpo es verdaderamente el de un crucificado, y el rostro es el de Leonardo, así que esa línea de discontinuidad indica, tal vez necesariamente, el «empalme» de las dos imágenes. Pero en este caso el falsificador era un maestro del oficio y le habría resultado fácil difuminar o repintar la reveladora línea de separación. Pero ¿y si en realidad Leonardo no quiso quitarla? ¿Y si la dejó deliberadamente, como referencia destinada a quienes tuviesen «ojos para ver»?

Por otra parte, ¿qué concebible herejía puede transmitir el Sudario de Turín, ni aunque esté en clave? Sin duda hay un límite para los símbolos que sea posible ocultar en la sencilla y cruda imagen de un crucificado desnudo... y que además, ha sido analizada por muchos de los mejores científicos utilizando el instrumental más perfeccionado. Aunque volveremos sobre esta cuestión a su debido tiempo, adelantemos aquí que es posible contestar a estas preguntas considerando desde una perspectiva nueva dos aspectos principales de la imagen.

El primero guarda relación con la abundancia de sangre que parece haber corrido por los brazos de Jesús, detalle que contradice a primera vista la ausencia simbólica del vino en la pintura de la Última Cena, pero que refuerza de hecho ese punto concreto. El segundo se refiere a la línea de delimitación tan obvia entre la cabeza y el cuerpo, como si hubiese querido Leonardo aludir a una decapitación... Pero Jesús no fue decapitado, que sepamos, y la imagen es un montaje. Se nos está diciendo que consideremos las imágenes de dos personajes diferentes, pero que estuvieron íntimamente relacionados de alguna manera. Si admitimos esto, no obstante, ¿por qué se colocaría al decapitado «por encima» del crucificado?

Como veremos, esta pista de la cabeza cortada en el Sudario de Turín no viene sino a reforzar los símbolos de otras muchas obras de Leonardo. Hemos observado ya cómo el anómalo personaje femenino «M» de la Última Cena parece amenazado por una mano que hace el gesto de cortar su esbelto cuello, y cómo también el mismo Jesús es amenazado por un índice levantado delante de su rostro en un ademán que parece de advertencia, o quizás es un recordatorio, o ambas cosas a la vez. En la obra de Leonardo, el índice levantado es siempre, en todos los casos, una alusión directa a Juan el Bautista.

Este santo, el supuesto precursor de Jesús, el que anunció al mundo «éste es el Cordero de Dios», y dijo de sí mismo que no era digno siquiera de desatarle las sandalias, fue de suprema importancia para Leonardo, si juzgamos por su omnipresencia en la obra conservada. Obsesión en sí misma bien curiosa, tratándose de un hombre que, según nos dicen los racionalistas modernos, nunca tuvo en demasiada estima la religión. Si los personajes y las tradiciones del cristianismo no significaban nada para él, difícilmente habría dedicado tanta atención y trabajo a un santo determinado, como lo hizo con el Bautista.

Una y otra vez vemos en Juan la influencia dominante de la vida de Leonardo, tanto a nivel consciente, en sus obras, como en el plano sincrónico de las coincidencias que rodearon esa vida. Casi como si el Bautista le hubiera seguido a todas partes. Por ejemplo, es el santo patrono de su estimada ciudad de Florencia, y también le está consagrada la catedral de Turín donde se expone la reliquia del Santo Sudario. Y la última pintura de Leonardo, la que se encontró en su cámara mortuoria junto con la Mona Lisa y nadie reclamó, representaba a Juan el Bautista, lo mismo que la única escultura suya que ha llegado hasta nosotros (y que ejecutó a medias con Giovan Francesco Rustici, un notorio ocultista).

Ese dedo índice levantado —que vamos a llamar «el gesto de Juan»— aparece también en un cuadro de Rafael, La Academia de Atenas (1509). Aquí es el venerable personaje de Platón quien hace el ademán, pero teniendo en cuenta las circunstancias la alusión no es tan misteriosa como cabría suponer. En realidad el modelo que posó como Platón no fue otro sino el mismo Leonardo y le vemos haciendo un gesto que además de ser en alguna manera suyo característico, sin duda tenía un profundo significado para él (y posiblemente también para Rafael y otros de su círculo).

Por si alguien cree que estamos exagerando la importancia de lo que hemos llamado «el gesto de Juan», veamos otros ejemplos en la obra de Leonardo.

Aparece en varias pinturas suyas y, como hemos dicho, siempre tiene el mismo significado. En su Adoración de los Magos, empezada en 1481 pero nunca terminada, el ademán lo exhibe un espectador anónimo que está detrás de un promontorio sobre el cual crece un algarrobo. Cuando uno contempla el cuadro difícilmente se fija en este personaje, ya que la atención se dirige inevitablemente hacia lo que uno creería es el tema principal, es decir, corno sugiere el título, la adoración de la Sagrada Familia por parte de los «sabios de Oriente», o magos.

La Virgen, bella y en actitud ensimismada, con el niño Jesús sobre la rodilla, no ha recibido color y tiene un aspecto insípido. Los magos se arrodillan para ofrecer los presentes que le llevan al niño, mientras se arremolina al fondo una multitud que suponemos ha acudido también para rendir homenaje a la madre y al niño. Pero, al igual que la Última Cena, esta pintura sólo superficialmente es cristiana y vale la pena echarle una ojeada más detenida.

Nadie dirá que los adoradores del primer término sean ejemplos de salud y belleza. Flacos, casi cadavéricos, las manos se alzan pero no en gesto de reverencia sino casi como garras de pesadilla dirigidas hacia la pareja central. Los magos traen sus regalos, pero sólo dos de los tres legendarios. Vemos que ofrecen incienso y mirra, pero falta el oro. Para un observador de la época de Leonardo el oro significaba, además de fortuna inmediata, la realeza, y eso es lo que no se le ofrece a Jesús.

Cuando miramos detrás de la Virgen y de los magos vemos un segundo grupo de adoradores. Éstos parecen mucho más sanos y normales, pero si nos fijamos bien observaremos que no miran a la Virgen ni al niño para nada. Parece como si la veneración se dirigiese a las raíces del algarrobo, detrás del cual hay un hombre haciendo «el gesto de Juan». Y el algarrobo se halla tradicionalmente asociado a... Juan el Bautista.

En el ángulo inferior derecho del cuadro hay un joven deliberadamente vuelto de espaldas a la Sagrada Familia. Existe coincidencia en que se trata del mismo Leonardo, pero la explicación que se propone comúnmente para su actitud es algo floja: que el artista se juzgaba indigno de mirarla de frente. Pues sabemos que Leonardo no simpatizaba con la Iglesia; además su autorretrato como Tadeo o Judas en la Última Cena también se aparta significativamente del Redentor, como viniendo a subrayar una reacción emocional muy fuerte en cuanto a los personajes centrales del relato cristiano. Y puesto que Leonardo nunca fue un paradigma de devoción, ni de modestia, no es verosímil que tal reacción le fuese inspirada por un exceso de humildad ni de reverencia.

Volviendo al hermoso e inquietante boceto de La Virgen y el Niño con Santa Ana (1501), que tiene la fortuna de poseer la londinense National Gallery, de nuevo hallamos elementos que deberían sorprender al observador —aunque rara vez ocurre— con sus implicaciones subversivas. El dibujo presenta a la Virgen y el Niño con santa Ana (la madre de María) y Juan Bautista niño. A lo que parece, el niño Jesús está bendiciendo a su primo Juan, quien mira hacia arriba con expresión meditativa, mientras santa Ana contempla fijamente y de cerca el semblante ensimismado de su hija... y hace el «gesto de Juan», pero con mano curiosamente grande y masculina.

Ahora bien, ese índice alzado se eleva por encima de la diminuta mano de Jesús que bendice, como dominándola en sentido literal y también metafórico. Y aunque la Virgen está sentada en una postura muy incómoda, casi «a la jineta», como montaban antiguamente las mujeres, en realidad la postura más extraña es la de Jesús, a quien sostiene la Virgen casi como empujándole a bendecir, como si le hubiese traído al cuadro sólo para que lo hiciera pero apenas consiguiera retenerlo allí. Mientras tanto Juan se apoya tranquilamente contra la rodilla de santa Ana, bastante ajeno al honor con que se le distingue. ¿Es verosímil que la misma madre de la Virgen esté recordándole algún secreto relacionado con Juan?

Según la nota que publica la National Gallery, algunos expertos en arte a los que extraña el aspecto juvenil de santa Ana y la anómala presencia de Juan el Bautista especulan si la obra no representa en realidad a María con su prima Isabel... la madre de Juan. Lo cual parece plausible, y si ellos tienen razón, corrobora el argumento.

La aparente inversión de los papeles habituales de Jesús y de Juan se ve asimismo en una de las dos versiones de la Virgen de las Rocas que debemos a Leonardo. Los historiadores del arte nunca han explicado satisfactoriamente por qué hay dos versiones, una de las cuales se expone actualmente en la National Gallery de Londres, y la otra, mucho más interesante para nosotros, en el Louvre de París.

El encargo originario lo hizo una cofradía llamada de la Inmaculada Concepción, e iba a servir como imagen central de un tríptico para el altar de la capilla que tenía dicha hermandad en la iglesia de San Francisco Mayor de Milán (los laterales del tríptico se encargaron a otros pintores). El contrato, fechado el 25 de abril de 1483, todavía existe y arroja una interesante luz sobre la obra encargada... y la que recibieron en realidad los cofrades.

En el documento se especifican con claridad la forma y las dimensiones de la pintura, lo cual era de rigor porque el marco del tríptico ya existía. Lo curioso es que las dos versiones terminadas por Leonardo cumplen la especificación, así que no sabemos por qué repitió el encargo. Pero podemos aventurar una suposición acerca de esas interpretaciones divergentes, y no tiene mucho que ver con el perfeccionismo y sí con la percepción de la potencia explosiva de lo realizado.

En el contrato se especifica también el tema de la pintura. Se trataba de representar un acontecimiento que no figura en los Evangelios, pero estaba presente en la leyenda cristiana desde hacía mucho tiempo. Es el relato de cómo, durante la huida a Egipto, José, María y el niño Jesús se refugiaron en una cueva del desierto, donde hallaron al infante Juan Bautista bajo la protección del arcángel Uriel.

La intención de esta leyenda estriba en solucionar una de las dudas más obvias y más molestas que plantea el relato del bautismo de Jesús conforme a los Evangelios. ¿Qué necesidad tenía Jesús de bautizarse si había nacido exento de pecado, y siendo así que ese rito es una ablución simbólica mediante la cual se limpia uno de sus pecados y se compromete a vivir santamente en el futuro? ¿Por qué el Hijo de Dios iba a someterse a un evidente acto de autoridad por parte del Bautista?

La leyenda refiere que durante el encuentro fortuito entre los dos santos infantes, Jesús le concedió a su primo Juan autoridad para que le bautizara cuando ambos fuesen mayores. Por varias razones nos parece una ironía de la Historia que la cofradía confiase tal asunto precisamente a Leonardo, pero también podemos sospechar que éste quedó encantado con el encargo... para hacer de él una interpretación exclusivamente suya, al menos en una de las versiones.

De acuerdo con las costumbres de la época, los cofrades solicitaban una pintura vistosa y fastuosa, con dorados de pan de oro y muchos querubines y espíritus de profetas veterotestamentarios como relleno. Pero lo que recibieron fue bastante distinto, a tal punto que se estropearon las relaciones entre ellos y el pintor, y todo culminó en un pleito que se arrastró durante más de veinte años.

Leonardo eligió representar la escena con el mayor realismo posible y sin personajes ajenos. Él no quería querubines gordezuelos ni severos profetas bíblicos anunciadores de desgracias. En efecto casi diríamos que practicó un reduccionismo excesivo en cuanto a las dramatis personae, ya que no aparece san José para nada aunque el cuadro supuestamente pinta la huida de la Sagrada Familia a Egipto.

La versión del Louvre, que fue la primera, presenta a una Virgen con túnica azul que rodea con su brazo protector a un niño, mientras que el otro infante forma grupo con Uriel. Lo curioso es que los dos niños parecen idénticos, y más curioso todavía, el que está con el ángel bendice al otro, y es el niño de María quien se arrodilla sumisamente. Por eso los historiadores del arte han supuesto que Leonardo, cualesquiera que fuesen sus motivos, eligió colocar el niño Juan al lado de María. Al fin y al cabo no hay etiquetas que identifiquen a los personajes, y sin duda el niño con más autoridad para bendecir era Jesús.

Hay otras interpretaciones de este cuadro, sin embargo, que no sólo sugieren mensajes subliminales de gran intensidad y nada ortodoxos, sino además refuerzan los códigos utilizados por Leonardo en otras obras. Tal vez el parecido de los dos niños sugiere en este caso la idea de que Leonardo trató de confundir deliberadamente sus identidades, él sabría por qué. Y si bien María abraza en ademán de protección al niño Juan, según se admite generalmente, en cambio la derecha se alarga sobre la cabeza de «Jesús» en un gesto que casi parece de hostilidad, o lo que Serge Bramly, en su reciente biografía de Leonardo, describe como «evocación de los espolones de un águila».

Uriel apunta enfrente, al niño de María, pero la enigmática mirada se dirige hacia el observador, lo cual también es significativo puesto que se aparta de la Virgen y el niño. Lo más admisible y fácil sería interpretar el ademán y la postura como un señalamiento de cuál de ellos es el Mesías, pero hay otras posibles explicaciones.
¿Qué pasa si el niño que está con María en la versión del Louvre de la Virgen de las Rocas es Jesús, como parecería lo más lógico, y el otro, el que está con Uriel, es Juan? Recordemos que en ese caso, Juan bendice a Jesús y éste se somete a la autoridad de aquél. Uriel, en su función especial como protector de Juan, ni siquiera tiene por qué mirar a Jesús. Y María, mientras protege a su hijo, alza una mano amenazadora por encima de la cabeza del infante Juan.

Bastantes centímetros por debajo de esa palma extendida hallamos la de Uriel que señala; el uno con el otro, ambos gestos parecen abarcar alguna clave críptica. Como si Leonardo quisiera indicarnos un objeto, algo significativo, pero invisible, que debería estar en el espacio comprendido entre ambas. En ese contexto no creemos arbitrario sugerir que los dedos extendidos de María parecen estar colocando una corona sobre una cabeza invisible, mientras que el índice estirado de Uriel corta precisamente el espacio que correspondería al cuello. Esa cabeza virtual flota por encima del niño que está con Uriel... así que resulta identificado tan eficazmente como si lo hubiese etiquetado, en definitiva, porque, ¿cuál de los dos murió decapitado? Entonces, si ése representa en verdad a Juan el Bautista, él bendice a quien le es superior.

Pero cuando nos dirigimos a la versión muy posterior de la National Gallery, resulta que aquí faltan todos los elementos que se necesitaban para establecer esas heréticas deducciones... y sólo ellos. Los dos niños son de aspecto bastante distinto, y el que está con María lleva la cruz larga que tradicionalmente se asocia con el Bautista (aunque bien es cierto que ese detalle pudo añadirlo otro pintor). Aquí la mano derecha de María también se extiende por encima del otro niño, pero esta vez sin sugerencia alguna de amenaza. Uriel no señala ni aparta la mirada de la escena. Todo sucede como si Leonardo nos invitase al juego de «busca las diferencias» y nos desafiase a sacar de esos detalles anómalos nuestras propias conclusiones.

Este tipo de escrutinio de las obras de Leonardo revela una plétora de segundas lecturas, provocativas e inquietantes. El tema de Juan el Bautista parece repetirse en muchos lugares, a menudo por medio de ingeniosos símbolos y señas subliminales. Y una y otra vez, él o las imágenes que le representan se sitúan por encima de la figura de Jesús: incluso en los símbolos astutamente incluidos en el Sudario de Turín, si no andamos equivocados.

Tiene un cierto carácter obsesivo esa insistencia de Leonardo, con el recurso a unas imágenes tan intrincadas, por no hablar de lo mucho que arriesgaba al presentar públicamente una herejía aunque que lo hiciese de una manera astuta y subliminal. Como hemos indicado antes, tal vez la razón de que dejase sin terminar tantas obras suyas no fue el perfeccionismo, como generalmente se cree, sino la conciencia de lo que podía pasarle si alguien supiera ver por debajo del tenue barniz de ortodoxia el contenido auténticamente «blasfemo» de lo que se estaba representando. Aunque fuese un titán en lo intelectual y en lo físico, quizá no tenía muchas ganas de atraer sobre sí la atención de las autoridades; con una sola experiencia tuvo más que suficiente.

Obviamente, no le hacía ninguna falta poner su propia cabeza en el tajo introduciendo semejantes mensajes heréticos, en sus pinturas. Excepto si creyese apasionadamente en ellos. Como ya hemos visto, lejos de ser el ateo materialista que tanto gusta a muchos modernos, Leonardo fue un creyente profundo, sincero, sólo que su sistema de creencias era totalmente contrario a lo que entonces constituía y todavía hoy constituye la «línea general» del cristianismo. Era un seguidor de lo que hoy llamaríamos «lo oculto».

Esta palabra tiene hoy día, para muchos, connotaciones inmediatas y nada positivas. Se entiende que quiere decir magia negra, o frivolidades de unos charlatanes degenerados, o ambas cosas a la vez. En realidad la palabra «oculto» sólo significa lo que significa, como cuando los astrónomos hablan de la «ocultación» de un cuerpo celeste por otro, quedando aquél eclipsado.

En lo tocante a Leonardo se convendrá en que, si bien algunos elementos de su biografía y creencias tienen cierto relente a ritos siniestros y prácticas mágicas, lo que buscaba en realidad y por encima de todo era el conocimiento. Y muchas de las cosas que buscaba habían sido eficazmente «ocultadas» por la sociedad, y particularmente por una organización tan ubicua como poderosa. En casi todos los países europeos de la época, la Iglesia miraba con desconfianza cualquier género de experimentación científica, y no se conformaba con mirar, sino que empleaba medidas drásticas para silenciar a quienes se atreviesen a publicar opiniones no ortodoxas o meramente particulares.

En cambio Florencia, donde nació y se formó Leonardo, y en cuya corte principió realmente su carrera, era el centro floreciente de una nueva ola de conocimiento. Y esto, aunque parezca sorprendente, se debió por entero a haberse convertido la ciudad en refugio de muy numerosos ocultistas y magos. Los primeros mecenas de Leonardo, la familia de los Médicis, que eran entonces los amos de Florencia, fomentaban activamente los estudios ocultistas y pagaban a eruditos para que buscasen determinados manuscritos perdidos y, caso de ser encontrados, los tradujesen.

La fascinación que sintieron los hombres del Renacimiento hacia lo arcano era bastante distinta de nuestra afición a los horóscopos de los periódicos. Aunque hubo áreas de investigación que hoy día, inevitablemente, nos parecerían ingenuidades o puras supersticiones, otras muchas supusieron serios intentos de entender el Universo y el lugar que el hombre ocupa en él.

Sin embargo, los magos pretendían ir un paso más allá, y descubrir maneras de controlar las fuerzas de la naturaleza. Desde este punto de vista tal vez no extrañará tanto que Leonardo, precisamente él, participase activamente en la cultura oculta de su época y situación. La distinguida historiadora Francés Yates llega al punto de sugerir que toda la clave del ambicioso genio de Leonardo podría hallarse en las nociones de la magia contemporánea.

En nuestro libro anterior hemos detallado las filosofías que predominaban por aquel entonces en el mundo ocultista de Florencia; resumiendo diremos aquí que los grupos de la época hacían gran caso de la hermética, cuyo nombre deriva de Hermes Trismegisto, gran mago egipcio, aunque probablemente legendario, cuyos libros ofrecían un sistema coherente de magia. Con mucho la parte más importante del pensamiento hermético era la idea de que el hombre es, en cierta manera, literalmente divino. Y ese concepto por sí solo resultaba tan peligroso para el dominio de la Iglesia sobre las mentes y los corazones de su grey, que necesariamente debía anatemizarlo.

En la vida y la obra de Leonardo ciertamente se encuentran numerosas demostraciones de principios herméticos. A primera vista, sin embargo, parece existir una flagrante contradicción entre profesar elaboradas ideas filosóficas y cosmológicas, y nociones heréticas, y seguir concediendo tanta importancia a los personajes bíblicos.

(Hay que subrayar que las creencias heterodoxas de Leonardo y su círculo no eran una mera reacción frente a una Iglesia crédula y corrupta. Como ha demostrado la Historia, contra la Iglesia de Roma existió en efecto una reacción fuerte, y nada clandestina, que fue la Reforma protestante. Pero si Leonardo viviera hoy nos parece que tampoco le encontraríamos militando en esa especie de Iglesia.)

Existen sin embargo muchas pruebas de que los herméticos podían ser verdaderos herejes. Un fanático representante del hermeticismo, Giordano Bruno (1548-1600), proclamó que sus creencias derivaban de una antigua religión egipcia anterior al cristianismo, y que eclipsaba a éste en importancia. Una parte de ese mundo oculto floreciente —pero no tanto que pudiese atreverse, frente a la desaprobación de la Iglesia, a ser otra cosa sino un movimiento clandestino— eran los alquimistas. Una vez más, estamos ante un grupo víctima de un prejuicio moderno.

Hoy nos burlamos de ellos y los tenemos por unos locos que perdieron el tiempo en el vano intento de convertir los metales viles en oro; en realidad esa imagen era una pantalla útil para los alquimistas serios, más preocupados por la verdadera experimentación científica... y sobre todo, por la transformación personal y el consiguiente dominio total del propio destino. Una vez más, no es difícil creer que un hombre tan sediento de conocimiento como Leonardo pudo participar en ese movimiento y tal vez ser incluso uno de sus principales inspiradores.

Aunque no tenemos prueba directa de esa relación, sabemos que solía tratar con ocultistas fervientes de todas las tendencias, y nuestros propios estudios sobre la falsificación del Sudario de Turín sugieren vivamente que esta reproducción fue el resultado directo de sus propios experimentos «alquímicos» (o mejor dicho, hemos llegado a la conclusión de que el mismo arte de la fotografía fue, en tiempos, uno de los grandes secretos alquímicos).

Para simplificar: es muy improbable que Leonardo desconociera ningún sistema de conocimiento de los disponibles en su tiempo, pero al mismo tiempo, y dados los riesgos que implicaba el participar públicamente en ellos, es igualmente improbable que hubiese consignado por escrito ninguna prueba de su participación. En cambio, y como hemos visto, los símbolos y las imágenes que utilizó con reiteración en sus obras supuestamente cristianas no es fácil que hubiesen merecido la aprobación de las autoridades eclesiásticas, si éstas hubieran llegado a sospechar la verdadera naturaleza de dichas obras.

Dicho esto, subsiste todavía que una fascinación por las ideas herméticas no se compadece, en apariencia al menos, con el género de preocupaciones que atribuyese una gran importancia a Juan el Bautista... y al significado putativo de la mujer «M». De hecho fue esta discrepancia lo que nos intrigó tanto que nos obligó a seguir profundizando en nuestra investigación. Por supuesto podría argumentarse que lo único que significa tanto dedo índice levantado es que un cierto genio del Renacimiento estuvo obsesionado por el personaje de Juan el Bautista. Pero ¿no era posible que existiera un significado más profundo tras la creencia personal del propio Leonardo? ¿Y si el mensaje que leemos en sus pinturas fuese de alguna manera realmente cierto?

Desde luego, en los círculos ocultistas se viene manteniendo desde hace bastante tiempo que el Maestro fue poseedor de un conocimiento secreto. Cuando empezamos a investigar su participación en lo del Sudario de Turín escuchamos en esos círculos muchos rumores en el sentido de que, en efecto, no sólo había intervenido en su creación, sino que además se sabía que había sido un mago de cierto renombre.

Existe incluso un cartel decimonónico que sirvió para anunciar el parisién Salón de la Rose + Croix (un centro de reunión para ocultistas de aficiones artísticas), y representa a Leonardo como Guardián del Santo Grial, lo cual se entiende, en esos círculos, como sinónimo de Guardián de los Misterios. También en este caso hay que reconocer que rumores más licencia artística no suman gran cosa en concepto de prueba, pero sumados a todas las demás indicaciones que hemos expuesto antes, ciertamente despertaron nuestra apetencia de saber más acerca del Leonardo desconocido.

De momento habíamos puesto al descubierto el motivo principal de la aparente obsesión de Leonardo, es decir, Juan el Bautista. Si bien era natural que recibiese encargos de pintar o esculpir a dicho santo de momento que vivía en Florencia, que como hemos dicho lo tenía por patrono, también es cierto que Leonardo eligió libremente aceptarlos. Y que el último retrato en que estaba trabajando antes de su fallecimiento en 1519 —no encargado por nadie, sino emprendido por motivos propios— era un Juan Bautista. A lo mejor era ésa la imagen que deseaba ver cuando se hallase en su lecho de muerte. E incluso cuando se le pagaba para que pintase una escena cristiana ortodoxa, él siempre que podía procuraba destacar el papel del Bautista en ella.

Como hemos visto, sus imágenes de Juan están sutilmente alteradas para transmitir un mensaje específico, por más que fuese captado de modo imperfecto y subliminal. Desde luego pinta a Juan como alguien importante, pero al fin y al cabo, fue el Precursor, heraldo y pariente carnal de Jesús, así que no dejaba de ser lógico que se le reconociese así su papel. Lo que no dice Leonardo es que el Bautista fuese inferior a Jesús como cualquier otro humano. En su Virgen de las Rocas, el ángel apunta a Juan, o así puede argumentarse, quien bendice a Jesús, y no lo contrario.

En la Adoración de los Magos, los personajes normales y de aspecto sano veneran las raíces del algarrobo, el árbol de Juan, no a los incoloros Virgen y Niño. Y el «gesto de Juan», el índice extendido de la mano derecha que se levanta frente al rostro de Jesús en la Última Cena, obviamente no es ningún ademán cariñoso ni solidario, sino que parece estar diciendo de una manera, por decirlo con suavidad, bastante amenazadora: «Acuérdate de Juan». Y esa otra obra de Leonardo, la más desconocida, el Sudario de Turín, contiene el mismo tipo de simbolismo, con la imagen de una cabeza supuestamente cortada puesta «encima» de un crucificado clásico. El testimonio abrumador de los indicios es que para Leonardo, al menos, Juan el Bautista era superior a Jesús.

A todo esto parecerá que Leonardo fue la voz que clama en el desierto. A fin de cuentas, muchos grandes genios han sido unos excéntricos, cuando menos. A lo mejor ése fue otro aspecto de su vida en que anduvo lejos del rebaño, de los convencionalismos de su época, solo e incomprendido. Pero nosotros también sabíamos, y ello desde el comienzo de nuestras averiguaciones (hacia finales del decenio de los ochenta), que recientemente habían aparecido pruebas, aunque de naturaleza muy controvertible, que le relacionaban con una sociedad secreta poderosa y siniestra.

Este grupo, que se afirma existió desde varios siglos antes que Leonardo, incluyó a varios de los individuos y las familias más influyentes de la Historia europea, y de acuerdo con algunas fuentes existe todavía. Se dice que entre los promotores de esa organización figuran no sólo miembros de la aristocracia, sino incluso algunas de las figuras más eminentes de la vida política y económica actual, que la mantienen viva en razón de sus propios objetivos particulares.

En nuestros comienzos tal vez habíamos acariciado la idea de una vida tranquila en las galerías de arte, dedicados a descifrar pinturas del Renacimiento. No podíamos andar más lejos de la realidad.
*



EN LOS MUNDOS SUBTERRÁNEOS I PARTE

Nuestro estudio del «Leonardo desconocido» estaba destinado a convertirse en un trayecto largo e increíblemente complicado, más similar a una iniciación, digamos, que al simple camino desde A hasta B. Durante este recorrido entramos en muchos callejones sin salida, y nos metimos en mundos subterráneos habitados por gentes que además de ser aficionadas a juegos siniestros gustan de hacerse agentes de la desinformación y la confusión.

Con frecuencia nos mirábamos y nos preguntábamos, aturdidos, cómo era posible que un simple estudio sobre la vida y la obra de Leonardo da Vinci nos hubiese arrastrado a un mundo cuya existencia ni siquiera creíamos posible fuera de las más recónditas películas del gran surrealista francés Jean Cocteau, como su Orphèe, con la descripción de un submundo accesible sólo gracias a la magia de los espejos, que era preciso atravesar.

En realidad fue ese mismo exponente de lo estrafalario, Cocteau, quien acabó por suministrarnos más pistas y no sólo acerca de las creencias del mismo Leonardo, sino también sobre la existencia de una tradición clandestina ininterrumpida que había compartido las mismas preocupaciones. Descubrimos que Cocteau (1889-1963) había tenido que ver con esa sociedad secreta, por lo visto, y más adelante comentaremos las pruebas circunstanciales. Pero antes vamos a analizar otra clase de pruebas mucho más inmediata, la de lo que hemos visto con nuestros propios ojos.

En sorprendente vecindad con las luces y la agitación de la londinense Leicester Square se alza la recoleta iglesia de Notre-Dame de France, sita en Leicester Place, bastante cerca de una heladería de moda, pero notoriamente difícil de encontrar, porque la fachada no se presenta con el esplendor que uno ha acabado por asociar con los templos católicos de alguna importancia. Es fácil pasar de largo si uno no se fija, con lo cual nos pasaría ciertamente desapercibido que su decoración difiere significativamente de la de casi todas las demás iglesias cristianas.

Construida por primera vez en 1865 en un lugar vagamente vinculado a los caballeros templarios, Notre-Dame de France quedó casi totalmente destruida por las bombas de los nazis durante el blitz, y la reconstruyeron hacia finales de los años cincuenta. El visitante que no se deja engañar por la modestia exterior se encuentra en un recinto espacioso, alto y luminoso, como es típico en las iglesias católicas de diseño moderno, o eso parece a primera vista. Prácticamente exenta de la recargada estatuaria que suelen ostentar otros templos de mayor antigüedad, tiene no obstante unas pequeñas lápidas con las estaciones del Vía Crucis, y sobre el altar principal un tapiz que representa una Virgen joven y rubia a la que veneran unos animales —y que recuerda un poco la estética disneyana más cursi, pero todavía dentro de lo aceptable como representación de una María adolescente—, así como algunos santos de escayola en sus capillas a uno y otro lado.

A mano izquierda del visitante según se mira hacia el altar mayor hay una capilla donde no se venera ninguna estatua, pero que tiene un culto de seguidores sui generis. Los visitantes acuden para admirar y fotografiar un mural muy peculiar que hay allí, obra de Jean Cocteau, quien lo acabó en 1960. La iglesia expende orgullosamente tarjetas postales con la reproducción de su propia y justamente famosa obra maestra.

Pero, al igual que sucede con las pinturas «cristianas» de Leonardo, ésta, cuando se contempla con atención, también revela un simbolismo bastante menos que ortodoxo. Y la comparación con la obra de Leonardo no es casual en modo alguno. Incluso teniendo en cuenta el salto cronológico de 500 años, ¿no podríamos decir que él y Cocteau han colaborado de alguna manera a través de los siglos?

Antes de volver nuestra atención hacia la curiosidad de Cocteau, echemos una ojeada genérica al templo de Notre-Dame de France. Aunque no sea un caso único, desde luego es inusual que una iglesia católica tenga planta circular, que además aquí queda subrayada por varios detalles más.

Por ejemplo, hay una curiosa cúpula con luz central, decorada con un dibujo de anillos concéntricos que podría interpretarse, sin forzar demasiado la interpretación, como una telaraña. Y los muros tienen tanto en el interior como en el exterior un motivo de cruces de brazos iguales alternadas con más círculos.

La iglesia de posguerra, aunque nueva, tiene a orgullo el haber incorporado en su construcción una losa procedente de la catedral de Chartres, la joya más espléndida en la corona de la arquitectura gótica... y como aún nos tocaría descubrir luego, foco de determinados grupos cuyas creencias religiosas no han sido ni de lejos tan ortodoxas como querrían hacernos creer los libros de Historia.

Se podrá objetar que no hay nada especialmente profundo ni siniestro en la inclusión de dicha piedra: al fin y al cabo, durante la guerra esa iglesia fue lugar de encuentro de representantes de la Francia Libre, y un pedazo de Chartres debió de constituir para ellos, seguramente, símbolo conmovedor de todo cuanto la patria representa. Sin embargo, nuestra investigación iba a demostrar que había mucho más que eso.

Todos los días entran en Notre-Dame de France muchas personas, tanto londinenses como forasteras, para rezar y asistir a los oficios religiosos. O mejor dicho, parece ser una de las iglesias más ocupadas de Londres, y además sirve de cómodo refugio a muchos indigentes de las calles, que son acogidos allí con gran caridad. Pero es el mural de Cocteau el imán que atrae a la mayoría de los visitantes que acuden a ella como parte del circuito turístico de Londres, si bien algunos optan por quedarse un rato para disfrutar de ese oasis de calma en medio de la agitación y el estrépito de la capital.

En principio el fresco tal vez decepciona, porque al igual que otras muchas obras de Cocteau parece apenas abocetado con algunos colores sobre una superficie lisa de enlucido. Representa la Crucifixión: alrededor de la víctima los espantados soldados romanos, las mujeres afligidas, los discípulos. Tiene desde luego todos los ingredientes de una escena clásica de la Crucifixión, pero tal como sucede con la Última Cena de Leonardo, vale la pena echar una ojeada más detenida, más crítica y tal vez podríamos decir, con mayor esfuerzo del sentido común.

El personaje central, la víctima de la más horrible forma de suplicio a muerte, bien podría ser Jesús, pero también es cierto que no podemos estar seguros porque sólo se le ve de las rodillas abajo.

La parte superior del cuerpo no se muestra. Y al pie de la cruz hay una rosa enorme de color púrpura.

En primer término vemos un personaje que no es romano ni discípulo, uno que se ha vuelto de espaldas a la cruz y parece seriamente trastornado por la escena que acaba de ver.

En verdad debió de ser un acontecimiento consternante, como siempre lo es la muerte de un hombre en tales circunstancias; y hallarse presente mientras todo un Dios encarnado derramaba su sangre sería sin duda terrible, indescriptiblemente traumático. Pero la expresión de ese personaje no es la del filántropo entristecido, ni la del seguidor confundido por la pérdida de su maestro.

A fuer de sinceros hay que decir que la ceja fruncida, la mirada de soslayo, componen la mueca de un testigo desengañado, incluso con un algo de repugnancia. La reacción es la de alguien ni remotamente inclinado a doblar la rodilla para rendir culto, sino que manifiesta su opinión de igual a igual.


¿Quién es ese que así expresa su desaprobación al hallarse presente en el acontecimiento más sagrado de la cristiandad? No es otro sino el mismo Cocteau. Y si recordamos que Leonardo se pintó a sí mismo apartando la mirada de la Sagrada Familia en la Adoración de los Magos, y de Jesús en la Última Cena, podremos decir que hay, al menos, un parecido familiar entre todas esas pinturas. Pero cuando averiguamos que, según aseguran algunos, ambos artistas fueron miembros de la alta jerarquía de una misma sociedad secreta herética, ¡imposible resistirse a continuar la investigación!

Sobre la escena brilla un sol negro que difunde sus rayos oscuros por el cielo en derredor. Delante de él hay un personaje de pie, posiblemente un hombre, cuyos ojos salientes vueltos hacia arriba, y vistos de perfil contra el horizonte, presentan un notable parecido con unos pechos erguidos. Cuatro soldados romanos adoptan posturas épicas alrededor de la cruz, con las jabalinas colocadas en ángulos extraños y, a lo que parece, significativos. Uno de ellos lleva escudo, el cual muestra la enseña de un halcón estilizado. A los pies de dos de ellos hay un paño sobre el cual se han echado unos dados. La suma total de los puntos que muestran es cincuenta y ocho.

Un joven de aspecto insignificante se halla con las manos unidas al pie de la cruz; su mirada algo inexpresiva se vuelve vagamente hacia una de las dos mujeres representadas en la escena. Éstas a su vez parecen unidas por un amplio contorno en «M» justo debajo del hombre cuyos ojos parecen pechos. La de más edad, abrumada por el dolor, mira hacia abajo y diríamos que derrama lágrimas de sangre; la otra está literalmente más distante, y aunque se encuentra cerca de la cruz toda ella parece alejarse. La figura en «M» muy abierta se repite en el frontis del altar, situado justo delante del mural.

La última figura de la escena, al extremo derecho, es un hombre de edad indeterminada. Está de perfil y el único ojo visible se ha dibujado con la inconfundible forma de un pez.

Algunos comentaristas han señalado que los ángulos de las lanzas definen la figura de un pentagrama, lo cual de ser cierto constituiría un detalle nada ortodoxo en una escena cristiana tan tradicional. Pero esto, aunque intrigante, no entra en nuestro estudio actual. Como hemos visto, es verdad que hay algunos vínculos aparentes, por más que superficiales, entre los mensajes subliminales de las obras religiosas de Leonardo y de Cocteau, y lo que requiere nuestra atención es el uso común de ciertos símbolos.

Los nombres de Leonardo da Vinci y Jean Cocteau figuran en la lista de Grandes Maestres de la que pretende ser una de las sociedades secretas más antiguas y más influyentes de Europa, el Prieuré de Sion o Priorato de Sión. Muy controvertida, su misma existencia ha sido puesta en duda algunas veces; en consecuencia han sido ridiculizadas sus supuestas actividades y su repercusión, ignorada.

Al principio nosotros también participábamos de este tipo de reacción, pero cuando proseguimos nuestras investigaciones echamos de ver que desde luego la cuestión no era tan sencilla.

En el mundo de habla inglesa el Priorato de Sión llamó por primera vez la atención no antes de 1982, cuando su existencia fue dada a conocer por el muy vendido libro The Holy Blood and the Holy Grail, de Michael Baigent, Richard Leigh y Henry Lincoln; en el país de origen, Francia, la opinión pública empezó a saber algo desde comienzos de los años sesenta.

Se trata de una orden simili-masónica o de caballería con ciertas ambiciones políticas y, a lo que parece, una influencia considerable entre bambalinas. Dicho esto, es considerablemente difícil formular una opinión definida acerca del Priorato, quizá porque toda la institución tiene en sí cierto carácter quimérico. Sin embargo, no tenía nada de ilusorio la información que nos facilitó un portavoz del Priorato a quien conocimos hacia comienzos de 1991 en una reunión resultante de una serie de cartas bastante extrañas que nos enviaron después de una tertulia radiofónica sobre el Sudario de Turín.

Hemos contado ya en nuestro libro anterior cómo se produjo esa cita ligeramente surrealista; bastará decir aquí que un tal «Giovanni», a quien nunca hemos conocido sino bajo dicho seudónimo, italiano y sedicente alto jerarca del Priorato de Sión, había realizado un meticuloso seguimiento de nuestras personas prácticamente desde el comienzo de la investigación acerca de Leonardo y del Sudario.

Por razones que él conocería, finalmente decidió hablarnos de algunos de los intereses de aquella organización, y tal vez incluso conseguir que desempeñáramos algún papel en sus proyectos. Esa información acabó figurando en gran parte —después de una verificación por nuestra parte, a veces no poco tortuosa— en nuestro libro sobre el Santo Sudario, pero otro volumen de información comparable quedó fuera de la obra por no guardar ninguna relación con ella.

Pese a las implicaciones muchas veces sorprendentes, o escandalosas, de las revelaciones de Giovanni, nos vimos obligados a tomárnoslas en serio casi todas, sencillamente porque las averiguaciones realizadas por nosotros independientemente las corroboraban. Por ejemplo la imagen del Sudario de Turín se comporta como una fotografía porque lo es, conforme hemos logrado demostrar. Y si como él afirmaba, la información de Giovanni verdaderamente procedía de los archivos del Priorato, entonces teníamos desde luego un motivo para atender sus puntos de vista... quizá con una dosis de saludable escepticismo, pero no desde la descalificación previa como muchos de sus detractores.

Desde nuestra primera incursión en el mundo secreto de Leonardo comprendimos a no tardar que si la misteriosa sociedad realmente había sido parte integrante de su existencia, quedaban explicados los móviles de una gran parte de sus actos. Y si en efecto hubiese formado parte de una poderosa red clandestina, del tipo que fuese, posiblemente también tuvieron que ver algo con ella sus influyentes mecenas, como Lorenzo de Médicis y Francisco I de Francia. Sí parece que hubo una organización en la sombra detrás de las obsesiones de Leonardo, pero ¿sería realmente el Priorato de Sión como afirman algunos?

Si las pretensiones del Priorato son ciertas, era ya una organización venerable cuando reclutó a Leonardo entre sus filas. Pero cualquiera que fuese su antigüedad, debió de ejercer un atractivo poderoso, tal vez extraordinario, para el joven artista y para algunos de sus colegas del Renacimiento, no menos incrédulos que él. Tal vez ofrecía, como la moderna masonería, no menos ventajas materiales y sociales, como facilitar la carrera del joven artista en las principales cortes europeas de la época.

Pero eso no explicaría la evidente profundidad de las creencias del propio Leonardo, por extrañas que nos parezcan. Si participó en algo, ese algo interesó a su espíritu tanto como a sus conveniencias materiales.

La influencia reservada del Priorato de Sión se debe al menos en parte a la sugerencia de que sus miembros son y han sido siempre los custodios de un secreto tan trascendental, que si alguna vez llegase a hacerse público sacudiría los mismos cimientos de la Iglesia y del Estado. El Priorato de Sión, llamado a veces la Orden de Sión o la Orden de Nuestra Señora de Sión, entre otros títulos secundarios, retrotrae su fundación al año 1099, durante la primera Cruzada, e incluso entonces sólo fue cuestión de formalizar un grupo cuya guarda de un conocimiento explosivo databa de mucho antes.

Decían hallarse en el origen de los templarios, esa curiosa orden medieval, de caballeros mitad monjes mitad soldados, de siniestra reputación. El Priorato y los templarios llegaron a ser, dicen, prácticamente la misma organización, presidida por un mismo Gran Maestre, hasta que sufrieron un cisma y emprendieron caminos separados en 1188.

El Priorato continuó bajo el caudillaje de una serie de Grandes Maestres entre los que figuraron algunos de los nombres más ilustres de la Historia, como sir Isaac Newton, Sandro Filipepi (más conocido como Boticelli), Robert Fludd, el filósofo ocultista inglés... y, naturalmente, Leonardo da Vinci, de quien se dice que presidió el Priorato durante los últimos nueve años de su vida.

Entre sus líderes más recientes se cita a Victor Hugo, Claude Debussy, y al pintor, escritor, comediógrafo y cineasta Jean Cocteau. Y aunque no fuesen Grandes Maestres, el Priorato cuenta entre sus seguidores a otras luminarias de todas las épocas, como Juana de Arco, Nostradamus (Michel de Notre Dame) e incluso el papa Juan XXIII.

Aparte de dichas celebridades, la historia del Priorato de Sión comprende supuestamente a varias de las principales familias reales y aristocráticas de Europa, durante muchas generaciones. Citemos los d’Anjou, los Habsburgo, los Sinclair y los Montgomery.

La finalidad declarada del Priorato consiste en proteger a los descendientes de la antigua dinastía real de los merovingios, que reinaron en lo que hoy es Francia desde el siglo V hasta el asesinato de Dagoberto II a finales del siglo VII.

Por el contrario, los críticos dicen que el Priorato de Sión no existe sino desde los años cincuenta y está formado por un puñado de mitomaníacos sin auténtica influencia, unos monárquicos afectados por ilimitadas manías de grandeza.

Tenemos, pues, a un lado las pretensiones del propio Priorato en cuanto a su pedigrí y raison d’être, al otro las afirmaciones de sus detractores. Enfrentados a este abismo aparentemente insalvable, hay que confesar que albergábamos grandes dudas en cuanto a proseguir la investigación por esa línea. En cualquier caso, nos dábamos cuenta de que si bien toda valoración acerca del Priorato se descomponía lógicamente en dos partes —la cuestión de su existencia en tiempos recientes y la de sus pretensiones históricas—, el asunto era complicado y nada de lo relacionado con esa organización aparece nunca con claridad.

A los escépticos, la primera vinculación dudosa o contradicción aparente los lleva a denunciar todo el cotarro como un absurdo flagrante de principio a fin. Pero convendría recordar que nos las tenemos con unos fabricantes de mitos, a los que con frecuencia importa más transmitir ideas poderosas e incluso escandalosas por medio de imágenes arquetípicas, que comunicar la verdad escueta.

La existencia moderna del Priorato es indudable. En nuestro trato con Giovanni nos persuadimos de que él al menos no era un embaucador al uso, y se podía confiar en sus informaciones. No sólo nos proporcionó datos preciosos en cuanto al Sudario de Turín, sino también otros detalles sobre diversos individuos actualmente comprometidos con el Priorato y otras organizaciones esotéricas, tal vez aliadas de éste, tanto en el Reino Unido como en el resto de Europa.

Por ejemplo, citó como miembro de la organización a un asesor literario que había colaborado con uno de nosotros hacia los años setenta. A primera vista lo que nos decía Giovanni acerca de dicho sujeto nos pareció una maquinación por parte de aquél, y no poco maliciosa, hasta que al cabo de unos meses sucedió algo muy extraño.

Por una sorprendente coincidencia, pues estamos seguros de que no fue otra cosa, ese mismo asesor literario asistió en noviembre de 1991 a un banquete que daba una amiga nuestra en un restaurante elegido por ella, pero que no estaba cerca de su casa de Home Counties, sino a dos pasos de la de uno de nosotros. Por eso nos quedamos asombrados al ver que una de las personas citadas por Giovanni se presentaba entre los invitados, como quien dice en nuestra propia puerta. Seguimos en contacto después y nos invitó a su casa de Surrey. Él y su esposa son muy sociables y no fue ningún sacrificio para nosotros el relacionarnos con ellos, aunque poco a poco fue desvelándose un hecho: él era miembro del Priorato de Sión.

Nuestras relaciones durante ese período culminaron en una invitación para asistir a una celebración después de las Navidades en la citada casa de campo. El acontecimiento fue fastuoso, pero cordial, y todos los invitados además de mostrarse encantadores y cosmopolitas evidenciaron un extraordinario interés hacia nuestro trabajo sobre Leonardo y el Santo Sudario.

Un interés un tanto insólito, podríamos decir ahora retrospectivamente. Fue muy halagador pero un poco inquietante, habida cuenta de que todos ellos eran banqueros de categoría internacional.

Sabíamos ya que nuestro anfitrión era miembro de alguna organización de tipo masónico. Resultó que pese a su sempiterna jovialidad, algunas veces algo estruendosa, era también un ocultista practicante. Esto nos consta en parte porque nos lo dijo él mismo. La jugada obviamente nos pareció deliberada; estaba claro que deseaba que supiéramos algo en cuanto a las aficiones ocultas suyas y de su círculo... pero ¿el qué exactamente? Cualesquiera que fuesen sus propósitos secretos, acabábamos de enterarnos de que el Priorato tenía un nutrido seguimiento de cultos e influyentes hombres y mujeres en el mundo de habla inglesa.

Giovanni había citado entre los miembros del Priorato a cierto director de una editorial londinense, también conocido nuestro. Aunque no pudimos verificar su pertenencia a dicha organización, sí descubrirnos que su afición a lo oculto iba más allá de los ocasionales artículos y libros que él mismo escribía sobre el tema bajo diversos seudónimos.

Además había desempeñado un papel significativo en la publicidad de The Holy Blood and the Holy Grail cuando este libro fue publicado en 1982. (Y seguramente no será casualidad que tenga una segunda residencia muy cerca de cierta población francesa que desempeña, como veremos luego, destacado papel en el drama que rodea el Priorato de Sión.)

El hecho que aquí nos importa, resultante de nuestras relaciones con esas personas, es que el moderno Priorato de Sión no es, como dicen los críticos, la elucubración de un puñado de franceses movidos por quimeras monárquicas. En virtud de nuestras experiencias y contactos recientes, en nuestra mente no queda ninguna duda de que el Priorato existe ahora de verdad.

En cuanto a los antecedentes históricos que pretende, eso es otra cuestión.

Hay que convenir en que los críticos del Priorato tienen un buen argumento cuando afirman que la primera referencia documentada se retrotrae a fecha tan reciente como el 25 de junio de 1956. Resulta que según la ley francesa todas las asociaciones deben obligatoriamente registrarse, por paradójico que eso parezca cuando hablarnos de sociedades «secretas». Lo que declaró el Priorato ante el registro como finalidad suya fue que se proponía facilitar «estudios y socorro mutuo a los asociados», aserto que, además de positivamente pickwickiano con su tono de banal altruismo, es un modelo de disimulo.

En la ocasión manifestaba una sola actividad, consistente en publicar un periódico titulado Circuit y que, según la terminología del mismo Priorato, debía servir «para información y defensa de los derechos y libertades de los inquilinos de viviendas de renta limitada» (foyers habitation â logement modéré en Francia). En el registro figuraron cuatro funcionarios de la asociación, el más interesante de los cuales —y ahora el más conocido— era un tal Pierre Plantard, director además de Circuit.

Desde esa anodina declaración, sin embargo, el Priorato de Sión ha sido dado a conocer a un público mucho más amplio. No sólo se han dado a la imprenta sus estatutos, incluida la firma de quien supuestamente fue Gran Maestre, Jean Cocteau (aunque esto, como es natural, también puede ser una falsificación), sino que el Priorato ha aparecido en varios libros, empezando en 1962 con Les Templiers sont parmi nous, de Gérard de Sède, que incluía una entrevista con Pierre Plantard.

En el mundo de habla inglesa la fama del Priorato aún tendría que esperar veinte años más. En 1982 apareció en las librerías el fenomenal superventas de Michael Baigent, Richard Leigh y Henry Lincoln The Holy Blood and the Holy Grail, y la controversia subsiguiente hizo del Priorato un tema de moda en las conversaciones y debates para un público mucho más amplio. Lo que este libro afirmaba en cuanto a la organización y deducía de sus supuestos objetivos, lo comentaremos aquí más adelante.

De lo publicado hasta la fecha resalta la figura de Pierre Plantard como personaje llamativo que domina a la perfección el arte de los políticos, consistente en mirar cara a cara al entrevistador mientras responden a la pregunta con una contestación distinta de lo que se les ha pedido. Nacido en 1920, asomó por primera vez a la vida pública en 1942, durante la ocupación alemana de Francia, cuando publicó un periódico titulado Vaincre pour une jeune chevalerie, notablemente acrítico frente al opresor nazi, o mejor dicho publicado con la aprobación del mismo.

Éste era oficialmente el órgano de la Orden Alpha-Galates, una sociedad cuasimasónica y caballeresca con sede en París, de la cual Plantard se hizo Gran Maestre a su temprana edad de veintidós años. Publicaba sus editoriales, al principio, con la firma de «Pierre de France», luego «Pierre de France-Plantard» y por último, sencillamente, «Pierre Plantard».

Esta obsesión con lo que él afirmaba ser la grafía correcta de su apellido se manifestó de nuevo cuando adoptó el título más sonoro de «Pierre Plantard de Saint-Clair», que es el nombre bajo el cual aparece en The Holy Blood and the Holy Grail, y el que usó mientras fue Gran Maestre del Priorato de Sión entre 1981 y 1984 (actualmente Vaincre es el título del boletín interno del Priorato, el cual publica Pierre Plantard de Saint-Clair con la colaboración de su hijo Thomas).

Así pues, quien trabajó en tiempos como delineante de un instalador de radiadores y supuestamente tuvo a veces dificultades para pagar el alquiler, ejerció, sin embargo, una considerable influencia en la Historia de Europa, pues fue Pierre Plantard de Saint-Clair, bajo el seudónimo de «Captain Way», la eminencia gris de los Comités de Salvación Pública que prepararon el retorno al poder del general Charles de Gaulle en 1958.

Consideremos ahora la naturaleza esencialmente paradójica del Priorato de Sión. Ante todo, ¿de dónde sale en realidad la información pública acerca de esa organización, y qué crédito merece? Como se ha escrito en The Holy Blood and the Holy Grail, la fuente primaria es una colección de sólo siete enigmáticos documentos conservados en la Bibliothèque Nationale de París y conocidos bajo el nombre de Dossiers secrets.

A la primera inspección los tales expedientes secretos no son más que un cajón de sastre lleno de genealogías y textos históricos, con algunas obras alegóricas más recientes que se atribuyen a autores anónimos, o que escriben bajo obvios seudónimos, o que no tienen nada que ver con lo que se les atribuye. Muchas de estas alusiones se refieren a la supuesta obsesión merovingia de la asociación y se centran en el famoso misterio de Rennes-le-Château, la remota aldea languedociana que fue el punto de partida de la Investigación de Baigent, Leigh y Lincoln (sobre lo cual volveremos más adelante). Sin embargo, también emergen otros temas principales que son mucho más significativos para nosotros y que trataremos en seguida. El primer artículo de los expedientes secretos fue depositado en 1964, aunque esté fechado en 1956. El último fue depositado en 1967.

Razonablemente podríamos hacer caso omiso de buena parte del contenido de los expedientes o tomárnoslos como una especie de chanza. Es la reacción inmediata, pero hay que precaverse contra ella, porque nuestra experiencia del Priorato de Sión y de su modus operandi nos indica que les agrada la desinformación deliberada y detallada. Detrás de una cortina de humo compuesta de absurdos, tergiversaciones y ocultaciones, hay un designio muy serio y muy perseverante.

Desde luego lo que ni en un millón de años habría fascinado ni motivado por mucho tiempo a unos genios tan grandes como Leonardo e lsaac Newton es el supuesto afán de restaurar el desaparecido linaje de los merovingios a una posición de poder, cualquiera que sea, en la Francia moderna.

A tenor de las pruebas, que se hallan en los expedientes secretos, la demostración de la supervivencia de la dinastía más allá de Dagoberto II, por no mencionar la de la prolongación clara e inequívoca de dicho linaje hasta finales del siglo XX, es frágil en el mejor de los casos, y novelesca para quien considere el asunto con predisposición menos favorable.

Al fin y al cabo, cualquiera que haya intentado reseguir su propio árbol genealógico dos o tres generaciones atrás sabe hasta qué punto la empresa se vuelve pronto difícil y problemática. Cuesta imaginar que hombres de la categoría de Isaac Newton y Leonardo quedasen demasiado impresionados por la proposición de una sociedad británica, digamos, que los invitase a colaborar en la restauración de los descendientes de Haroldo II el Confesor (muerto por los hombres de Guillermo el Conquistador en 1066).

En cuanto al moderno Priorato de Sión, la empresa de restaurar la dinastía merovingia se intuye bastante dificultosa. No sólo está el problema de persuadir a la Francia republicana de la conveniencia de retornar a la monarquía que rechazó hace más de un siglo; si eso fuese posible, y si se lograse demostrar la continuidad de la línea de sucesión merovingia, queda todavía que ese linaje en particular no puede sustentar ninguna pretensión, porque en tiempos de los merovingios aún no existía siquiera un Reino de Francia. Como ha dicho escuetamente el autor francés Jean Robin, «Dagoberto fue [...] rey en Francia, pero en modo alguno rey de Francia».
*

EN LOS MUNDOS SUBTERRANEOS II PARTE

Los Dossiers secrets serán un absurdo total, pero da qué pensar la medida del esfuerzo y de los recursos que se dedican a ellos y a sustentar sus pretensiones. Incluso el escritor francés Gérard de Sède, que llenó muchas páginas alineando argumento tras argumento para pulverizar la causa merovingia aducida en los expedientes, ha acabado por admitir que se invirtió en ellos una cantidad de erudición y de recursos y estudios académicos fuera de toda proporción con la supuesta finalidad. Aunque irritado por «ese mito delirante», sin embargo saca la conclusión de que detrás de todo eso hay un misterio auténtico. Un rasgo muy curioso de los dossiers es la constante implicación que se insinúa entre líneas, a saber, que los autores tuvieron acceso a archivos oficiales de la administración y la policía.

Por citar sólo dos ejemplos de entre muchos: en 1967 se agregó a los dossiers un cuaderno intitulado Le serpent rouge, atribuido a tres autores, Pierre Feugère, Louis Saint-Maxen y Gaston de Koker, y fechado el 17 de enero de 1967, aunque el resguardo del depósito en la Bibliothèque Nationale lleva fecha del 15 de febrero. Este extraordinario texto de trece páginas, generalmente alabado como ejemplo de talento poético, utiliza también simbolismos astrológicos, alegóricos y alquímicos. Pero resulta que estamos ante un asunto siniestro, porque los tres autores fueron hallados ahorcados con menos de veinticuatro horas de diferencia, entre el 6 y el 7 de marzo de aquel mismo año.

Va sobreentendido que las muertes fueron consecuencia de su colaboración como autores de Le serpent rouge. Pero otras investigaciones ulteriores han demostrado que la obra fue añadida al depósito de los dossiers el 20 de marzo, es decir, después de que aquéllos fuesen hallados muertos, y que se falsificó deliberadamente el resguardo antedatándolo a febrero.

Sin embargo, hay en esa extraña historia algo todavía más chocante, y es que los tres supuestos autores no tenían en realidad ninguna relación con ese panfleto, ni con el Priorato de Sión si a eso viene... Por lo visto, alguien había aprovechado la ocasión de aquellas tres muertes extrañamente coincidentes en el tiempo, y la puso al servicio de sus propios y sin duda no menos extraños fines.
Pero ¿por qué? Tal como ha señalado De Sède, solo transcurrieron trece días entre las tres muertes y el depósito del cuaderno en la Bibliothèque Nationale; de manera que alguien trabajó muy rápido, tanto es, así que da a entender que ese verdadero autor o autores estaba(n) en el secreto de las investigaciones policiales.

Y Frank Marie, un escritor y detective privado, ha demostrado de modo concluyente que la máquina de escribir utilizada para elaborar Le serpent rouge volvió a serlo en la confección de otros documentos posteriores de los expedientes secretos.

Está luego el caso de los falsos documentos del Lloyds Bank. Unos supuestos pergaminos del siglo XVII hallados por un cura francés a finales del siglo pasado, y que supuestamente demostraban la continuidad del linaje merovingio, fueron comprados por un caballero inglés en 1955 y depositados en una caja de una sucursal londinense del Lloyds Bank. Aunque en realidad nadie ha visto esos documentos, se supo que existían cartas que confirmaban el hecho de estar depositados, firmadas por tres destacados hombres de negocios británicos, todos los cuales habían estado relacionados anteriormente con los servicios secretos de su país.

Sin embargo, en el curso de su investigación para The Messianic Legacy (la continuación de The Holy Blood and the Holy Grail), Baigent, Leigh y Lincoln consiguieron demostrar que las cartas eran falsificaciones... pero incorporaban en su confección partes de documentos auténticos que exhibían las firmas auténticas, y copias de los certificados de nacimiento de los tres hombres de negocios.

Sin embargo el punto más significativo y de más largo alcance es que el falsificador, quienquiera que fuese, debió de obtener esas partes de unos papeles auténticos en los archivos de la administración francesa y por vías que implican seriamente a los servicios secretos franceses.

Una vez más nos quedamos con una fuerte sensación de extrañeza. La realización de tan complicada estratagema debió de suponer una enorme cantidad de tiempo, esfuerzo y tal vez incluso riesgo personal. Pero al mismo tiempo, y en última instancia, no se le ve finalidad alguna. Aunque en este sentido el asunto no hace más que seguir la vieja tradición de los servicios de inteligencia, donde casi nada es lo que aparenta y los casos más sencillos a primera vista quizá no sean más que operaciones de desinformación.

Hay buenas razones para recurrir a paradojas, no obstante, e incluso a contrasentidos de lo más chocante. Lo absurdo tiende a fijarse en la memoria; una argumentación ilógica que se nos presenta como la demostración escrupulosa de una realidad ejerce sobre nuestra mente inconsciente un efecto singularmente poderoso. Al fin y al cabo, ésa es la parte de nuestro ser donde se originan nuestros sueños, los cuales funcionan con el mismo tipo de paradojas y errores de ilación lógica. Y esa mente inconsciente es la motivadora, la creadora, que una vez «enganchada» sigue operando durante años por más subliminal que haya sido el mensaje, hasta estrujar la última partícula de significado simbólico de lo que no era en apariencia más que una parrafada de jerga sin sentido.

Los escépticos, que tan listos se creen, muchas veces son sorprendentemente ingenuos, y eso proviene de que lo ven todo blanco o negro, verdadero o falso, que es precisamente como les conviene a determinados grupos que lo vean. Por ejemplo, ¿qué mejor sistema para llamar la atención, por una parte, pero excluyendo por otra a los entrometidos indeseables o al ocasional curioso despistado, sino presentar a la opinión pública una información intrigante en apariencia, pero al mismo tiempo virtualmente absurda?

Todo sucede como si la mera aproximación a la realidad del Priorato constituyese en realidad una especie de iniciación: si ésta no estaba destinada para ti, la cortina de humo te alejará eficazmente de cualquier investigación más profunda. Pero si lo estaba por alguna razón, no tardarás en recibir esa orientación adicional, o en descubrir tú mismo por medio de una serie de sospechosas coincidencias esas informaciones adicionales acerca de la organización, gracias a lo cual todo viene a encajar repentinamente.

En nuestra opinión sería un gran error desdeñar los Dossiers secrets sólo porque su mensaje explícito sea demostrablemente implausible. El mucho trabajo que se han tomado en su elaboración es un claro indicio de que tienen algo que ofrecer. Cierto que no sería la primera vez que un desequilibrado víctima de una obsesión dedica toda su vida a una tarea ímproba y totalmente inútil, de manera que el número de horas dedicado al trabajo no implica de por sí que los resultados sean merecedores de nuestra atención y respeto.

Pero cuando nos las tenemos que ver con un grupo que evidentemente está desarrollando un complicado plan, esto considerado en conjunto con todos los demás indicios y pistas (como se verá con claridad más adelante), evidencia sin duda que algo pasa. O intentan decirnos algo, o intentan ocultarnos algo... y sin embargo, siguen dejando caer insinuaciones de que se trata de un asunto de importancia.

Así pues, ¿qué partido tomamos en cuanto a las pretensiones históricas del priorato? ¿Se retrotraen verdaderamente sus orígenes al siglo XI, que ya es, y ha contado en sus filas con todos los nombres ilustres que dicen los expedientes secretos? En primer lugar se puede aducir que siempre es difícil demostrar la existencia actual o histórica de una sociedad secreta.


Por definición, cuanto más éxito haya tenido en permanecer secreta más arduo será corroborar su existencia. No obstante, si se logra demostrar la aparición reiterada de los mismos intereses, temas y propósitos entre los que se afirma pertenecieron a ese grupo en distintas épocas, sería plausible e incluso sensato postular que tal grupo ha podido existir en realidad.

Por implausible que parezca la nómina de los Grandes Maestres del Priorato (según viene dada en los Dossiers secrets), el estudio de Baigent, Leigh y Lincoln estableció que no es una lista arbitraria. Hay, en efecto, convincentes relaciones entre varios Grandes Maestres sucesivos. Además de conocerse entre sí, y de estar estrechamente emparentados en algunos casos, esas luminarias compartieron ciertos intereses y preocupaciones.

Sabernos que muchos de ellos estuvieron asociados con movimientos esotéricos y con otras sociedades secretas como los francmasones, los rosacruces y la Compagnie du Saint-Sacrement, todas las cuales tienen algunos objetivos comunes. Hay, por ejemplo, un tema claramente hermético que discurre a través de sus publicaciones conocidas, una emoción auténtica suscitada por la perspectiva de que el ser humano llegue a convertirse en casi divino dada la extensión constante de las fronteras del conocimiento.

Por otra parte nuestras averiguaciones independientes, expuestas en nuestro libro anterior, han confirmado que los individuos y las familias que en el decurso de los siglos supuestamente intervinieron en los asuntos del Priorato son los mismos mantenedores de lo que podríamos llamar el Gran Engaño del Santo Sudario.

Como ya hemos visto, tanto Leonardo como Cocteau utilizaron simbolismos heterodoxos en sus obras pictóricas supuestamente cristianas. Pese a la diferencia de 500 años, la imaginería que el uno y el otro utilizan nos los representa como notablemente constantes en lo suyo. Y en efecto, otros escritores y artistas plásticos de los relacionados con el Priorato han incluido también motivos semejantes en su producción. Lo cual comunica bastante fuerza a la hipótesis de que tomaron parte en algún tipo de movimiento organizado en la clandestinidad, y que ya debía de hallarse bien establecido en la época de Leonardo. Y puesto que se ha afirmado que tanto éste como Cocteau fueron Grandes Maestres, si aceptamos sus preocupaciones comunes como un indicio más parece razonable deducir que fueron miembros destacados del Priorato de Sión, o por lo menos de algún grupo bastante parecido.

Es irrefutable el conjunto de pruebas que reúnen Baigent, Leigh y Lincoln en The Holy Blood and the Holy Grail en cuanto a la existencia histórica del Priorato. Y en 1966 todavía publicaron más pruebas, algunas de ellas debidas a otros estudiosos, en una nueva edición revisada y puesta al día del mismo libro (el cual es lectura obligada para quienquiera que se interese por este misterio).

Lo que demuestran las pruebas en cuestión es que existió una sociedad secreta, en funcionamiento desde el siglo XII, pero ¿es el moderno Priorato de Sión su legítimo heredero? Ciertamente, y aunque no es forzoso que uno y otro grupo estén vinculados como se pretende, el moderno Priorato da muestras de un conocimiento íntimo de la sociedad histórica. A fin de cuentas, han sido sus miembros actuales quienes nos dieron a conocer por primera vez la existencia del Priorato en el pasado.

Ahora bien, ni siquiera la posesión de los archivos del Priorato antiguo implica necesariamente la autenticidad de sus continuadores. El artista francés Alain Féral, quien como pupilo de Cocteau colaboró con él y le conocía muy bien, en una conversación reciente nos ha negado empecinadamente que su mentor hubiese sido Gran Maestre del Priorato de Sión. Por lo menos, aseguró, en el sentido de que Cocteau no tuvo nada que ver con la organización que luego ha tenido por Gran Maestre a Pierre Plantard de Saint-Clair. No obstante Féral realizó sus propias indagaciones en relación con determinados aspectos de la historia del Priorato de Sión, en particular los relativos a la aldea languedociana de Rennes-le-Château, y opina que los citados como Grandes Maestres en la lista de los Dossiers secrets hasta Cocteau inclusive sí estuvieron vinculados por una tradición clandestina auténtica.

En esta fase de nuestra investigación decidimos no hacer caso de las ambiciones políticas que se atribuye el Priorato moderno, para pasar a fijarnos en sus aspectos históricos, aunque bien podía ser que éstos arrojasen alguna luz sobre aquéllas.

Los registros secretos, si prescindimos de la mitomanía merovingia, conceden gran relevancia al Santo Grial, a la tribu de Benjamín y a María Magdalena, personaje del Nuevo Testamento.

Por ejemplo, en Le serpent rouge figura la declaración siguiente:

“De aquellos a quienes deseo liberar ascienden a mí los aromas del perfume que impregna el sepulcro. A quien antiguamente llamaban algunos ISIS, la reina de los benéficos manantiales, VENID A MÍ TODOS LOS AFLIGIDOS Y LOS DESAMPARADOS, QUE YO OS CONSOLARÉ, y otros; MAGDALENA, la de la vasija famosa colmada de bálsamo reparador. Los iniciados conocen su verdadero nombre: NOTRE DAME DES CROSS."

Este breve pasaje es intrigante entre otras cosas porque las últimas palabras, Notre Dame des Cross, no tienen ningún sentido (excepto si «Cross» fuese un apellido, aunque tampoco en este caso resultan muy inteligibles). Des es un plural que puede significar «de los» o «de las», pero cross ni siquiera es una palabra francesa, aunque naturalmente significa «cruz» en inglés, así, en singular. Luego está la peculiar confusión entre Isis y María Magdalena; a fin de cuentas la primera fue una diosa y la segunda una «mujer caída», y son personajes de distintas culturas y sin ninguna relación obvia entre sí.

Se diría, en efecto, que hay una dificultad de entrada para poner en relación unos temas tan diversos en apariencia como la Magdalena, el Santo Grial, la tribu de Benjamín —y no digamos ya la diosa egipcia Isis— con el linaje merovingio. Los Dossiers secrets explican que los francos sicambrios, de quienes descendían los merovingios, eran de origen judío, o más exactamente eran la tribu perdida de Benjamín, que emigró a Grecia y luego a la Germania, donde se convirtieron en sicambrios.

Sin embargo los autores de The Holy Blood and the Holy Grail complicaron el panorama todavía más. Según ellos la importancia del linaje merovingio no era fantasía de un puñado de monárquicos excéntricos. Con esta afirmación trasladaban todo el asunto a otro terreno completamente distinto, y tal que desde luego captó la imaginación de los millones de entusiastas lectores del libro. Decían que Jesús se había casado con María Magdalena y que esa unión tuvo descendencia. Jesús sobrevivió a la cruz, pero su mujer salió del país sin él, y se llevó los niños a una colonia judía afincada en lo que hoy es el sur de Francia. Fueron los descendientes de éstos quienes llegaron a ser caudillos de los sicambrios, y así se creó el linaje real de los merovingios.

Con esta hipótesis la mayoría de los temas del Priorato parece que encajan, pero arroja otros problemas fundamentales por su cuenta. Como hemos visto, es imposible que ninguna línea sucesoria, no importa de quién descienda, sobreviva en la forma «pura» que sería necesaria para sustentar semejante campaña.

Es innegable que hay buenas razones para propugnar que Jesús estuvo casado con María Magdalena —o por lo menos tuvo algún tipo de relación íntima con ella—, sobre lo cual volveremos luego con más detalle, e incluso que sobrevivió a la Crucifixión. En realidad, y aunque muchos crean lo contrario, no fue necesario esperar a la obra de Baigent, Leigh y Lincoln para que alguien propusiera esos dos asertos, que habían sido discutidos entre numerosos académicos muchos años antes de la publicación de The Holy Blood and the Holy Grail.

Las premisas subyacentes en su argumentación tropiezan no obstante con una dificultad principal, y nuestros autores tenían muy claro que así era, por lo cual evitaron escrupulosamente llamar la atención sobre ella. Para ellos, los merovingios son importantes porque eran descendientes de Jesús. Pero si éste sobrevivió a la cruz, sería imposible decir que murió por la redención de nuestros pecados, ni que resucitó. Según eso, no fue divino, ni era el Hijo de Dios. Siendo así, ¿para qué íbamos a fijarnos en sus supuestos descendientes?, cabría preguntar.

En ese grupo de descendientes tan traído y llevado figura, según se cree, nada menos que el mismo Pierre Plantard de Saint-Clair. Pese al lenguaje hiperbólico que utilizan algunos comentaristas cuando se refieren a esa hipótesis, cumple observar que él nunca ha pretendido ser descendiente de Jesús. Nunca se subrayará lo bastante que lo que confiere a la idea del linaje merovingio su pretendida importancia no es la idea cristiana de que Jesús fue Dios encarnado, con lo cual sus descendientes habrían sido divinos de alguna manera.

El fundamento de toda la creencia es que como Jesús era del linaje de David y por tanto rey legítimo de Jerusalén, ese título recae automáticamente en su familia futura, aunque sólo sea en el plano teórico por ahora. El poder que se reclama para la conexión merovingia no es divino, sino político.

Baigent, Leigh y Lincoln obviamente construyen su teoría sobre afirmaciones encontradas en los Dossiers secrets, pero en nuestra opinión fueron algo selectivos en cuanto a cuáles de las pretensiones elegían citar como pruebas. Por ejemplo, los Dossiers dicen que los reyes merovingios, desde su fundador Meroveo hasta Clodoveo (quien se convirtió al cristianismo), eran «reyes paganos del culto a Diana». Sin duda habría sido difícil compaginar esto con la idea de que fuesen descendientes de Jesús o de una tribu judía.

Otro ejemplo de esta curiosa selectividad por parte de Baigent, Leigh y Lincoln es el del «documento Montgomery». Se trata, según ellos, de un «relato que apareció» en el archivo particular de la familia Montgomery y les fue comunicado por un miembro de ésta. Su fecha originaria no se conoce con seguridad, pero la versión que ellos vieron databa del siglo XIX. Si lo valoraron fue porque, en esencia, respaldaba las teorías aducidas en The Holy Blood and the Holy Grail, aunque naturalmente no se podía pretender que fuese una prueba de ellas. Pero al menos establecía que una de aquellas ideas —la de que Jesús estuvo casado con María Magdalena— era conocida por lo menos un siglo antes de que ellos emprendieran su investigación.

El documento Montgomery cuenta la historia de Yeshua ben Joseph (Jesús hijo de José), casado con Miriam (María) de Betania (personaje bíblico que muchos creen ser la misma persona que María Magdalena). A consecuencia de una insurrección contra los romanos, María fue detenida y si le devolvieron la libertad fue sólo porque estaba embarazada. Entonces huyó de Palestina hasta recalar en la Galia (en lo que hoy es Francia), donde dio a luz una hija.

Aunque se comprende fácilmente por qué Baigent, Leigh y Lincoln traen a colación el documento Montgomery en apoyo de su hipótesis, es extraño que, no profundizasen más en ciertos aspectos del relato. En esta crónica se describe a María de Betania como «sacerdotisa de un culto femenino»; lo mismo que la afirmación de que los merovingios adoraban a la diosa Diana, ésta introduce en la historia un matiz claramente pagano, difícilmente conciliable con la noción de que el principal interés del Priorato tenga que ver con la continuidad del linaje del rey judío David, el cual incluye a Jesús, como se sabe.

Es interesante observar que el moderno Priorato se ha abstenido de confirmar ni desmentir la hipótesis de The Holy Blood and the Holy Grail... y eso reaviva nuestras sospechas. ¿Será posible que el Priorato de Sión esté jugando al escondite con nosotros?

Una cosa que empezábamos a ver muy evidente era que la ambición motivadora del Priorato no podía ser el poder puramente político que postulan Baigent, Leigh y Lincoln. Una y otra vez los Dossiers citan personas, sean los propios Grandes Maestres u otras vinculadas con el Priorato, que no fueron primordialmente políticos, sino ocultistas.

Por ejemplo Nicolás Flamel, gran maestre desde 1398 hasta 1418, fue maestro alquimista; Robert Fludd (1595-1637) era rosacruz; y más cerca de nuestra época, Charles Nodier (gran maestre de 1801 a 1844), uno de los más influyentes promotores de la renovación moderna del ocultismo, Incluso sir Isaac Newton (gran maestre de 1691 a 1727), hoy más conocido como científico y matemático, fue también devoto alquimista y hermético, que poseía ejemplares de los manifiestos rosacruces y llenó los márgenes de anotaciones de su puño y letra.

Y también está Leonardo da Vinci, naturalmente, otro genio totalmente mal entendido por los modernos, pareciéndoles que un intelecto tan agudo no podía ser si no producto de una mentalidad materialista. En realidad, y tal como hemos visto, extraía sus obsesiones de otras fuentes completamente distintas, y hacen de él un candidato idóneo más a la nómina de los Grandes Maestres del Priorato.

Sorprende que, si bien reconocen los intereses ocultos de muchos de estos personajes, Baigent, Leigh y Lincoln no parezcan darse plena cuenta de lo que significaban tales obsesiones. Al fin y al cabo, en muchos de esos casos lo oculto no era una afición ocasional, sino la verdadera empresa principal de sus vidas. Y nuestra propia experiencia indica que los individuos relacionados con el moderno Priorato también son ocultistas asiduos.

Así pues, ¿qué secreto concebiremos que fuese capaz de retener durante tanto tiempo la atención de las mejores cabezas ocultistas del mundo, una vez, reconocido que la implausible historia de los merovingios era una cortina de humo? Por más persuasivos e innovadores que hayan sido los autores de The Holy Blood and the Holy Grail, su explicación de los móviles y los objetivos del Priorato no acaba de darnos satisfacción. Ocurre algo ahí, pero dado el esfuerzo que se le viene dedicando desde hace siglos es muy poco probable que se trate únicamente de la legitimidad de la monarquía francesa. Lo que sea debe implicar un peligro tan grande para el statu quo que incluso ahora, pese al Siglo de las Luces y a todo lo que ha sobrevenido después, hay que tenerlo en secreto, cuidadosamente vigilado por una red clandestina de iniciados.

Casi desde el principio de nuestro estudio sobre Leonardo y el Sudario de Turín tuvimos la invencible sensación de que había en efecto un secreto, celosamente guardado por un reducido grupo de elegidos. Conforme avanzaba nuestra investigación no podíamos desprendernos de la sospecha de que los temas que íbamos detectando en la biografía y la obra de Leonardo tenían un estrecho paralelismo con los que descubríamos en el material difundido por el Priorato. Sin duda valía la pena verificar las insinuaciones de que esos mismos temas estaban entretejidos asimismo en la obra de Jean Cocteau.

Ya hemos descrito el mural de ese artista en la iglesia de Notre Dame de France en Londres. Pero ¿qué relación tendría ese imaginario de sorprendente originalidad con una obra muy anterior, como la de Leonardo, y con un movimiento supuestamente esotérico e incluso herético?

La semejanza más obvia con las obras de Da Vinci es que el artista se autorretrata dando la espalda a la cruz. Como ya hemos mencionado, Leonardo se pintó de esa manera a sí mismo, por lo menos dos veces: en la Adoración de los Magos y en la Última Cena. Considerando la expresión que pone Cocteau en su propio rostro, que es, cuando menos, de profundo rechazo de toda la escena, no sería descabellado tratar de parangonarla con la violencia que expresa Leonardo al apartarse de la Sagrada Familia en la Adoración.

En el mural de Cocteau el crucificado sólo se ve de rodillas abajo, lo cual implica cierta sospecha acerca de su verdadera identidad. La curiosa ausencia global de vino que hemos visto en la Última Cena también parece implicar un serio interrogante en cuanto a la naturaleza del sacrificio de Jesús. El artista moderno va más allá y no representa a Jesús en absoluto. Es también muy similar la utilización de la envolvente en «M».

En la obra de Cocteau ésta enlaza a las dos mujeres afligidas, que suponemos ser la Virgen María y María Magdalena. Y de nuevo se da a entender que ésta se aleja del personaje de Jesús. Mientras la madre baja la mirada y llora, la mujer más joven le vuelve la espalda. En la Última Cena de Leonardo la «M» une a Jesús con ese «San Juan» tan sospechosamente femenino... y esa mujer «M» se aparta de él tan lejos corno puede, aunque al mismo tiempo parece que están unidos.

Otros simbolismos que se aprecian en el mural de Cocteau, una vez conocemos las preocupaciones del Priorato de Sión, se evidencian conectados con éste de una manera bastante explícita. Por ejemplo, la suma de los puntos que dan los dados arrojados por los soldados es cincuenta y ocho, y ése es el número esotérico del Priorato.

La rosa de color púrpura y llamativo tamaño al pie de la cruz es una alusión nada oculta al movimiento rosacruz, el cual se vincula estrechamente al Priorato y desde luego también a Leonardo, como luego veremos.

También hemos dicho ya que los miembros del Priorato no creen que Jesús muriese en la cruz, y algunas de sus facciones opinan que fue un sustituto el que sufrió el suplicio en principio destinado a aquél. Si nos atenemos exclusivamente a las imágenes del mural, casi parece que Cocteau también pensaba así. Por ejemplo, no sólo no se ve el semblante de la víctima, sino que además se incluye un personaje inhabitual en las representaciones de la Crucifixión. Es el hombre del lado derecho, puesto de perfil, cuyo ojo presenta inconfundiblemente la figura de un pez, siendo ésta seguramente una alusión al nombre en clave que daban a «Cristo» los cristianos de las catacumbas.

¿Quién representa ser ese hombre con el ojo de pez? Atendida la noción del Priorato, según la cual no era Cristo el clavado en la cruz, ¿no sería posible que ese personaje añadido fuese el mismo Jesús? ¿Creeremos que el sedicente Mesías se quedó a contemplar la tortura y muerte de un figurante? Si eso fuese cierto, es fácil imaginar sus emociones.

Volvamos a la mujer «M» que aparece tanto en la pintura de Leonardo como en la de Cocteau, y que seguramente es María Magdalena en ambos casos. Teniendo en cuenta ahora que según las creencias del Priorato estaba casada con Jesús, eso explicaría su presencia en la Última Cena, sentada a la derecha de su esposo, así como el hecho de vestir prendas que son reflejo invertido de las de él, de quien es «la otra mitad».

Es cierto que una tradición no muy conocida de los tiempos medievales y Comienzos del Renacimiento asegura que la Magdalena estuvo presente en la Última Cena. Pero Leonardo hizo saber que el personaje sentado a la derecha de Jesús en su versión era san Juan, ¿Qué motivos tendría para tal engaño? ¿Fue quizás una manera de conferir un poco más de potencia subliminal a sus imágenes? Al fin y al cabo, si el autor nos dice que ha pintado un hombre y nuestro cerebro nos dice que es una mujer, la confusión hará que sigamos debatiendo el asunto en el plano inconsciente durante mucho tiempo.

Nuestro misterioso informador Giovanni nos dejó, como para atormentarnos, una pregunta: « ¿Por qué los Grandes Maestres se llamaron siempre Juan?». Al principio nos pareció que sería una especie de alusión no muy disimulada al seudónimo elegido por él mismo, y que quizá quería dar a entender que su lugar en la jerarquía no era de los más ínfimos. En realidad quería llamar la atención sobre otro asunto mucho más significativo.

Aunque los Grandes Maestres adoptan en la organización el sobrenombre de Nautonnier o «timonel», también reciben el nombre de Jean, «Juan», o si son mujeres, Jeanne, «Juana». Por ejemplo, Leonardo aparece en sus listas como Jean IX. Vale la pena mencionar que aun tratándose de una orden de caballería tan antigua, el Priorato asegura haber practicado siempre la igualdad de oportunidades en su sociedad secreta, y cuatro de sus Grandes Maestres han sido mujeres. (En la actualidad una de las secciones francesas del Priorato está al mando de una mujer.)

Sin embargo esa política es totalmente coherente con la verdadera naturaleza y los objetivos de Priorato según hemos llegado a entenderlos.

Los títulos que usa el Priorato en su organización jerárquica dan una idea de sus preocupaciones. De acuerdo con los estatutos, por debajo del Nautonnier hay un grado compuesto por tres iniciados que reciben el nombre de Prince Noachite de Notre Dame, y debajo de éste otro de nueve individuos que son Croisé de Saint Jean, es decir «cruzados de San Juan» (aunque éstos aparecen rebajados a constable en las versiones más recientes de dichos estatutos).

La escala tiene seis grados más, pero el organismo director está formado por los tres principales, que totalizan los trece miembros de mayor categoría. Dicho organismo tiene el nombre de Archikyria, en el que reconocemos el tratamiento de respeto griego kyria equivalente al moderno «Señora». Pero más concretamente, en el mundo helenístico de los últimos siglos a.C. era un epíteto de la diosa Isis.

El primer Gran Maestre de la sociedad fue, conviene mencionarlo, un Juan verdadero: Jean de Gisors, aristócrata francés del siglo XII. Pero el acertijo está en que el nombre de adopción dentro del Priorato fue «Jean II». De ahí las cogitaciones de los autores de The Holy Blood and the Holy Grail:

Una cuestión principal fue, naturalmente, ¿qué Juan? ¿Juan el Bautista? ¿Juan el evangelista, el «discípulo predilecto» del Cuarto Evangelio? ¿O Juan el Divino, el autor del Apocalipsis?

Parece que debió de ser uno de esos tres [...] Así pues, ¿quién fue Juan I?

Otro «Juan» relacionado con el asunto y que da mucho que pensar es el mencionado en un libro de 1982, Rennes-le-Château: capitale secrète de l’histoire de France, por Jean-Pierre Deloux y Jaeques Brétigny. Se sabe que ambos autores estaban íntimamente relacionados con Pierre Plantard de Saint-Clair —por ejemplo, en los años ochenta formaban parte del entourage de éste, cuando fueron a verle Baigent, Leigh y Lincoln—, y desde luego él colaboró en el libro, y no poco. Es pura propaganda del Priorato, en realidad, y explica cómo se formó la sociedad.

(Deloux y Brétigny también escribieron artículos sobre el Priorato de Sión en la revista L’Inexpliqué, un papel esotérico según algunos fundado y financiado por el Priorato.)

Según esta narración, la intención principal había sido formar un «gobierno secreto» cuya cabeza visible sería Godofredo de Bouillon, uno de los caudillos de la Primera Cruzada. En Tierra Santa, Godofredo se encontró con una organización llamada la Iglesia de Juan y el resultado fue que formó «un magno designio», y «puso su espada al servicio de la Iglesia de Juan, esa Iglesia esotérica e iniciática que representaba la Tradición: aquélla basada en la primacía del Espíritu». De ese magno designio nacieron tanto el Priorato de Sión —esa organización que siempre pone a sus grandes maestres el nombre de «Juan»— como los caballeros templarios.

Y tal como dice Pierre Plantard de Saint-Clair a través de Deloux y Brétigny:

Así, a comienzos del siglo XII aparecían reunidos los medios espirituales y temporales que iban a permitir la realización del sueño sublime de Godofredo de Bouillon; la Orden del Temple sería la espada de la Iglesia de Juan y el portaestandarte de la primera dinastía, y las armas obedecerían al espíritu de Sión.

El resultado de este ferviente «juanismo» iba a ser un «renacimiento espiritual» que «trastornaría toda la Cristiandad». Pese a su evidente importancia para el Priorato, este énfasis alrededor de «Juan» seguía envuelto en la más extraordinaria oscuridad: al principio de esta investigación ni siquiera sabíamos qué Juan era el así reverenciado. Pero ¿a qué razones obedece tanta oscuridad? ¿Por qué no dicen de una vez a qué Juan se refieren? ¿Y por qué el reverenciar a cualquiera de los santos Juanes, por enfervorizadamente que sea, iba a constituir una amenaza para los propios fundamentos de la cristiandad?

Al menos es posible aventurar una suposición en cuanto a qué Juan tiene en mente el Priorato, si la obsesión de Leonardo por el Bautista vale como indicio. Pero como hemos visto, la idea que el Priorato tiene de la misión de Jesús dista de ser ortodoxa, y no parecería lógica tanta reverencia hacia el hombre que supuestamente no fue más que el precursor del Mesías, a menos que el Priorato, como Leonardo, reverenciase a Juan el Bautista por encima de Jesús mismo.

Ésa no es una idea baladí. Porque, de existir alguna razón para creer que el Bautista era superior a Jesús, entonces las consecuencias sí serían inconcebiblemente traumáticas para la Iglesia. E incluso si la opinión del «juanismo» se fundara en un equívoco, son indudables los efectos que ejercería esa creencia si se diese a conocer más ampliamente. Sería casi como la herejía definitiva... y los Dossiers secrets insisten reiteradamente sobre el carácter anticlerical de los descendientes de los merovingios y cómo fomentaron positivamente la herejía. Parece como si el Priorato quisiera transmitir la idea de que la herejía es buena cosa, por alguna razón concreta que él sabe.

Comprendimos que la supuesta herejía del Bautista tendría repercusiones asombrosas, y que si queríamos averiguar más acerca del Priorato iba a ser necesario que encarásemos la cuestión de Juan el Bautista. Aunque al principio no estábamos seguros de encontrar ningún indicio que corroborase tal herejía.

En ese momento los únicos indicios que teníamos en cuanto a las creencias del Priorato sobre el Bautista eran la manifiesta obsesión de Leonardo con el personaje, y el hecho de que aquél llamase «Juanes» a sus grandes maestres. A decir verdad no teníamos ninguna esperanza sería de hallar nada más consistente. Pero andando el tiempo descubrimos pruebas mucho más sólidas de que el Priorato era, efectivamente, parte de una tradición juanista de ese género.

Con o sin pruebas que lo confirmasen, era posible que muchas generaciones de miembros del Priorato albergasen esa creencia herética, pero ¿significa eso que ésta fuese parte del gran secreto que supuestamente poseen y guardan con tanta tenacidad?

El otro personaje del Nuevo Testamento que tiene una significación inmensa para el Priorato es, como hemos visto reiteradamente, María Magdalena. Los autores de The Holy Blood and the Holy Grail explican que esa importancia reside concreta y exclusivamente en el (supuesto) hecho de estar casada con Jesús y ser la madre de sus hijos.

Pero considerando la admiración menos que moderada que la figura de Jesús inspira al Priorato, esa explicación parece bastante floja. Se diría que esa organización le atribuye a la Magdalena una importancia a título propio, en lo cual el papel de Jesús resulta casi irrelevante. Como en el relato del «documento Montgomery», donde su función se limita a ser el padre de la criatura y después de eso no vuelve a intervenir para nada en los acontecimientos. Casi nos sentimos inducidos a proponer que incluso sin Jesús, esa mujer tiene algo que le confiere una significación suprema.

En una fase ulterior de nuestra investigación logramos ponernos en contacto con Pierre Plantard de Saint-Clair y formularle algunas preguntas sobre el interés del Priorato hacia María Magdalena. Recibimos una respuesta de Gino Sandri, el secretario de Plantard, un italiano residente en París, y dicha contestación, aunque breve y concisa, es un ejemplo de la famosa capacidad de intriga del Priorato.

Decía que tal vez estaría en condiciones de prestarnos alguna ayuda pero « ¿quizá tienen ustedes ya información acerca de ese tema?». Evidentemente «apuntaba» a algo que sabía de nosotros, pero decidimos tomárnoslo como un cumplido indirecto. Parecía dar a entender que ya teníamos toda la información que pudiéramos necesitar, a falta de sacar las deducciones oportunas, pero que esto último nos correspondía a nosotros. Otro detalle malicioso de la carta de Sandri: aunque matasellada el día 28 de julio, la había fechado el 24 de junio, día de San Juan Bautista.

Para cualquier observador ajeno a la cuestión, la existencia de una relación más o menos esotérica entre María Magdalena y Juan el Bautista es puro trabajo de imaginación, porque ni siquiera consta que se conocieran, según los textos conocidos de los Evangelios. Sin embargo, tenemos ahí lo que parece un secreto muy antiguo que los asocia inequívocamente, y los venera a ambos. ¿Hay algo en esos personajes del siglo I que dé pie a esa tradición tan duradera, por más que «herética»? ¿Es posible que representen algo, si no hay más, capaz de inquietar mucho a la Iglesia?

Como se entenderá fácilmente, apenas sabíamos por dónde empezar. Pero todas las veces que empezábamos a bucear en esa historia de la Magdalena nos veíamos conducidos a tierras mucho más cercanas que las de Israel, por su significado en relación con el asunto. En particular el Priorato hace mucho caso de la leyenda que la vincula al Mediodía francés. Nos pareció necesario ir allá, aunque sólo fuese para descubrir que dicha historia había sido una confabulación medieval destinada, como el Sudario de Turín, a atraer una lucrativa corriente de peregrinos.

Sin embargo, desde el comienzo vimos también que había algo especialmente interesante en la asociación del enigmático personaje teotestamentario con ese lugar concreto de la geografía. Algo muy superior a las simples consideraciones mercenarias. Así que nos dispusimos a investigar el secreto de la Magdalena en su propio terreno.

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Cortesía de la Soror: Mª del Pilar de Martín Arenas