sábado, 20 de abril de 2013

Valdenses y albigenses:



Su origen. Pedro de Bruys. Enrique de Lausana. Pedro Valdo. Extensión del movimiento valúense. Vida religiosa de los valdenses. Antigua literatura valdense.
 
Su origen. Durante la Edad Media, y especialmente en los siglos doce y trece, hallamos un importante movimiento evangélico que se extiende por Francia, Italia, España y otros países de Europa. Lo componían numerosas comunidades de cristianos que, separándose de la iglesia papal, se esforzaban por restaurar el cristianismo puramente evangélico, y luchaban heroicamente por la fe que fue dada una vez a los santos. Eran generalmente conocidos bajo la denominación de valdenses y albigenses, y a éstos hay que saber distinguir de las sectas que profesaban las doctrinas de los maniqueos, y que por lo tanto no pueden ser clasificadas entre los elementos que representaban el simple y primitivo cristianismo. Muchos historiadores, de quienes tendríamos motivos de esperar mayor exactitud, no han sabido hacer diferencia entre sectas y sectas, y hacen aparecer a los valdenses y albigenses profesando creencias que nunca profesaron.

El origen de este movimiento está bastante envuelto en el misterio que rodea a todos los problemas históricos de aquella época. No ha faltado quien ha creído que los valdenses remontaban a los tiempos apostólicos, pero esta teoría es hoy desechada por falta de documentos en qué apoyarla. Se ha preguntado dónde nació el movimiento, y quién fue el originador del mismo. Los estudios serios que han ocupado la actividad indagadora de buenos escritores llevan a la conclusión de que el movimiento no tuvo origen en un solo país ni es fruto de los trabajos de un solo hombre. Así como la Reforma, en el siglo xvi, se levantó simultáneamente en Francia, Alemania, Suiza, etc.; y tuvo por instrumentos a Farel, Lutero, Zwinglio, etc., obrando independientemente unos de otros, bajo el impulso del mismo deseo de Reforma, así también el movimiento valdense nació simultáneamente en varios países, bajo la acción de diferentes hombres. Entre éstos figuran princi­palmente Pedro de Bruys, en Tolosa, en el año 1109; Enrique de Quny, en Mans, en el año 1116; Amoldo de Brescia, en Ita­lia, en el año 1135; y Pedro Valdo, en Lyon, en el año 1173.

En espíritu, el movimiento era el mismo en todas partes, y cuando sus adherentes, huyendo de la persecución, llegaban a otro país, encontraban hermanos que los recibían con los brazos abiertos.

El nombre de valdense aparece por primera vez —sostiene el historiador valdense Gay— en el año 1180, en el informe sobre una discusión que tuvo lugar en Narbona, escrito por Bernar­do de Fontcaud, titulado Contra Vallenses et Árlanos. La forma primitiva de este nombre, "vallenses", excluye la idea de que pueda derivar de Pedro Valdo, y hace más bien suponer que su inventor lo haya hecho derivar de Vallis, nombre latino de Lavaur, fortaleza de los evangélicos en aquel tiempo, de donde habían venido a Narbona, los que tomaron parte en la discu­sión. Gay, sin embargo, se inclina a creer que si el nombre vállense, se convirtió en valúense, fue debido no sólo a la evo­lución fonética, sino como un homenaje a Pedro Valdo, el personaje más importante de la comunidad.

Procuremos ahora bosquejar la vida y trabajos de los hom­bres más sobresalientes del inmenso movimiento.

pedko de bruys. A fines del siglo xi y a principios del xii, aparece este intrépido y vehemente misionero, que dirigía a los que se unían bajo el estandarte del evangelio para protestar y luchar contra los errores del papismo. Era cura en una pequeña parroquia de los Alpes, y de ahí se dirigió a otras parro­quias, aldeas y ciudades predicando en forma tal, que llenaba de asombro a todos los que le oían. Rechazaba la autoridad de la iglesia y de los padres, no reconociendo como obligatorias más doctrinas y costumbres que las que podían demostrarse con la Biblia. Se oponía con energía al bautismo de los pár­vulos, sosteniendo que no era bautismo lo que se recibía antes de tener la fe personal qué sólo puede darle significación, y por consiguiente aquellas personas que se unían al movimiento que representaba, eran bautizadas sin tener en cuenta si habían recibido el bautismo en la niñez. Dice Neander: "Los seguidores de Pedro de Bruys, rehusaban ser llamados anabaptistas, un nombre que les era dado por la razón mencionada: porque el único bautismo, decían, que podían mirar como verdadero, era un bautismo unido al conocimiento y a la fe."

Atacaba la misa y la transustanciación, sosteniendo que el sacrificio de Cristo no puede repetirse, y que esta doctrina tiene por objeto mantener el predominio sacerdotal sobre el pueblo. "No creáis —decía— a esos falsos guías, obispos y sacerdotes; porque os engañan, como en otras cosas también, en el servicio del altar, cuando falsamente pretenden que hacen el cuerpo de Cristo y lo presentan a vosotros para la salvación de vuestras almas."

Luchaba contra toda forma de idolatría, y mayormente contra la adoración de la cruz, a la que llamaba leño maldito instrumento del suplicio del Hijo de Dios, que se debe destruir en todas partes donde uno lo vea. En su oposición a esta forma exterior de manifestar los sentimientos religiosos, los petrobrusianos llegaban a extremos que en nada favorecían la buena causa que defendían. Los que veían el desprecio que hacían de la cruz, no siempre tenían preparación suficiente para comprender que aquel acto no implicaba el rechazo de la obra redentora del Calvario. Un viernes santo juntaron todas las cruces que pudieron hallar, y las quemaron delante de una multitud. Con seguridad que esta protesta contra la superstición de que era objeto la cruz, no pudo ser entendida por los que presenciaron el acto, y sus autores habrán sido tenidos por sacrílegos detestables.

Pedía la demolición de todos los edificios dedicados al culto público. Conviene recordar que los templos levantados por el romanismo en esta época de grosera superstición, eran tenidos no como simples edificios construidos para la comodidad de congregarse, sino como santuarios, a los que se acudía en busca de gracias que se suponía no podían hallarse en otra parte. Pedro de Bruys enseñaba que las bendiciones divinas no están ligadas a un determinado lugar de cultos, que la oración sin­cera es tan eficaz en un taller o en un mercado como en un templo, y que es tan agradable a Dios si sube desde un altar como de un pesebre. Al atacar la magnificencia de los templos atacaba también la pompa de las ceremonias, el canto en lengua desconocida y la música teatral.

Enseñaba que la Iglesia debe componerse de personas re­generadas que puedan vivir de acuerdo con la profesión de fe que hacen. No reconocía como iglesias a esas agrupaciones de personas que llevan el nombre de Cristo pero que no conocen la eficacia de un vida pura y santa. Nadie debe pretender ser miembro de una iglesia a menos de ser un verdadero creyente que vive piadosamente y testifica con su conducta en favor del poder regenerador del evangelio.

Por no encontrarlo en el Nuevo Testamento, combatía el culto a los muertos, lo mismo que las oraciones, ayunos y ofrendas por los mismos, sosteniendo que "todo depende de la conducta del hombre durante su vida; esto es lo que decide sobre su destino futuro. Nada que se haga por él después de su muerte puede serle de beneficio."

Las doctrinas de Pedro de Bruys, a la base de las cuales estaba el evangelio y el rechazo de toda tradición humana, han sido resumidos en estos cinco puntos:

1°. El bautismo administrado solamente a los adultos cre­yentes. Bautizaba a los católicos cuando se convertían.
2º. Acerca de la eucaristía negaba absolutamente que el sacerdote o cualquier otra persona pudiese cambiar la hostia en cuerpo de Cristo.
3º. Los sufragios, oraciones, limosnas, etc., por los muertos, los rechazaba como de ningún valor.
4°. Era contrario a la erección de templos, diciendo que la Iglesia se componía de "piedras vivas", es decir de fieles que procuran hacer la voluntad de Dios.
5º. La cruz, instrumento de tortura, en la que Cristo murió, no debe ser adorada, ni venerada, sino detestada, rota y quemada.

Durante veinte años, este infatigable soldado de la verdad, no cesó de predicar viajando por todas partes de la Francia Meridional. Un día llegó a San Giles, cerca de Nimes, asiento de un rico convento de frailes. Sin temor a las consecuencias se puso a reunir cruces y con ellas levantó una hoguera. La multitud enfurecida se apoderó de él y lo hizo morir, siendo quemado vivo, probablemente en el año 1124. Así terminó glo­riosamente su carrera terrenal, este hombre que no supo lo que era temor, y quien en días de espantosas tinieblas y tempestades mantuvo encendido el faro del evangelio para conducir las almas al puerto de segura salvación.

enrique de cluny. Se cree que este apóstol evangélico de la Edad Media era oriundo de Italia, probablemente de los va­lles del Piamonte. Se le conoce en la historia bajo el nombre de Enrique de Lausana, por haber principiado su obra en esta ciudad de la Suiza, en el año 1116, y también es llamado Enrique de Cluny, porque fue monje de esta ciudad.

La vida monacal que abrazó en su juventud no tardó en llenarle de disgusto, al ver el enorme contraste que ofrecía con la actividad apostólica, y no pudiendo conformarse a la inacción corruptora, arrojó de sí su manto de benedictino para consagrarse a la obra misionera, yendo de ciudad en ciudad para sembrar la palabra de la verdad evangélica.

Los datos que poseemos acerca de su persona y obra, lo? hallamos en los escritos de sus adversarios, de modo que es difícil formarse una idea correcta de su carácter; pero bastan para saber que era uno de aquellos hombres que guiados por la lectura del Nuevo Testamento, procuraban predicar las doctrinas del cristianismo primitivo, atacando con energía las creencias y ceremonias del papismo. Dice Neander: "Derivó su conocimiento de las verdades de la fe, del Nuevo Testamento más que de los escritos de los padres y teólogos de su tiempo. El ideal de los trabajos apostólicos lo estimulaba, y se esforzaba por imitarlos. Su corazón estaba inflamado de un vivo celo de amor que lo interesaba en las necesidades religiosas del pueblo, que se encontraba completamente descuidado o extraviado por un clero nada digno."
 
Era hombre modestísimo y piadoso, a tal punto que sus mismos enemigos se veían obligados a reconocerlo así, temían más a la influencia de su vida santa que a las doctrinas que predicaba. Durante unos diez años recorrió varias provincias predicando con éxito extraordinario. En todas partes acudían multitudes a escucharle, no sólo por oír su elocuencia ardiente, sino para recibir luz y consuelo espiritual. Predicaba abiertamente contra la depravación del clero y también contra las costumbres licenciosas del pueblo, sin tener en cuenta a nin­guna clase de la sociedad. Sus auditorios estaban compuestos de hombres y mujeres de todas las condiciones, y era tal el poder espiritual que acompañaba a sus sermones llamando a la gente al arrepentimiento que en todas partes muchos resolvían dar las espaldas al mundo corrompido para empezar una vida nueva de acuerdo con los sanos preceptos del evangelio.

Acompañado de dos predicadores italianos, caminaba descalzo en todas las estaciones del año, llevando un bastón en forma de cruz. Llegó a Mans y consiguió que el obispo Hildetaert le permitiese predicar en los templos. Sus sermones produjeron una impresión profunda. Las multitudes acudían a escucharle. El clero se sintió ofendido ante los dardos que lanzaba Enrique, y el mismo obispo que lo había recibido afablemente se le puso en contra. Empezaron a desacreditarlo ante el pueblo, diciendo que era un lobo vestido de oveja, y que bajo el manto de santidad ocultaba una refinada hipocre­sía. Pero Enrique les respondía con argumentos más eficaces, apelando siempre a la Palabra de Dios para demostrar la necesidad de reformar las doctrinas y costumbres de los cristianos.

Cuando se le prohibió predicar, el pueblo mostró su profundo disgusto, diciendo que nunca habían oído a un predicador que como él pudiese mover los más duros corazones y despertar las conciencias adormecidas. Pero nada pudo hacer cambiar la resolución del obispo, y Enrique tuvo que salir de la ciudad. Aparece entonces en Poitiers, Perigueux, Burdeos y Tolosa. Su separación de Roma era cada vez más pronunciada, y la persecución que se levanta contra su obra y persona le convence de que toda comunión de la luz con las tinieblas es imposible.

Expuso sus ideas en un escrito que tuvo una extensa circulación, pero que no ha llegado hasta nosotros. Los que se adherían a él ya no podían quedar confundidos con la multitud inconversa. El bautismo de los nuevos convertidos demuestra que no quedaba ningún vínculo que los uniese al romanismo. La gente los llamaba apostólicos. Sus misioneros salían a recorrer las provincias más lejanas, sin poseer nada, y viviendo de las ofrendas de las personas que simpatizaban con el movimiento.

El éxito de Enrique en el sur de Francia, alarmó al alto clero, y lo hicieron encarcelar. Llevado por el arzobispo de Arles al Concilio de Pisa, en el año 1134, fue condenado como hereje, y encerrado en un convento. No se sabe cómo, pero consiguió escaparse. Reaparece en el sur de Francia y se pone de nuevo al frente de la obra, sin amedrentarse de los adversarios. Durante diez años predica y trabaja activamente en Tolosa, Albí y otros pueblos vecinos, donde el favor de algnos pudientes que simpatizaban con la causa le libra de caer en manos de sus enemigos. Alfonso, conde de Tolosa, le miraba como a un santo, y tenía en él mucha confianza, y la relativa libertad de que gozaban las iglesias fundadas por En­rique, hizo que aumentasen considerablemente en número, habiendo entre los convertidos muchos curas y personas de influencia social.

El papa mandó a Albí un legado para interesar a los príncipes en una campaña inquisitorial contra el movimiento evangélico. Se dice que el pueblo salió a recibirlo con una pro­cesión de asnos. Cuando se supo en Roma la manera cómo el legado había sido recibido, y no pudiendo el papa contar con el apoyo del brazo secular, apeló al gran santo de la época, Bernardo de Claraval. Cuando éste llegó a Albí entró a con­ferenciar con los principales hombres del movimiento. No tenemos más datos sobre las discusiones que tuvieron lugar, sino los mismos que escribieron los romanistas, pero a pesar de todo, es fácil ver que los argumentos rebuscados de las doctrinas humanas, se despedazaban al chocar con la sólida roca de las doctrinas de la Palabra de Dios. Bernardo no hacía sino lamentar el fracaso de sus inútiles tentativas. "¡Cuánto mal ha hecho —decía— y hace todos los días, a la Iglesia de Dios, como lo hemos sabido y visto nosotros mismos, el hereje Enrique! Los templos están vacíos, el pueblo sin sacerdotes, los sacer­dotes sin honra y los cristianos sin Cristo. Las iglesias son reputadas sinagogas; se niega que el santuario de Dios sea santo; los sacramentos no son más tenidos como sagrados, los días de fiesta privados de toda solemnidad; los hombres mueren en sus pecados y las almas son llevadas, una tras otra, ante el tribunal sin estar reconciliadas por medio de la penitencia, ni munidas de la santa comunión. Se niega la vida a los niños al negárseles la gracia del bautismo."

    Bernardo se dirigió al conde de Tolosa anunciando que se dirigía a sus dominios para atacar a Enrique, a quien lo llenaba de nombres insultantes: "Parto para el país donde este monstruo hace estragos y donde nadie le resiste. Porque aun cuando su impiedad es conocida en la mayor parte de las ciudades del reino, encuentra a vuestro lado un asilo, donde sin temor, y bajo vuestra protección, destruye el rebaño de Cristo".

Cuando Bernardo vio que sus argumentos y amenazas no lograban convertir a nadie, procuró ganar algo por medio de la fuerza. Enrique fue arrestado, y en el año 1148 condenado por el Concilio de Reinas a prisión perpetua, porque el arzo­bispo se negaba a dar su consentimiento para que fuese condenado a muerte. No se sabe cuánto tiempo permaneció encarcelado, pero como no se oye más acerca de él, se cree que terminó sus días, como prisionero de Cristo Jesús, en las tene­brosidades de alguna cárcel subterránea.

pedro valdo. Un joven negociante llamado Pedro, nativo de una localidad llamada Valde, se estableció en Lyon, Francia, por el año 1152. Entregado por completo a las especulaciones comerciales, vio prosperar sus negocios, a tal punto que al cabo de los años era uno de los grandes ricachos de la comercial ciudad. Era casado, tenía dos hijas, y las atenciones domésticas y comerciales ocupaban todo su tiempo. En el año 1160, un amigo íntimo, con quien estaba conversando, cayó muerto re­pentinamente, y este incidente produjo en él una impresión tal, que desde aquel momento, dejando a un lado sus febriles ocu­paciones comerciales, se puso a pensar seriamente en su salva­ción. El conocimiento limitado que tenía de las cosas religiosas no lograba darle aquella paz y seguridad que satisfacen el alma ansiosa. Sus anhelos se hacían cada vez más intensos, y en busca de luz fue a uno de los sacerdotes de la ciudad, preguntándole cuál era el camino seguro para Hegar al cielo. El sa­cerdote le respondió que había muchos caminos, pero que el más seguro era el de poner en práctica las palabras del Señor al joven rico cuando le dijo: "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo". Se cree que el cura le contestó así con algo de ironía, sabiendo que Valdo era hombre de gran fortuna, pero seguramente no esperaba que esas palabras iban a encontrar tanto eco en el corazón del rico negociante. Valdo creyó oír un man­damiento de Dios dirigido a él personalmente, y resolvió deshacerse de sus bienes terrenales empleándolos para aliviar las necesidades de los pobres. Hizo esto no bajo el impulso de un falso entusiasmo, sino deliberadamente, con calma y con buen acierto, para que el sacrificio que se imponía fuese realmente útil a sus semejantes. Dio a su esposa e hijas lo que necesita­ban, y el resto, parte fue distribuyendo entre los más necesitados de la ciudad, y parte destinaba a emplear personas que hiciesen traducciones y copias de las Sagradas Escrituras. Encargó a dos eclesiásticos que vertiesen el Nuevo Testamento del latín a la lengua vulgar. Uno de ellos fue Esteban de Ansa, hombre muy versado en las cuestiones filológicas, y otro Bernardo Ydros, hábil escribiente que trasladaba al pergamino lo que su compañero le dictaba. Valdo se puso a leer con gran interés estos maravillosos escritos que eran agua viva para su alma sedienta, y pan para su corazón hambriento. Esta lectura le confirmaba más y más en la noble resolución que había to­mado. Quería imitar a los apóstoles, y vivir no más consagrado a los negocios de esta vida pasajera, sino para ser rico en aquellas riquezas que no se corrompen y que los ladrones no hurtan.

No quiso tampoco poner la luz debajo del almud, sino que mandó hacer muchas copias del evangelio para que su lectura fuese causa de bendiciones a otros. El número de per­sonas que tomaban interés en esta lectura era cada vez mayor, y sin pensar en separarse de la Iglesia de Roma, se reunían para leer juntos y celebrar cultos espirituales. Se apoderó de ellos un fuerte espíritu de propaganda y toda la ciudad y sus alrededores se llenó del conocimiento del evangelio. Sin buscarlo, vino inevitable el choque con la iglesia papal, dentro de cuyo seno aun permanecían Valdo y sus adeptos. El contraste entre el cristianismo del Nuevo Testamento y el de la iglesia papal, era demasiado pronunciado para que fuera posible un acuerdo. El clero empezó a mirar con recelo a estos hombres humildes que de dos en dos, descalzos y pobremente vestidos iban por todas partes predicando la palabra. El arzobispo Guichard concluyó por citarlos, y creyendo que de un solo golpe podía sofocar el movimiento, les prohibió predicar. Valdo entonces apeló al papa, esperando, como más tarde Lutero, que la justicia de su causa sería reconocida. En Roma compareció junto con uno de sus colaboradores ante el concilio de Letrán, en marzo de 1179. El papa Alejandro III los trató amablemente y se interesó en la obra que hacían, tal vez abrigando el pensamiento de que los pobres de Lyon, como los llamaban, podrían permanecer dentro del seno de la Iglesia y quedar convertidos en algo parecido a una orden monástica. Pero los padres que componían el concilio les fueron hostiles y rehusaron acordarles la autorización de predicar. Gualterio Mapes, un fraile franciscano inglés, que se hallaba presente, escribió un relato acerca de la petición de estos valdenses: "No tienen —dice— residencia fija. Andan por todas partes descalzos, de dos en dos, vestidos con ropa de lana, no poseen bienes; pero como los apóstoles, tienen todas las cosas en común; siguiendo a aquel que no tuvo dónde reclinar la cabeza". El concilio nombró una comisión para que examinase el caso. El francis­cano mencionado era miembro de esta comisión. Dice que procuró saber cuáles eran sus conocimientos y su ortodoxia, y los halló sumamente ignorantes, y halló extraño que el concilio les prestase atención. Pero el hecho es que en lugar de examinar a los valdenses sobre la Palabra de Dios y las doctrinas vitales del cristianismo, los examinadores les hicieron una serie de preguntas escolásticas sobre el uso de ciertos términos y frases del lenguaje eclesiástico, conduciéndolos por las sendas intrincadas de las especulaciones trinitarias. Los valdenses, felizmente, nunca habían aprendido estas cosas inútiles, y de ahí la comisión resolvió expedirse aconsejando que se les prohibiese predicar.

Vueltos a Lyon, los hermanos tuvieron que resolver qué actitud asumirían, y hallando que es menester obedecer antes a Dios que a los hombres, resolvieron seguir predicando aún a despecho de las prohibiciones del arzobispo y del papa. Con­vencidos de que nada podían esperar de este mundo, resolvieron romper definitivamente los vínculos que aun los ligaban al romanismo, y empezaron aún bajo la persecución, a sentir los beneficios de la libertad cristiana.

En el año 1181 fue lanzada contra ellos la definitiva exco­munión papal, pero durante algunos años pudieron eludir sus consecuencias, gracias a las poderosas amistades que tenían en la ciudad, donde Valdo era generalmente estimado. Pero des­pués de la promulgación del Canon del Concilio de Verona, en el año 1184, que condenaba a los pobres de Lyon, se vieron en la necesidad de salir de la ciudad y esparcirse por toda Europa, lo que hacían sembrando la simiente santa del evangelio por todas partes, como en siglos anteriores lo había hecho la Iglesia de Jerusalén al ser perseguida por Heredes.

Pedro Valdo, huyendo de la intolerancia y del despotismo clerical llegó hasta Bohemia, donde terminó sus días en el año 1217, después de cincuenta y siete años de servicios al Señor.

extensión del movimiento valdense. "Uno se formaría una idea muy errónea —dice Gay— de la importancia de la separación valdense del siglo xii, si se la redujese a las dimensiones de una secta oscura trabajando en una esfera limitada. ¡No! Fue más bien un poderoso movimiento que se extendió rápidamente y arrancó al papado centenares de miles de fíeles en toda la Europa. Es así como se explican los temores del papado y las medidas extremas de represión que inventó para defenderse".

Los valdenses, animados de un santo celo misionero llegaron a España y se establecieron especialmente en las provincias del Norte. El hecho de que dos concilios y tres reyes se hayan ocupado de expulsarlos, demuestra que su número tenía que ser considerable. El clero era impotente para detener el avance, y alarmado, pidió al papa Celestino III que tomase medidas en contra del movimiento. El papa entonces mandó un legado, en el año 1194, quien convocó una asamblea de prelados y nobles, la cual se reunió en Lérida, asistiendo personalmente el mismo rey Alfonso II. Allí se confirmaron los decretos papales contra los herejes, y se promulgó otro nuevo concebido en estos términos: "Ordenamos a todo valdense que, en vista de que es­tán excomulgados de la santa iglesia, enemigos declarados de este reino, tienen que abandonarlo, e igualmente a los demás estados de nuestros dominios. En virtud de esta orden, cualquiera que desde hoy se permita recibir en su casa a los susodichos valdenses, asistir a sus perniciosos discursos, proporcionarles alimentos, atraerá por esto la indignación de Dios todopoderoso y la nuestra; sus bienes serán confiscados sin apelación, y será castigado como culpable del delito de lesa majestad... Además cualquier noble o plebeyo que encuentre dentro de nuestros estados a uno de estos miserables, sepa que si los ultraja, los maltrata y los persigue, no hará con esto nada que no nos sea agradable".

Este terrible decreto fue renovado tres años después en el Concilio de Gerona, por Pedro II, quien lo hizo firmar por todos los gobernadores y jueces del reino. Desde entonces la persecución se hizo sentir con violencia, y en una sola ejecu­ción, 114 valdenses fueron quemados vivos. Muchos, sin embargo, lograron esconderse y seguir secretamente la obra de Dios en el reino de León, en Vizcaya, y en Cataluña. Eran muy estimados por el pueblo a causa de la vida y costumbres austeras que llevaban, y hasta se menciona al obispo de Huesca, uno de los más notables prelados de Aragón, como protector decidido de los perseguidos valdenses.

Pero Roma no descansaba en su funesta obra de hacer guerra a los santos, y la persecución se renovaba constantemente, llegando a su más alto desarrollo allá por el año 1237, en el vizcondado de Cerdeña y Castellón, y en el distrito de Urgel. Cuarenta y cinco de estos humildes siervos de la Palabra de Dios fueron arrestados, y quince de ellos quemados vivos en la hoguera. El odio llegó a tal punto, que hicieron quemar en la hoguera los cadáveres de muchos sospechosos de herejía, que habían fallecido en años anteriores, entre los que figuraban Amoldo, vizconde de Castellón y Ernestina, condesa de Foix.

En Francia el movimiento era extenso y fuerte. En Tolosa, Beziers, Castres, Lavaur, Narbona y otras ciudades del mediodía, tanto los nobles como los plebeyos, eran en su mayoría valdenses o albigenses. El papa Inocencio III alarmado, empleó toda clase de medidas para sofocarlos y detener su avance por Europa. Los emisarios papales nada podían conseguir ni con sus discusiones ni con sus amenazas. El mismo "santo" Domingo fue encargado por el papa de suprimir la herejía, y la falta de éxito les llevó a proclamar la cruzada de la que hablaremos más adelante. En el Delfinado se establecieron los valdenses al ser expulsados de Lyon, y en medio de constantes persecuciones supieron mantenerse unidos y proseguir vigorosamente la obra de amor por la que exponían sus vidas y sus bienes.

En Alsacia y Lorena, hubo desde el año 1200, tres grandes centros de actividad misionera; en Toul, el obispo Eudes ordenaba a sus fieles a que prendiesen a todos los waldoys y los trajesen encadenados ante el tribunal episcopal; en Metz, el barba (pastor) Crespín y sus numerosos hermanos confun­dían al obispo Bertrán, quien en vano se esforzaba por suprimirlos; en Estrasburgo, los inquisidores mantenían siempre encendido el fuego de la intolerancia contra la propaganda activa que hacía el barba Juan, el presbítero y más de 500 her­manos que componían la iglesia mártir de esa ciudad.

En Alemania, los valdenses sembraban la Palabra de norte a sur y de este a oeste. Tres siglos después se hallaban los frutos de sus heroicos esfuerzos.

En Bohemia, donde se supone que el mismo Pedro Valdo terminó su gloriosa carrera, los resultados de las misiones fueron fecundos. A mediados del siglo xiii, los cristianos que habían sacudido el yugo del papismo eran tan numerosos, que el inquisidor Passau nombraba cuarenta y dos localidades ocupadas por los valdenses.

En Austria era también muy activa la obra de propaganda, y a principios del siglo xiv, el inquisidor Krens hacía quemar 130 valdenses. Se cree que el número de éstos en Austria no bajaba de 80.000.

En Italia los valdenses estaban diseminados y bien estable­cidos en todas partes de la península. Tenían propiedades en los grandes centros y un ministerio itinerante perfectamente organizado. En Lombardía los discípulos de Amoldo de Bres-cia se habían unido a los pobres de Lyon, y bajo la dirección espiritual de Hugo Speroni mantenían viva la protesta contra la corrupción del romanismo. En Milán poseían una escuela que era el centro de una gran actividad misionera.

En Calabria se establecieron muchos valdenses del Pia-monte desde el año 1300, en las vastas posesiones de Fuscaldo, en Montalto, para cultivar la tierra, y transformaron en un jardín esa región inculta, construyendo también algunas villas, como ser San Sixto y Guardia. Habían conseguido cierta tolerancia, y se les permitía celebrar secretamente sus cultos con tal de que pagaran los diezmos al clero.

En tres de los valles del Piamonte —Lucerna, Perusa y San Martín— los valdenses se establecieron en las primeras décadas del siglo xm. Los documentos históricos a que se puede recu­rrir actualmente no autorizan a sostener que los habitasen antes de esta época, aunque muchos lo suponen. Es la región que ocupa el principal lugar en la historia de este pueblo, porque mientras en otras partes fueron exterminados o perdieron su existencia como pueblo distinto, en los valles ya mencionados se han conservado hasta nuestros días. Se supone que se esta­blecieron en los valles después de la expulsión de Lyon. Encontraron esa región muy poco habitada y al principio disfru­taron la relativa tranquilidad, pero en 1297 empezaron las per­secuciones que a pesar de ser crueles y constantes no lograron abatir ni dominar al ejército heroico que fue llamado "el Israel de los Alpes" y que mantuvo el culto de Dios verdadero en aquellos días de densas tinieblas y groseras supersticiones.

vida religiosa de los valdenses. Ahora que hemos bos­quejado el origen y desarrollo del movimiento valdense, nos ocuparemos de las creencias y costumbres de este pueblo admirable.

Sus trabajos misioneros eran el fruto de una consagración general de todos los miembros de las iglesias y se llevaban a cabo planes bien definidos y sistemáticamente ejecutados. La base de todas las operaciones era el hospicio o casa valdense; en todas las ciudades donde podían, los valdenses tenían una casa atendida por un rector, y hermanas que se ocupaban del trabajo interno, en la que los misioneros itinerantes encontraban no sólo hospedaje sino un lugar de culto, donde convocaban a los creyentes del distrito para oír la predicación de los barbas o pastores. Cuando se sentaban a comer pronunciaban la siguiente oración: "El Dios que bendijo a los cinco panes de cebada y a los dos peces para sus discípulos en el desierto, bendiga los alimentos que están sobre esta mesa y los que serán traídos". Al levantarse de la mesa decían: "Dios recompense abundantemente a todos los que nos hacen bien, y que después de darnos lo material, nos dé el pan espiritual. ¡Que siempre esté con nosotros!"

El inquisidor de Passau presenta a los colportores valdenses viajando de pueblo en pueblo, vendiendo mercaderías para ganar entrada en las casas y así poder anunciar el evangelio, después de preparar sabiamente el terreno. A las casas ricas entraban ofreciendo joyas. Después de mostrar los anillos, prendedores, aros y otras prendas, si les preguntaban qué otras joyas tenían, contestaban: "Sí, tenemos joyas más preciosas que las que ustedes han visto, se las mostraremos si se comprometen a no denunciarnos al clero:" Cuando obtenían la promesa for­mal de que se mantendría el secreto, proseguían: "Tenemos una piedra preciosa, tan brillante que por su luz el hombre puede ver a Dios, y tan radiante que puede encender el amor de Dios en el corazón del que la posee". Así continuaban hablando hasta presentar el pergamino sobre el que estaban escritos algunos trozos de la Palabra de Dios.

El culto entre ellos consistía principalmente en la lectura del Nuevo Testamento, seguido de explicaciones y exhortaciones. Terminaban repitiendo de rodillas el Padre Nuestro. La lectura de la Biblia ocupaba un lugar muy importante en la vida de este pueblo. El inquisidor antes mencionado pone en sus labios estas palabras: "Entre nosotros enseñan los hombres y las mujeres, y los alumnos de una semana ya enseñan a otros Entre lo católicos se encuentra difícilmente un maestro que pueda repetir de memoria, letra por letra, tres capítulos de la Biblia; pero entre nosotros, es difícil hallar un hombre o una mujer que no pueda repetir todo el Nuevo Testamento, en su idioma nativo".

Las creencias religiosas de los valdenses, según se desprende de sus escritos y de los de sus adversarios, han sido estudiadas a fondo y expuestas por Juan Francisco Gay en su tesis teológica presentada a la Academia de Lausana, en 1844. De ese estudio resulta que las doctrinas valdenses eran en el fondo las mismas que profesan las iglesias evangélicas actualmente. Las Sagradas Escrituras eran para ellos la única regla de fe y práctica; todo lo que podía demostrarse por medio de ella era aceptado como divinamente revelado, pero lo que se enseñaba sin esa base era rechazado como doctrina de hombres e inno­vaciones peligrosas. Sostenían que las Escrituras debían ser leídas por todos los creyentes y no sólo por los que tenían el don de enseñar la doctrina Condenaban como absurdo el uso de una lengua desconocida en los actos del culto. La fe verdadera está siempre acompañada de buenas obras, pero no son las obras las que salvan. El pecador es justificado delante de Dios solamente por la fe en Cristo Jesús. Lo que se llama "méritos" hechos por los hombres, no pueden expiar el pecado y dar la salvación. La misa es una abominación a Dios; Cristo fue ofre­cido una sola vez por los pecados de muchos. Las indulgencias que concede la iglesia romana no tienen ningún valor. El purgatorio no existe. Todo lo que se hace por la salvación de los muertos son cosas inútiles. Repetir oraciones en una lengua desconocida es un acto sin beneficio. Jesucristo es el único mediador entre Dios y los hombres, según la enseñanza de San Pablo en su Primera Epístola a Timoteo, y otros pasajes de la Biblia. En lugar de invocar a los santos debemos imitar sus virtudes. El culto de los santos y de las imágenes es una ido­latría que Dios desaprueba. Sólo es iglesia verdadera aquella que profesa la doctrina pura, que se distingue por la santidad de sus miembros, y administra las ordenanzas del bautismo y de la santa cena en conformidad con la institución primitiva. La Iglesia de Roma no es la iglesia de Jesucristo; es la ramera apocalíptica, embriagada con la sangre de los santos, y hay que salir de ella para escapar de los castigos que sobrevendrán a los que participan de sus abominaciones. El papa es el hombre de pecado e hijo de perdición, mencionado en Segunda Tesalonicenses, cap. segundo. La gracia de Dios se recibe por medio de la fe y no por virtud sacramental. La consagración sacra­mental no obra la pretendida transubstanciación. La adoración de la hostia es un acto idolátrico. La misa es un sacrilegio que fue inventado para abolir la cena del Señor. Hay que confesar los pecados a Dios. Las penitencias no son necesarias; Cristo perdonaba y enviaba en paz a los pecadores sin imponerles penitencias. Hay que rechazar los ritos papistas del matrimonio. La extremaunción no fue establecida ni por Cristo ni por los apóstoles. No hay sacerdotes en las iglesias cristianas del Nuevo Testamento. Todos los creyentes son profetas y deben asegurarse, por medio de las Escrituras, de la verdad que predican. Todos los creyentes son reyes y sacerdotes, espiritualmente hablando, y deben tomar parte en el gobierno de la iglesia que no reconoce autoridad clerical despótica.

Basados en el sermón del monte, interpretado literalmente, condenaban el juramento civil, el servicio militar, la pena capital y todo derramamiento de sangre y peleas.

A la pureza doctrinal unían la santidad de la vida que con­fundía a sus más encarnizados enemigos. Oigamos lo que el inquisidor de Passau dice acerca de ellos: "Uno puede cono­cerlos por sus costumbres y sus conversaciones. Ordenados y moderados evitan el orgullo en el vestido, que son de telas ni viles ni lujosas. No se meten en negocios, a fin de no verse expuestos a mentir, a jurar ni engañar. Como obreros viven del trabajo de sus manos. Sus mismos maestros son tejedores o zapateros. No acumulan riquezas y se contentan de lo necesario. Son castos, sobre todo los lioneses, y moderados en sus comidas. No frecuentan las tabernas ni los bailes, porque no aman esa clase de frivolidades. Procuran no enojarse. Siempre trabajan y, sin embargo, hallan tiempo para estudiar y enseñar. Se les conoce también por sus conversaciones que son a la vez sabias y discretas; huyen de la maledicencia y se abstienen de dichos ociosos y burlones, así como de la mentira. No juran y ni siquiera dicen es verdad, o ciertamente, porque para ellos eso equivale a jurar".

¡Admirable sabiduría de Dios que dispuso que el elogio de sus siervos fuese escrito por sus mismos verdugos, y es conser­vado a través de los siglos, hasta nuestros días!

antigua literatura valdense. Las bibliotecas públicas de muchas de las grandes ciudades de Europa poseen preciosos manuscritos sobre pergamino que contienen escritos valdenses de gran antigüedad. Hay ejemplares manuscritos del Nuevo Testamento valdense en las bibliotecas de París, Estrasburgo, Munich, Zurich, Grenoble, Dublín, Cambridge y Ginebra.

Los valdenses del siglo xin tenían su propio dialecto, al cual, desde su origen, tradujeron los libros de las Sagradas Escrituras. También escribieron muchos libros y tratados de los cuales se conservan algunos hasta hoy. El dialecto que hablaban es semejante al italiano, francés y español, como se puede ver en la siguiente frase:

La ley velha deffent solamen perjurar, Ma la novella di al pos tot non jurar".