lunes, 28 de enero de 2013

Los cátaros y albigenses




  Testigos en la hora más oscura de la fe

Rodrigo Abarca




Historia y ficción
Quizá ningún grupo de creyentes haya sido objeto de tanta especulación como los albigenses o cátaros. En la actualidad, con el resurgimiento del esoterismo, se han escrito numerosos libros y novelas donde se pretende ‘rescatar’ el verdadero legado de los cátaros y sus enseñanzas. Y, siguiendo las muy dudosas declaraciones de sus perseguidores e inquisidores, se les asocia en forma extemporánea con los gnósticos de principios de la era cristiana (Siglos II y III). Existen, inclusive, documentos donde los inquisidores ponen en boca de los cátaros confesiones de tipo gnóstico copiadas letra por letra del libro «Contra Herejías», escrito por Ireneo de Lyon a fines del siglo II, sin molestarse en cambiar o adaptar sus párrafos.

Por esta razón, ante la evidente falta de objetividad y la innegable parcialidad de los documentos que sobrevivieron a los cátaros, muchos historiadores seculares se abstienen de promulgar cualquier juicio histórico y prefieren mantener silencio. Otros, sin embargo, especulan sin apoyo histórico, y crean las más fantásticas teorías sobre su origen y creencias.

Sin embargo, cuando estudiamos en paralelo la historia de bogomiles, cátaros y valdenses, descubrimos que, de hecho, existía una fluida y constante comunión entre estos grupos, lo cual no podría haber ocurrido si algunos de ellos hubieran sido gnósticos o maniqueos. De los valdenses se han preservado numerosos documentos que prueban, fuera de toda duda, el carácter evangélico y escritural de sus creencias. Y es un hecho que, para los inquisidores de su época, los valdenses, cátaros y albigenses, eran una misma cosa. Distintos nombres dados a idénticos hermanos, dependiendo del lugar y la ocasión, pues, debe recordarse que ellos rehusaban tomar nombre alguno sobre sí, a excepción de «cristianos» o «hermanos». Por cierto, es posible identificar la persistencia de algunas herejías gnósticas, diseminadas aquí y allá en algunas sectas medievales, las que, sin embargo, no pueden ser asociadas sin más a los cátaros y albigenses. Además, se debe recordar que en el período apostólico y post-apostólico muchas herejías gnósticas se desarrollaron al alero de las iglesias de Cristo, tal como el mismo apóstol Juan advirtió en su Primera Carta.

La causa de la herejía
La presencia del error y el engaño nunca está muy lejos de cualquier desarrollo verdaderamente espiritual. Esto no nos debe asombrar. Las iglesias de Cristo, al colocarse bajo la autoridad de la Escritura y el Espíritu Santo, evitando cualquier uniformidad y organización exterior, dependen exclusivamente del Señor para su éxito y continuidad. No existe entre ellas ningún credo exterior, rígido y uniforme, vigilado y defendido por alguna institución humana. Pues su persistencia delante de Dios no puede depender de su adhesión a una ortodoxia fría y muerta, sino del contacto vivo con su Cabeza, que es Cristo. Sólo ese contacto puede librarlas del error y la deformación.

Las herejías gnósticas surgieron en estrecho contacto con la fe bíblica, pues forman parte de la estrategia de Satanás para confundir y apartar a la iglesia de Cristo, su cabeza. De hecho, en Colosas ya habían aparecido los primeros brotes, aún en los días del apóstol Pablo. Y lo mismo se puede constatar en las cartas a las siete iglesias del Apocalipsis. Sin embargo, la respuesta de Pablo y Juan no fue ni remotamente un llamado a la persecución, la difamación y la tortura de los herejes, como ocurriría más tarde con la cristiandad organizada, sino una exposición más plena y profunda de Cristo, la Verdad, con claridad y autoridad espiritual. Sólo esto es suficiente para desbaratar los planes del diablo y salvar a los hermanos de la confusión y el error. Y, por supuesto, nada más lo es.

Por ello, a lo largo de la historia de los hermanos olvidados, encontraremos siempre, lado a lado con la fe bíblica, siempre distinguibles, algunas creencias heréticas y distorsionadas. Este hecho, unido a la ilimitada ambición de la cristiandad organizada por ser considerada la única y verdadera «iglesia de Cristo», que la llevó a perseguir infatigablemente a los cristianos disidentes que no reconocían su autoridad ‘oficial’, deformando y destruyendo el registro casi completo de su paso por la historia, ha tenido éxito en hacer de muchos de aquellos valientes hermanos, «herejes», aún a los ojos de otros sinceros hermanos que vinieron después. Esta es la trágica historia de aquellos mártires que valientemente levantaron el estandarte de Cristo en la hora más oscura de la fe.

Indagando en los orígenes
El origen de los cátaros y albigenses permanece aún en el misterio. Lo más probable es que fueran fruto de la conjunción de varios factores. En primer lugar, existían diseminados por Europa occidental pequeños grupos de creyentes que se apartaron de la cristiandad organizada en el tiempo de Constantino, entre los cuales los más conocidos fueron los novacianos, quienes también fueron conocidos con el nombre de cátaros o ‘puros’ (gr. cataroi). Por otro lado, durante la temprana Edad Media, la corrupción generalizada de una gran parte de la cristiandad llevó a hermanos sinceros a apartarse de sus males y abusos.

Entre esos hermanos se destacaron hombres de gran celo espiritual, quienes denunciaron abiertamente los males de la cristiandad y ganaron un considerable número de seguidores para una fe más bíblica y sencilla, entre los cuales se destacan Pedro de Bruys y Enrique de Cluny. Además, existió una continua corriente migratoria de hermanos que eran perseguidos en oriente (paulicianos y bogomiles), quienes, al llegar a occidente entraron en contacto con las iglesias de cátaros, albigenses y valdenses.

Todos estos factores ayudan a explicar el surgimiento de una poderosa corriente espiritual durante la Alta Edad Media (Siglos X al XV), conformada por numerosos grupos de creyentes que se apartaron decididamente del cristianismo oficial de su tiempo. Fueron conocidos por muchos nombres: cátaros, albigenses, valdenses, petrobrusianos, patarinos, etc. Y, aunque existía entre todos ellos una estrecha comunión e interrelación, el nombre de cátaros y albigenses se aplicó más bien a los grupos de hermanos que florecieron al sur de Francia y norte de España. El nombre valdenses se aplicó en especial a aquellos hermanos que se desarrollaron en los valles del norte de Italia y Suiza, y de ellos quisiéramos ocuparnos en un artículo posterior.

El nombre ‘cátaro’, aplicado a los hermanos, parece derivar de la costumbre de sus predicadores itinerantes de vender todas sus propiedades y hacerse así «perfectos» para seguir al Señor y predicar el evangelio, tomando literalmente el consejo del Señor (Mateo 19:21). No obstante, esta no era una costumbre generalizada entre los hermanos, pues la mayoría de ellos permanecía en sus trabajos, oficios y familias. Por otro lado, el término ‘albigense’ apareció recién a mediados del siglo XII, en la ciudad francesa de Albi, donde un grupo de hermanos fueron quemados en la hoguera bajo el cargo de herejía maniquea (aunque esta no pudo ser probada). A partir de entonces, se hizo costumbre asociar a los hermanos del sur de Francia con la ‘herejía de Albi’, y de allí el nombre, ‘albigenses’.

En este artículo nos vamos a enfocar especialmente en aquellos hermanos que fueron conocidos como cátaros y albigenses. Entre la gente común fueron llamados normalmente ‘los Hombres Buenos’, en reconocimiento a su carácter santo y espiritual, que contrastaba notablemente con el clero de la cristiandad de su época.

Líderes inspirados
Ya hemos mencionado que entre los factores que explican el surgimiento de estas compañías de hermanos está el ministerio de algunos notables líderes espirituales, como Pedro de Bruys y Enrique de Cluny.

El primero, Pedro de Bruys, viajó infatigablemente por más de veinte años, recorriendo diversas provincias de Francia: el Delfinado, Provenza, Languedoc y Gasconia. Multitudes de personas asistían a sus predicaciones en las que denunciaba abiertamente el uso de imágenes, especialmente de la cruz, la veneración de María, los sacramentos, y el bautismo de niños, como costumbres contrarias a la Escritura. Para escucharlo, la gente dejaba los servicios religiosos y se reunía en cualquier punto donde él estuviese. Como no reconocía tampoco la autoridad de la Iglesia organizada, fue perseguido y finalmente arrestado en 1116 d. de C. Fue quemado públicamente en la plaza de Saint Gilles ese mismo año. No obstante, sus seguidores continuaron con su obra y con el tiempo se unieron al resto de los hermanos perseguidos.

Enrique de Cluny continuó con la obra de Pedro de Bruys, de quien fue discípulo. Este era monje y diácono del famoso monasterio de Cluny. Poseía una gran capacidad de oratoria y un aspecto físico imponente. Pero era, además, un hombre extraordinariamente devoto y encendido de celo espiritual. Sus predicaciones atraían a millares, y producían cientos de conversiones, entre ellas, las de algunos reconocidos pecadores, quienes cambiaban radicalmente sus vidas. El avivamiento que él ayudó a encender se extendió rápidamente por todo el sur y el mediodía de Francia. Los líderes de la iglesia organizada se encontraban amilanados y hasta aterrados ante el poder de su predicación, y no se atrevían a hacer nada en su contra. Fue tan grande su impacto en esas regiones que gran parte de los templos y monasterios quedaron abandonados.

Finalmente, Bernardo de Clarvaux, el hombre más poderoso de Europa, fue llamado a detenerlo. Este era un hombre de carácter santo y místico, cuyos himnos en honor a Cristo se recuerdan hasta hoy. Sin embargo, en este asunto actuó con todo el celo de la cristiandad oficial, pues consideraba a Enrique el peor de los herejes, un demonio salido del mismo infierno. Y con respecto a los hermanos, quienes se negaban a reconocer su identidad con hombre alguno, inclusive con Enrique de Cluny o Pedro de Bruys, se quejaba: «Inquirid de ellos el nombre del autor de su secta y no la asignarán a nadie. ¿Qué herejía hay, que, entre los hombres no tiene su propio heresiarca?... ¿Pero, por qué apellido o por cuál título enrolan ellos a estos herejes? Porque su herejía no se ha derivado del hombre, ni tampoco de un hombre la han recibido». Su conclusión fue que, por consiguiente, habían recibido sus enseñanza ¡de los demonios!

Enrique se vio forzado a huir de Bernardo, y continuó con su infatigable labor, hasta que fue finalmente apresado y condenado a un destino desconocido, tal vez ser emparedado vivo, o la pena de muerte, en Tolouse. Los hermanos, no obstante, continuaron adelante con su valiente testimonio y pasaron a formar parte de aquellos grupos de hermanos perseguidos, conocidos por sus enemigos como cátaros y albigenses.

La cruzada contra los albigenses
El importante despertar espiritual de aquellos años entre los hermanos, tuvo su epicentro en la región conocida como el Mediodía de Francia, especialmente en el Languedoc. Allí multitudes de hombres y mujeres de toda clase y condición, incluyendo nobles y obispos del clero, se sumaron a las filas de los hermanos, y sus congregaciones crecieron en un número alarmante a los ojos de la jerarquía de la cristiandad. En 1167 se realizó una conferencia de maestros que congregó a hermanos de todas partes de Europa, inclusive de Constantinopla. Allí estaban los paulicianos, cátaros, albigenses, valdenses, bogomiles, reunidos simplemente como hermanos, sin aceptar ninguno de los apellidos que sus detractores les colocaban. Se dieron informes del avance de la obra en lugares tan distantes como Rumania, Bulgaria y Dalmacia. Y este hecho nos ayuda a visualizar la amplitud y alcance del despertar espiritual que ellos protagonizaron en aquellos años.

Finalmente, el Papa Inocencio III decidió acabar por completo con los ‘herejes’, tras fracasar en sus tentativas de convencer, mediante sus legados, a los albigenses, pues éstos se negaron a reconocer otra autoridad que la de las Escrituras, y a la cristiandad organizada como la «verdadera novia de Cristo». Intentó, entonces, convencer al conde de Provenza y a los demás gobernadores de las provincias del sur de Francia para que lo apoyaran en sus intentos de aniquilación de los «herejes». Sin embargo, frente al rechazo de sus pretensiones, convocó una cruzada de exterminio contra los albigenses y las provincias del Mediodía francés. En esa región, debido a la influencia de los hermanos, se había desarrollado la civilización más rica y próspera de Europa.

Cientos de miles se unieron a la cruzada convocada por el Papa, atraídos por las riquezas que quedarían a merced del pillaje y la devastación. Liderada por el terrible Simón de Monfort, la cruzada contra los albigenses devastó el sur de Francia hasta reducirlo a la más completa desolación. Uno tras otro, los pacíficos pueblos del sur fueron tomados y todos sus habitantes pasados a filo de espada. En La Minerva, Monfort encontró 140 hermanos, quienes se negaron a abjurar de su fe, por lo que fueron entregados a las llamas de una gran hoguera que él mismo preparó en el centro del pueblo. En Beziers, viendo rodeada la ciudad y comprendiendo que toda resistencia sería inútil, el conde Rogelio, junto con el obispo, salió a pedir clemencia para mujeres y niños y aún para aquellos que no eran ‘herejes’, pues no todos en ella eran albigenses. La respuesta de Simón de Monfort fue: «Matad a todos. Dios reconocerá a los suyos».

La sangrienta cruzada se extendió por cerca de veinte años, hasta devastar totalmente el país. En 1211 cayó Albi y en 1221, Tolouse y Aviñón. Sus habitantes corrieron la misma suerte de todos los demás, y fueron pasados a filo de espada. Cientos de miles de hermanos murieron, ya en la guerra o quemados en la hoguera. Sin embargo, los pocos que lograron sobrevivir, huyeron a diferentes países llevando consigo su fe y testimonio. No obstante, la cristiandad oficial no cejó en su esfuerzo por destruir ‘la herejía albigense’. En el Concilio de Tolouse, en 1229 se creó la Inquisición, con el fin de continuar la persecución en cada rincón de Europa. Y la Inquisición completó la obra inconclusa de la cruzada contra las provincias del Mediodía francés. De este modo, la civilización de Provenza se extinguió por completo.

A pesar de todo, la fe de los hermanos no murió. A dondequiera que fueron, volvieron a levantar el testimonio de Jesucristo. Por toda Europa, numerosos hermanos salían de la cristiandad organizada, y aquí y allá volvían a aparecer, para luego ocultarse, durante los terribles siglos en que la Inquisición ejerció su imperio. Hasta que por fin, con el advenimiento de la Reforma, salieron nuevamente a la luz, cuando se contaban por cientos de miles, dispuestos a escribir un nuevo capítulo de su heroica historia, ya sea uniéndose a la misma Reforma, o tomando parte de la reforma más radical, con el nombre de anabaptistas.

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